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Cassandra Clare: Ciudad de los ángeles caídos

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Cassandra Clare Ciudad de los ángeles caídos

Ciudad de los ángeles caídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro, escrito por Cassandra Clare, es el cuarto de la colección de Los Instrumentos Mortales. Es mucho más detallista que los anteriores y el final es espectacular pese a que hace visible que no es el último libro de la colección. Tiene de todo y te engancha desde el principio hasta el final, y es segun mi punto de vista incluso mejor que los anteriores. Contiene mucho misterio, acción, emoción y sentimiento, y está escrito de una manera que mezcla en uno la curiosidad y el sentimiento. Te hace sentir las cosas como si fueses uno de los protagonistas. Jace y Clary sin duda vuelven a acaparar la atención del lector, pero en ningun momento el libro se hace cansino o soso. Si os habeis leido los libros anteriores descubrireis que este es mucho mejor, y si os gusta os recomiendo que os leais "Shadow Web" de N.M. Browne. Son los dos libros escritos, sobre todo, para chicas jóvenes y recomiendo fuertemente que sean leidos en su idioma original: el ingles. El título original de "Ciudad de Ángeles Caidos" es "City of Fallen Angels" y merece la pena leerlo (es uno de los mejores libros de su estilo), sobre todo en ingles aunque en español no le falta la emoción, etc, del original; pero en España saldrá dentro de, más o menos, un año. Espero que os guste ya que a mi me ha encantado.

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– ¿Y si la respuesta es no? -preguntó Simon.

– Me sentiré defraudada. Pero nos separaremos como amigos. -Apartó la copa de vino-. Adiós, Simon.

Simon se levantó. La silla emitió un chirriante sonido metálico al ser arrastrada por el suelo, un sonido excesivo. Tenía la impresión de que debía decir alguna cosa más, pero no sabía qué. Parecía, de todas maneras, que aquello era una despedida. Y decidió que prefería quedar como uno de esos siniestros vampiros modernos con malos modales que correr el riesgo de verse arrastrado de nuevo hacia la conversación. Por lo tanto, se marchó sin decir nada más.

Cuando cruzó el restaurante, pasó junto a Walker y Archer, que estaban apoyados en la barra de madera, con los hombros encorvados debajo de los largos abrigos grises. Sintió la fuerza de sus miradas sobre él y se despidió de ellos moviendo los dedos de la mano, un gesto que oscilaba entre un saludo amistoso y una despedida vulgar. Archer le enseñó los dientes -dientes humanos normales y corrientes- y emprendió camino hacia el jardín, con Walker pisándole los talones. Simon observó que ocupaban dos sillas enfrente de Camille, que no levantó la vista hasta que estuvieron instalados. Las luces blancas que hasta aquel momento iluminaban el jardín se apagaron de repente -no de una en una, sino todas a la vez- y Simon se encontró mirando un desorientador espacio oscuro, como si alguien hubiese desconectado las estrellas. Cuando los camareros se dieron cuenta y salieron corriendo a solucionar el problema, inundando de nuevo el jardín con aquella luz clara, Camille y sus subyugados humanos habían desaparecido.

Simon abrió la puerta de su casa -una más de la larga hilera de casas idénticas con fachada de ladrillo que flanqueaban su manzana en Brooklyn- y la empujó un poco, forzando el oído.

Le había dicho a su madre que iba a ensayar con Eric y sus compañeros de grupo para un bolo que tenían el sábado. En otra época, su madre se habría limitado a creerlo y allí habría terminado la cosa; Elaine Lewis siempre había sido una madre permisiva y jamás había impuesto toques de queda ni a Simon ni a su hermana, ni había insistido en que llegaran pronto a casa al salir del colegio. Simon estaba acostumbrado a estar rondando por ahí hasta las tantas con Clary, a entrar en casa con su propia llave y a desplomarse en la cama a las dos de la mañana, una conducta que no había despertado excesivos comentarios por parte de su madre.

Pero la situación había cambiado. Había estado casi dos semanas en Idris, el país de origen de los cazadores de sombras. Se había esfumado de casa sin ofrecer excusas ni explicaciones. Había sido necesaria la intervención del brujo Magnus Bane para realizarle a la madre de Simon un hechizo de memoria, de tal modo que ella no recordaba en absoluto aquellos días de ausencia. O, como mínimo, no los recordaba de forma consciente. Porque su comportamiento había cambiado. Se mostraba recelosa, revoloteaba a su alrededor, lo observaba en todo momento, insistía en que estuviera de vuelta a casa a una determinada hora. La última vez que había regresado a casa después de estar con Maia, Simon había encontrado a Elaine en el recibidor, sentada en una silla de cara a la puerta, cruzada de brazos y con una expresión de rabia contenida.

