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Cassandra Clare: Ciudad de los ángeles caídos

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Cassandra Clare Ciudad de los ángeles caídos

Ciudad de los ángeles caídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro, escrito por Cassandra Clare, es el cuarto de la colección de Los Instrumentos Mortales. Es mucho más detallista que los anteriores y el final es espectacular pese a que hace visible que no es el último libro de la colección. Tiene de todo y te engancha desde el principio hasta el final, y es segun mi punto de vista incluso mejor que los anteriores. Contiene mucho misterio, acción, emoción y sentimiento, y está escrito de una manera que mezcla en uno la curiosidad y el sentimiento. Te hace sentir las cosas como si fueses uno de los protagonistas. Jace y Clary sin duda vuelven a acaparar la atención del lector, pero en ningun momento el libro se hace cansino o soso. Si os habeis leido los libros anteriores descubrireis que este es mucho mejor, y si os gusta os recomiendo que os leais "Shadow Web" de N.M. Browne. Son los dos libros escritos, sobre todo, para chicas jóvenes y recomiendo fuertemente que sean leidos en su idioma original: el ingles. El título original de "Ciudad de Ángeles Caidos" es "City of Fallen Angels" y merece la pena leerlo (es uno de los mejores libros de su estilo), sobre todo en ingles aunque en español no le falta la emoción, etc, del original; pero en España saldrá dentro de, más o menos, un año. Espero que os guste ya que a mi me ha encantado.

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– ¿Qué es eso?

Simon siguió la dirección de su mirada.

– Es el conde Blintzula.

– ¿El conde Blintzula?

Simon se encogió de hombros.

– Es la decoración de Halloween. El conde Blintzula es un personaje infantil. Igual que el conde Chocula, o el vampiro de «Barrio Sésamo». -Sonrió al ver que la chica no sabía de qué le hablaba-. Sí, el que enseña a contar a los niños.

Isabelle movió la cabeza de un lado a otro.

– ¿Me estás diciendo que hay un programa de televisión en el que sale un vampiro que enseña a contar a los niños?

– Lo entenderías si lo vieras -murmuró Simon.

– No, si la verdad es que, en realidad, tiene una base mitológica -dijo Isabelle, dispuesta a iniciar una disertación típica de una cazadora de sombras-. Hay leyendas que afirman que los vampiros están obsesionados por contarlo todo, y que si derramas un puñado de granos de arroz delante de ellos, se ven obligados a dejar lo que quiera que estén haciendo para ponerse a contarlos de uno en uno. No es verdad, claro está, igual que todo ese asunto de los ajos. Pero los vampiros no tienen por qué andar por ahí dando clases a niños. Los vampiros son terroríficos.

– Gracias -dijo Simon-. Pero esto no va en serio, Isabelle. Es sólo un conde. Y le gusta contar. La cosa es más o menos así: «¿Qué ha comido hoy el conde, niños? Una galleta de chocolate, dos galletas de chocolate, tres galletas de chocolate…».

La puerta del restaurante se abrió y entró una ráfaga de aire frío, junto con un nuevo cliente. Isabelle se estremeció y se envolvió en su pañuelo negro de seda.

– No me parece muy realista que digamos.

– Y qué preferirías, algo como «¿Qué ha comido hoy el conde, niños? Un pobre aldeano, dos pobres aldeanos, tres pobres aldeanos…».

– Calla. -Isabelle se anudó finalmente el pañuelo al cuello, se inclinó hacia adelante y cogió a Simon por la muñeca. Sus enormes ojos oscuros cobraron vida de repente, esa vida que únicamente cobraban cuando cazaba demonios o estaba pensando en ello-. Mira hacia allí.

Simon siguió la dirección de su mirada. Había dos hombres de pie junto a la vitrina de los productos de repostería: pastelitos recubiertos de azúcar glas, bandejas repletas de rugelach y galletas danesas rellenas de crema. Pero ninguno de los dos parecía interesado en la comida. Eran bajitos y su aspecto resultaba tan lúgubre que daba la impresión de que sus pómulos sobresalían como cuchillos de aquellos lívidos rostros. Ambos tenían el pelo gris y fino, ojos de color gris claro e iban vestidos con sendos abrigos de color pizarra, ceñidos con cinturón, que arrastraban hasta el suelo.

– ¿Qué crees que son? -preguntó Isabelle.

Simon entornó los ojos para mirarlos. Y los dos hombres se quedaron mirándolo a su vez, con los ojos desprovistos de pestañas, un par de agujeros huecos.

– Parecen malvados gnomos de la pradera.

– Son subyugados humanos -dijo Isabelle entre dientes-. Pertenecen a un vampiro.

– ¿Cuando dices «pertenecen» te refieres a…?

Isabelle emitió un bufido de impaciencia.

