– La verdad es que no bebo.
– Claro -dijo ella, toda simpatía-. Eres un novato, ¿no? No te preocupes. Con el tiempo aprenderás a consumir vino y otras bebidas. Hay incluso algunos, entre los más ancianos de nuestra especie, capaces de consumir comida humana con escasos efectos adversos.
¿Escasos efectos adversos? La expresión no le gustó lo más mínimo a Simon.
– ¿Va a llevarnos mucho tiempo este asunto? -preguntó, echándole un vistazo a su teléfono móvil, que le decía que eran ya más de las diez y media-. Tengo que volver a casa.
«Porque mi madre está esperándome.» Aunque, a decir verdad, aquella mujer no tenía por qué enterarse de ese detalle.
– Has interrumpido mi cita con mi chica -dijo Simon-. Me pregunto de qué va esto tan importante.
– Sigues viviendo con tu madre, ¿verdad? -dijo ella, dejando la copa en la mesa-. ¿No te parece curioso que un vampiro tan poderoso como tú se niegue a abandonar el hogar para sumarse a un clan?
– De modo que has interrumpido mi cita para burlarte de mí porque sigo viviendo en casa. ¿No podrías haber hecho eso una noche que no hubiese quedado con nadie? O sea, la mayoría de las noches.
– No me río de ti, Simon. -Se pasó la lengua por el labio inferior, como si saboreara el vino que acababa de beber-. Quiero saber por qué no has entrado a formar parte del clan de Raphael.
«Que es como decir tu clan, ¿no es eso?»
– Tuve la fuerte sensación de que Raphael no quería que entrase -replicó Simon-. Básicamente vino a decirme que me dejaría tranquilo si yo lo dejaba tranquilo. De modo que decidí dejarlo tranquilo.
– Lo has hecho. -Sus ojos verdes relucían.
– Nunca quise ser vampiro -dijo Simon, preguntándose por qué estaría contándole todo aquello a esa desconocida-. Quería llevar una vida normal. Cuando descubrí que me había convertido en un vampiro diurno, creí que podría seguir con la misma vida. O como mínimo, algo que se le asemejase. Puedo ir a la escuela, vivir en casa, ver a mi madre y a mi hermana…
– Siempre y cuando no comas delante de ellas -dijo Camille-. Siempre y cuando ocultes tu necesidad de sangre. Nunca te has alimentado de un humano, ¿verdad? Sólo consumes sangre de bolsa. Rancia. De animal. -Arrugó la nariz.
Simon pensó en Jace y alejó la idea de su cabeza.
– No, no lo he hecho nunca.
– Lo harás. Y en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarlo. -Se inclinó hacia adelante y su claro cabello le acarició la mano-. No puedes ocultarte esta verdad eternamente.
– ¿Dime qué adolescente no miente a sus padres? -dijo Simon-. De todos modos, no entiendo qué te importa a ti todo eso. De hecho, sigo sin comprender qué hago aquí.
Camille volvió a inclinarse hacia adelante. Y al hacerlo, se abrió el escote de su blusa de seda negra. De haber seguido siendo humano, Simon se habría sonrojado.
– ¿Me dejarás verla?
Simon notó que los ojos se le salían literalmente de las órbitas.
– ¿Ver el qué?
Camille sonrió.
– La Marca, niño estúpido. La Marca del Errante.
Simon abrió la boca y la cerró acto seguido. «¿Cómo lo sabe?» Eran muy pocos los que conocían la existencia de la Marca que Clary le había hecho en Idris. Raphael le había indicado que era una cuestión de máximo secreto y como tal la había considerado Simon.
Pero la mirada de Camille era tremendamente verde y fija, y por algún motivo desconocido, Simon deseaba hacer lo que ella quería que hiciese. Su forma de mirarlo tenía algo que ver con ello, la musicalidad de su voz. Levantó la mano y se retiró el pelo para que pudiese examinarle la frente.
Camille abrió los ojos de par en par, separó los labios. Se acarició levemente el cuello, como queriendo verificar con ese gesto la cadencia de un pulso inexistente.
– Oh -dijo-. Eres afortunado, Simon. Muy afortunado.
– Es un maleficio -dijo él-. No una bendición. Lo sabes, ¿no es verdad?
