Robert Crais
Los Ángeles requiem
A Ed Waters y Sid Ellis, que me han enseñado algo más que palabras.
Muchas personas han contribuido a la redacción de esta novela y a su publicación. Entre ellas figuran el inspector John Petievich, del Departamento de Policía de Los Ángeles (Sección de Fugitivos); el inspector Paul Bishop, del Departamento de Policía de Los Ángeles (Delitos Sexuales de la Zona Oeste de Los Ángeles); Bruce Kelton, abogado (director de los Servicios de Investigación Forense de Deloitte & Touche); Patricia Crais; Lauren Crais; Carol Topping (por las salidas con las chicas); Wayne Topping (por su paciencia); el doctor William Gleason; Andrea Malcolm; Jeffrey Gleason; April Smith; Robert Miller; Brian DeFiore; Lisa Kitei; Samantha Miller; Kim Dower; Gerald Petievich; Judy Chavez (por las clases de español); la doctora Halina Alter (por permitirme seguir adelante); Steve Volpe; y Norman Kurland.
Han contribuido de forma especial a este libro, sin cuya ayuda no existiría tal como es hoy: Aaron Priest, Steve Rubin, Linda Grey, Shawn Coyne y George Lucas. Gracias.
He recibido ayuda, ánimos e inspiración de muchas personas que han preferido permanecer en el anonimato. Entre esas criaturas secretas deseo mencionar a T. C, M. G. T. D., L. C. y Cookie. Me apunto a ir de patrulla por la noche, por donde sea y cuando sea.
Este libro no es sólo mío; también pertenece a Leslie Wells.
¿Sabes lo que es el amor?
(Me desangraría por ti.)
Tattooed Beach Sluts
Tengo a toda la ciudad en mis manos, y me basta con seguir haciéndome el tonto.
Nos despedimos con mucha educación. Ahora saluda al asesino que llevo dentro.
MC 900 Ft. Jesús
Mamá, mamá, mira
lo que han hecho conmigo los marines.
Me han hecho fuerte y esbelto,
me han enseñado el camino a seguir.
Canto de marcha de los marines
El motel Islander Palms
Joe Pike, agente uniformado del Departamento de Policía de Los Ángeles, oía la música aunque tenía el motor al ralentí y el aire acondicionado a temperatura de cámara frigorífica, y a pesar de que la radio chisporroteaba códigos de llamadas a otras unidades.
Las chicas latinas de la calle que se habían reunido ante las tiendas le dedicaban sus risitas mientras susurraban entre ellas cosas que las sonrojaban. En la acera se arremolinaban hombres de tez oscura, bajos y fornidos, que habían cruzado la frontera procedentes de Zacatecas y hacían visera con la mano para protegerse del sol mientras los más veteranos les hablaban de Sawtelle, en el Westside, donde podían encontrar trabajos por treinta dólares al día, en efectivo y sin preguntas. Estaban en el distrito de Rampart, al sur de Sunset, donde los guatemaltecos y los nicaragüenses se asaban al sol en plena acera junto con los salvadoreños y los mexicanos, y el aire estaba impregnado de un aroma de especias que se filtraba incluso hasta el interior del coche patrulla.
Pike vio desaparecer a las chicas de la calle como por arte de magia cuando su compañero salió rápidamente de la zona de tiendas. Abel Wozniak era un hombre grueso de cabeza cuadrada y ojos apagados de un gris oscuro. Tenía veinte años más que Pike, y también llevaba veinte años más recorriendo las calles. Al principio Pike le había considerado el mejor policía que había conocido en su vida, pero últimamente Wozniak tenía la mirada turbia. Llevaban dos años patrullando juntos, y sus ojos habían cambiado. Pike lo lamentaba, pero no podía hacer nada al respecto.
Y menos en aquel momento, cuando estaban buscando a Ramona Ann Escobar.
Wozniak se dejó caer en el asiento del conductor y acomodó la pistola que llevaba al cinto. Se moría de ganas de entrar en acción, aunque la tensión entre los dos fuera tan palpable. El confidente le había dado la información que necesitaba.
– DeVille está en el motel Islander Palms.
– ¿Tiene a la niña?
– Mi contacto asegura haber visto a una niña, pero no sabe si sigue con él.
Wozniak arrancó bruscamente y el coche se alejó del bordillo con una sacudida. No comunicaron un código tres. Ni luces ni sirena. El Islander Palms quedaba a menos de cinco manzanas, en Alvarado Boulevard, justo al sur de Sunset. No valía la pena avisar.
– Woz, ¿tú crees que DeVille puede hacerle daño?
– Ya te he dicho lo que creo: un pervertido de mierda como ése sólo se merece una bala entre ceja y ceja.
Eran las doce menos veinte de un martes por la mañana. A las nueve y veinte, una niña de cinco años llamada Ramona Ann Escobar jugaba cerca del puesto de barcas de Echo Park cuando su madre, emigrante legal guatemalteca, se había dado la vuelta para hablar con unas amigas. Los testigos habían visto por última vez a Ramona en compañía de un hombre que al parecer era Leonard DeVille, conocido pedófilo al que se había visto merodear tanto por aquel parque como por el de MacArthur durante los tres últimos meses. Al recibir el aviso de la desaparición de la niña, Wozniak se había puesto en contacto con sus soplones. Llevaba tanto tiempo recorriendo las calles que conocía a todo el mundo y sabía cómo encontrar a quien fuera. Su red de informadores era una auténtica mina que Pike valoraba, respetaba y conservaba, aunque tampoco en ese caso podía hacer nada.
Se quedó observando a Wozniak hasta que éste fue incapaz de seguir soportando su mirada y volvió la cabeza. Estaban a cuarenta segundos del Islander Palms.
– ¿Qué pasa, joder?
– Aún no es demasiado tarde, Woz.
Wozniak volvió a fijar la vista en la calzada, con el rostro tenso.
– Ya te lo he dicho, Joe. Deja el asunto. No voy a seguir hablando de eso.
– Lo que he dicho, lo he dicho en serio.
Wozniak se humedeció los labios.
– Tienes que pensar en Paulette y en Evelyn -añadió Pike.
Al oír los nombres de su esposa y de su hija, Wozniak clavó sus ojos apagados en Pike. Era una mirada sin fondo, peligrosa como una nube que amenaza tormenta.
– He pensado mucho en ellas, Pike. ¿Qué te crees?
A Pike le pareció que los ojos de su compañero recuperaban su brillo por un instante, pero Wozniak sacudió los hombros como si quisiera deshacerse de sus sentimientos y señaló el edificio que tenían delante.
– Ahí está. Ahora cierra el pico de una puta vez y pórtate como un poli.
* * *
El Islander Palms era un motelucho de mala muerte de paredes blancas estucadas: dos pisos enmoquetados, amueblados con camas cubiertas de sábanas sucias y decorados con palmeras de neón que resultaban horteras incluso en Los Ángeles, todo ello en un edificio en forma de ele construido en torno a un estrecho aparcamiento. Los clientes habituales eran putas que utilizaban habitaciones por horas, pornógrafos de tres al cuarto que grababan vídeos «de aficionados» y gentuza que se había largado de algún sitio sin pagar el alquiler y necesitaba dormir en algún lugar mientras encontraba otro casero al que estafar.
Pike entró tras Wozniak en el despacho del encargado, un hindú escuálido de ojos llorosos.
– No quiero problemas, por favor -fue lo primero que les dijo.
Wozniak tomó la iniciativa.
– Estamos buscando a un hombre que va con una niña pequeña. Se llama Leonard DeVille, pero puede que haya utilizado otro nombre.
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