– Por el Ángel, no sabes nada de nada acerca de los de tu especie, ¿verdad? Ni siquiera sabes cómo se crea un vampiro.

– Me imagino que cuando una mamá vampiro y un papá vampiro se quieren…

Isabelle hizo una mueca.

– Venga, vamos, sabes de sobras que los vampiros no necesitan el sexo para reproducirse, pero me apuesto lo que quieras a que no tienes ni idea de cómo funciona la cosa.

– Pues claro que lo sé -replicó Simon-. Soy vampiro porque bebí de la sangre de Raphael antes de morir. Si bebes su sangre y mueres te conviertes en vampiro.

– No exactamente -dijo Isabelle-. Eres vampiro porque bebiste de la sangre de Raphael, después te mordieron otros vampiros y luego moriste. En algún momento del proceso tienen que morderte.

– ¿Por qué?

– La saliva de vampiro tiene… propiedades. Propiedades transformadoras.

– Qué asco -dijo Simon.

– No me vengas ahora con ascos. Aquí el que tiene la saliva mágica eres tú. Los vampiros se rodean de humanos y se alimentan de ellos cuando van escasos de sangre… como si fueran máquinas expendedoras andantes -comentó Izzy con repugnancia-. Cabría pensar que eso los debilitaría por falta de sangre, pero la saliva de vampiro tiene propiedades curativas: aumenta su concentración de glóbulos rojos, los hace más fuertes y más sanos y los ayuda a vivir más tiempo. De ahí que no sea ilegal que los vampiros se alimenten de humanos. En realidad, no les hacen daño. Aunque, claro está, de vez en cuando los vampiros deciden que les apetece algo más que un simple tentempié, que quieren un subyugado… y es entonces cuando empiezan a alimentar a los humanos que muerden con pequeñas cantidades de sangre de vampiro, para mantenerlos dóciles, para que se sientan conectados a su amo. Los subyugados adoran a sus amos y les encanta servirlos. Su único deseo es estar a su lado. Como cuando tú estabas en el Dumont. Te sentías atraído hacia los vampiros cuya sangre habías consumido.

– Raphael… -dijo Simon; su tono de voz era sombrío-. Si quieres que te diga la verdad, ya no siento una necesidad apremiante de estar con él.

– No, eso desaparece cuando te conviertes totalmente en vampiro. Los que veneran a sus amos y son incapaces de desobedecerlos son los subyugados. ¿No lo entiendes? Cuando volviste al Dumont, el clan de Raphael te vació por completo y moriste, y fue entonces cuando te convertiste en vampiro. Pero de no haberte vaciado, de haberte dado más sangre de vampiro, habrías acabado convirtiéndote en un subyugado.

– Todo esto es muy interesante -dijo Simon-. Pero no explica por qué ésos siguen ahí plantados mirándonos.

Isabelle les echó un vistazo.

– Te miran a ti. Tal vez sea porque su amo ha muerto y andan buscando a otro vampiro que quiera hacerse cargo de ellos. Podrías tener mascotas. -Sonrió.

– O -dijo Simon- tal vez hayan venido a comer unas patatas fritas.

– Los humanos subyugados no comen. Viven de una mezcla de sangre de vampiro y sangre de animal. Eso los mantiene en un estado de vida aplazada. No son inmortales, pero envejecen muy lentamente.

– Lo que es una verdadera lástima -dijo Simon, observándolos- es que cuiden tan poco su aspecto.

Isabelle se enderezó en su asiento.

– Vienen hacia aquí. En seguida nos enteraremos de qué es lo que quieren.

Los subyugados humanos avanzaban como si se desplazaran sobre ruedas. Era como si no dieran pasos, como si se deslizasen sin hacer ruido. Cruzaron el restaurante en cuestión de segundos y cuando llegaron a la mesa donde estaba sentado Simon, Isabelle había extraído ya de su bota un afilado estilete. Lo depositó sobre la mesa, con la hoja brillando bajo la luz fluorescente del local. Era un cuchillo de sólida plata oscura, con cruces grabadas a fuego a ambos lados de la empuñadura. Las armas diseñadas para repeler vampiros solían lucir cruces, partiendo del supuesto, se imaginaba Simon, de que la mayoría de los vampiros eran cristianos. ¿Quién se habría imaginado que ser seguidor de una religión minoritaria podía resultar tan ventajoso?

– Ya os habéis acercado demasiado -dijo Isabelle cuando los dos subyugados se detuvieron junto a la mesa, con los dedos a escasos centímetros del cuchillo-. Decidnos qué queréis, pareja.

– Cazadora de sombras -dijo la criatura de la izquierda hablando con un sibilante susurro-. No te conocíamos en esta situación.

Isabelle enarcó una de sus delicadas cejas.

– ¿Y qué situación es ésta?

El segundo subyugado señaló a Simon con un dedo largo y grisáceo. La uña que lo remataba era afilada y amarillenta.

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