Los ojos de ella centellearon.
– «Y Caín le dijo al Señor: mi culpa es demasiado grande para soportarla.» ¿Es más de lo que puedes soportar, Simon?
Simon se recostó en su asiento, dejando que el flequillo volviera a su lugar.
– Puedo soportarlo.
– Pero no quieres. -Recorrió el borde de la copa con un dedo enguantado sin despegar los ojos de Simon-. ¿Y si yo pudiera ofrecerte un modo de sacar provecho de lo que tú consideras un maleficio?
«Diría que por fin estás llegando al motivo por el que me has hecho venir aquí, lo cual ya es algo.»
Y Simon dijo en voz alta:
– Te escucho.
– Has reconocido mi nombre en cuanto lo has oído, ¿verdad? -dijo Camille-. Raphael me mencionó en alguna ocasión, ¿no es así? -Tenía un acento muy débil, que Simon no conseguía ubicar.
– Dijo que eras la jefa del clan y que él ejercía tus funciones durante tu ausencia. Que actuaba en tu nombre… a modo de vicepresidente o algo por el estilo.
– Ah. -Se mordió con delicadeza el labio inferior-. Aunque, de hecho, eso no es del todo cierto. Me gustaría contarte la verdad, Simon. Me gustaría hacerte una oferta. Pero primero tienes que darme tu palabra con respecto a una cosa.
– ¿Con respecto a qué?
– Con respecto a que todo lo que suceda aquí esta noche permanecerá en secreto. Nadie puede saberlo. Ni siquiera Clary, tu amiguita pelirroja. Ni ninguna de tus otras amigas. Ninguno de los Lightwood. Nadie.
Simon se recostó de nuevo en su asiento.
– ¿Y si no quiero prometértelo?
– Entonces puedes irte, si así lo deseas -dijo ella-. Pero de hacerlo, nunca sabrás lo que deseo contarte. Y será una pérdida de la que te arrepentirás.
– Siento curiosidad -dijo Simon-. Pero no estoy seguro de que mi curiosidad sea realmente tan grande.
Una chispa de sorpresa y simpatía iluminó los ojos de Camille y tal vez incluso, pensó Simon, también de cierto respeto.
– Nada de lo que tengo que decirte los atañe a ellos. No afectará ni a su seguridad ni a su bienestar. El secretismo es para mi propia protección.
Simon la miró con recelo. ¿Estaría hablando en serio? Los vampiros no eran como las hadas, que no podían mentir. Pero tenía que reconocer que sentía curiosidad.
– De acuerdo. Te guardaré el secreto, a menos que piense que algo de lo que me cuentas podría poner en peligro a mis amigos. En ese caso, la cosa cambia, no habría trato.
La sonrisa de Camille era gélida; era evidente que no le gustaba que desconfiasen de ella.
– Muy bien -dijo-. Me imagino que, necesitando tu ayuda como la necesito, pocas alternativas me quedan. -Se inclinó hacia adelante, su esbelta mano jugueteaba con el pie de la copa de vino-. He estado liderando el clan de Manhattan, sin problema alguno, hasta hace muy poco. Teníamos unos cuarteles generales preciosos en un viejo edificio del Upper East Side anterior a la guerra, nada que ver con ese hotel que parece un nido de ratas donde Santiago tiene ahora encerrada a mi gente. Santiago (o Raphael, como tú lo llamas) era mi subcomandante. Mi compañero más fiel, o eso creía. Una noche descubrí que estaba asesinando humanos, que los conducía hasta un viejo hotel de la zona latina de Harlem y bebía su sangre por puro divertimento. Dejaba sus huesos en el contenedor de la basura de fuera. Corría riesgos estúpidos, quebrantaba la Ley del Acuerdo. -Tomó un sorbo de vino-. Cuando decidí ponerle las cosas claras, comprendí que Santiago ya le había contado a todo el clan que yo era la asesina, que la transgresora era yo. Me había tendido una emboscada. Quería asesinarme para hacerse con el poder. Huí, acompañada únicamente por Walker y Archer a modo de guardaespaldas.
– ¿Y durante todo este tiempo ha dicho que hacía las veces de jefe sólo hasta que tú regresaras?
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