Aquella noche oyó su respiración incluso antes de verla. Pero ahora sólo oía el débil sonido de la televisión del salón. Debía de haber estado esperándolo levantada, viendo seguramente un maratón de aquellos dramas hospitalarios que tanto le gustaban. Simon cerró la puerta a sus espaldas y se apoyó en ella, intentando reunir la energía necesaria para mentir.

Resultaba muy duro no comer con la familia. Por suerte, su madre se iba temprano a trabajar y volvía tarde, y Rebecca, que estudiaba en la Universidad de Nueva Jersey y sólo aparecía de vez en cuando por casa para hacer la colada, no andaba por allí lo suficiente como para haberse podido percatar de nada extraño. Cuando él se levantaba por la mañana, su madre ya se había marchado, dejando en el mostrador de la cocina el desayuno y la comida que con tanto cariño le preparaba. Simon la tiraba luego en cualquier papelera que encontrara de camino al colegio. Lo de la cena era más complicado. Las noches en las que coincidía con su madre, daba vueltas a la comida en el plato y después fingía que no tenía hambre o que quería llevarse la cena a su habitación para comer mientras estudiaba. Un par de veces se había obligado a comer para contentar a su madre, y después había pasado horas en el baño, sudando y vomitando hasta eliminarlo todo por completo de su organismo.

Odiaba tener que mentirle. Siempre había sentido un poco de lástima por Clary, por la tensa relación que mantenía con Jocelyn, la madre más sobreprotectora que había conocido. Pero ahora se habían cambiado las tornas. Desde la muerte de Valentine, Jocelyn había relajado su control sobre Clary hasta el punto de convertirse en una madre casi normal. Sin embargo ahora, cuando Simon estaba en casa, sentía en todo momento el peso de la mirada de su madre, como una acusación que la seguía a dondequiera que fuese.

Se enderezó, dejó caer el macuto de tela junto a la puerta y se encaminó al salón dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. El televisor estaba encendido, el telediario bramando. Michael Garza, el presentador del canal local, informaba sobre una historia de interés humano: un bebé que habían encontrado abandonado en un callejón junto a un hospital del centro de la ciudad. Simon se quedó sorprendido; su madre odiaba los telediarios. Los encontraba deprimentes. Miró de reojo el sofá y la sorpresa se esfumó. Su madre se había quedado dormida, las gafas sobre la mesita, un vaso medio vacío en el suelo. Simon podía oler el contenido incluso desde aquella distancia, seguramente era whisky. Sintió una punzada de dolor. Su madre casi nunca bebía.

Simon entró en el dormitorio de su madre y regresó con una colcha de ganchillo. Su madre continuó durmiendo, con la respiración lenta y regular. Elaine Lewis era una mujer menuda como un pajarito, con una aureola de pelo rizado negro, pincelado de gris, que se negaba a teñir. Trabajaba durante el día para una organización medioambiental sin ánimo de lucro y casi siempre vestía prendas con motivos animales. Llevaba en aquel momento un vestido con un estampado de delfines y olas y un broche que en su día había sido un pez de verdad, bañado en resina. Mientras cubría a su madre con la colcha, a Simon le dio la impresión de que su ojo lacado le lanzaba una mirada acusadora.

Su madre se agitó entonces, apartando la cabeza.

– Simon -susurró-. Simon, ¿dónde estás?

Acongojado, Simon soltó la colcha y se incorporó. Tal vez debería despertarla para que supiese que estaba bien. Pero entonces empezarían las preguntas que no quería responder y vería aquella expresión de dolor en su rostro que no podía soportar. Dio media vuelta y se encaminó a su habitación.

Se dejó caer sobre la cama y, sin siquiera pensarlo, cogió el teléfono de la mesita de noche y se dispuso a marcar el número de Clary. Pero se detuvo un instante y se quedó escuchando el tono de marcación. No podía contarle lo de Camille. Había prometido mantener en secreto la oferta de la vampira y, pese a que no creía estar en deuda con Camille, si algo había aprendido en el transcurso de los últimos meses, era que renegar de las promesas hechas a criaturas sobrenaturales no era en absoluto una buena idea. Pero deseaba escuchar la voz de Clary, igual que le sucedía siempre que tenía un mal día. Tal vez pudiera lamentarse con ella sobre su vida amorosa, un asunto que hacía reír a más no poder a Clary. Se tumbó de nuevo en la cama, se acomodó sobre la almohada y marcó el número de Clary.

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