– ¿Funciona… de verdad? -preguntó Isabelle, casi en un susurro.
– Raphael cree que funciona -respondió Simon-. Y no tengo motivos para pensar que no vaya a ser así. -Le cogió la muñeca para apartarle la mano de la cara-. No pasará nada, Isabelle.
Ella suspiró.
– Mi experiencia me dice que esto no es una buena idea.
Simon le apretó la mano.
– Vamos. ¿Tú no sientes curiosidad por saber qué puede querer Raphael?
Isabelle le dio unos golpecitos cariñosos en la mano y se recostó en su asiento.
– Avísame en cuanto regreses. Llámame a mí antes que a nadie.
– Lo haré. -Simon se levantó y cerró la cremallera de su chaqueta-. Y hazme un favor, ¿quieres? Dos favores, de hecho.
Isabelle lo miró con reserva.
– ¿Cuáles?
– Clary mencionó que esta noche iría al Instituto. Si por casualidad te tropiezas con ella, no le digas adónde he ido. Se preocuparía sin motivo.
Isabelle puso los ojos en blanco.
– Muy bien, de acuerdo. ¿Y el segundo favor?
Simon se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
– Prueba la sopa de remolacha antes de irte. Es estupenda.
Walker y Archer no eran precisamente los compañeros más habladores del mundo. Guiaron a Simon en silencio por las calles del Lower East Side, manteniéndose en todo momento varios pasos por delante de él con su curioso andar deslizante. Empezaba a ser tarde, pero las aceras de la ciudad seguían llenas de gente que salía del trabajo y corría hacia su casa para cenar, cabizbajos, con el cuello del abrigo levantado para protegerse del gélido aire. En St. Mark’s Place había tenderetes donde vendían de todo, desde calcetines baratos hasta bocetos a carboncillo de Nueva York, pasando por barritas de incienso. Las hojas crujían en el suelo como huesos secos. El ambiente olía al humo que desprendían los tubos de escape mezclado con el aroma de la madera de sándalo y, por debajo de eso, a humanidad: piel y sangre.
A Simon se le encogió el estómago. Solía guardar en su habitación unas cuantas botellas de sangre animal -había instalado una neverita en el fondo del armario, en un lugar donde su madre no podía verla- por si en algún momento sentía hambre. La sangre era asquerosa. Creía que acabaría acostumbrándose a ella, incluso que llegaría a apetecerle, pero a pesar de que le servía para aplacar sus ataques de hambre, no tenía nada que ver con lo mucho que en su día había disfrutado del chocolate, los burritos vegetarianos o el helado de café. Aquello no dejaba de ser sangre.
Pero tener hambre era peor. Tener hambre significaba oler cosas que no deseaba oler: la sal de la piel, el aroma dulce y maduro de la sangre exudando de los poros de desconocidos. Todo aquello le hacía sentirse hambriento y tremendamente mal consigo mismo. Se encorvó, hundió los puños en los bolsillos de la chaqueta e intentó respirar por la boca.
Al llegar a la Tercera Avenida giraron a la derecha y se detuvieron delante de un restaurante cuyo cartel rezaba: «CAFÉ DEL CLAUSTRO. JARDÍN ABIERTO TODO EL AÑO». Simon pestañeó al ver el cartel.
– ¿Qué estamos haciendo aquí?
– Es el lugar de reunión que ha elegido nuestro amo -respondió Walker, sin alterarse.
– Vaya. -Simon estaba perplejo-. Creía que el estilo de Raphael era más bien de concertar reuniones en lo alto de una catedral no consagrada o en el interior de una cripta repleta de huesos. Nunca me lo imaginé como un tipo aficionado a frecuentar restaurantes de moda.
Los dos subyugados se quedaron mirándolo.
– ¿Algún problema con eso, vampiro diurno? -preguntó Archer finalmente.
Simon tuvo la sensación de que acababa de recibir una oscura reprimenda.
– No, ningún problema.
El interior del restaurante era oscuro y una barra con encimera de mármol recorría una pared de un extremo al otro. Ni camareros ni personal de ningún tipo se acercó a ellos cuando atravesaron la sala en dirección a la puerta que había al fondo, ni cuando cruzaron dicha puerta para salir al jardín.
Muchos restaurantes de Nueva York tenían jardín, pero pocos permanecían abiertos a aquellas alturas del año. En este caso, se trataba de un patio de manzana rodeado de edificios. Las paredes estaban decoradas con pinturas murales de efecto trompe l’oeil que evocaban floridos jardines italianos. Los árboles, con el follaje otoñal rico en matices dorados y cobrizos, estaban adornados con ristras de luces blancas, mientras que las estufas de exterior repartidas entre las mesas desprendían un resplandor rojizo. Una pequeña fuente situada en el centro del patio salpicaba melodiosamente su agua.
Había una única mesa ocupada, y no por Raphael. En la mesa, pegada al muro, había una mujer delgada tocada con un sombrero de ala ancha. Mientras Simon la observaba con perplejidad, la mujer levantó una mano para saludarlo. Simon se volvió para mirar a sus espaldas y, naturalmente, no vio a nadie más. Walker y Archer se habían puesto de nuevo en movimiento; confuso, Simon los siguió, atravesaron el patio y se detuvieron a escasa distancia de donde estaba sentada la mujer.
Walker la saludó con una profunda reverencia.
– Ama -dijo.
La mujer sonrió.
– Walker -dijo-. Y Archer. Muy bien. Gracias por traerme a Simon.
– Un momento -dijo Simon, mirando una y otra vez a la mujer y a los dos subyugados-. Tú no eres Raphael.
– Pues claro que no. -La mujer se quitó el sombrero. Se derramó sobre sus hombros una abundante melena de cabello rubio plateado, brillante bajo el resplandor de las luces de Navidad. Su rostro era pálido y ovalado, precioso, dominado por unos enormes ojos verde claro. Llevaba guantes largos de color negro, blusa negra de seda, falda de tubo y un pañuelo negro anudado al cuello. Resultaba imposible adivinar su edad… o la edad que debía de tener cuando se había convertido en vampira-. Soy Camille Belcourt. Encantada de conocerte.
Le tendió una mano enguantada.
– Me habían dicho que iba a reunirme con Raphael -dijo Simon, sin aceptar el saludo-. ¿Trabajas para él?
Camille Belcourt se echó a reír, una risa cantarina como la fuente.
– ¡Naturalmente que no! Aunque hubo un tiempo en que él sí trabajaba para mí.
Y Simon recordó entonces. «Creía que el vampiro jefe era otro», le había dicho a Raphael en una ocasión, en Idris, hacía ya una eternidad.
«Camille no ha regresado aún con nosotros -le había replicado Raphael-. Yo ejerzo sus funciones en su lugar.»
– Eres el vampiro jefe -dijo Simon-. Del clan de Manhattan. -Se volvió hacia los subyugados-. Me habéis engañado. Me dijisteis que iba a reunirme con Raphael.
– Te dijimos que ibas a reunirte con nuestro amo -dijo Walker. Tenía los ojos enormes y vacíos, tan vacíos que Simon se preguntó si de verdad aquellos dos tipos habían pretendido engañarlo o simplemente estaban programados como robots para decir lo que su ama les había dicho que dijeran y eran incapaces de salirse del guión-. Y aquí la tienes.
– Así es. -Camille obsequió a sus subyugados con una resplandeciente sonrisa-. Y ahora marchaos, Walker, Archer. Tengo que hablar a solas con Simon. -Algo había en su forma de pronunciar aquellas palabras, tanto su nombre como la expresión «a solas», que fue para Simon como recibir una caricia furtiva.
Los subyugados se retiraron después de hacer una reverencia. Cuando Walker se volvió para marcharse, Simon vio de refilón una marca oscura en su cuello, con dos puntos más oscuros en su interior. Los puntos más oscuros eran pinchazos, rodeados por un pingajo de carne seca. Sintió un escalofrío.
– Por favor -dijo Camille, indicándole una silla a su lado-. Siéntate. ¿Te apetece un poco de vino?
Incómodo, Simon tomó asiento en el borde de la dura silla metálica.
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