Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Robert Crais El último detective Título original The Last Detective Elvis - фото 1

Robert Crais

El último detective

Título original: The Last Detective

Elvis Cole – #9

Traducción: Carlos Mayor

Para Wayne Warga, que mantuvo el puesto a

pesar del intenso ataque enemigo y no titubeó ni

siquiera cuando fue objeto de una invasión.

Agradecimientos

Me gustaría expresar mi agradecimiento a las siguientes personas por sus aportaciones:

Eli y Tara Lucas, patrones del Emydon, que zarpa de Petersburg (Alaska), quienes me proporcionaron información sobre la pesca comercial y el oso pardo alasqueño, y, sobre todo, me permitieron compartir la riqueza de sus vidas.

Kregg P. J. Jorgenson y Kenn Miller me ayudaron a comprender a fondo al cuerpo de Rangers del ejército estadounidense, sus operaciones y las misiones de las patrullas de reconocimiento de largo alcance (las LRRP o lurp) durante la guerra de Vietnam. Gary Linderer también aportó información. Las libertades que me he tomado con la realidad (por ejemplo, la utilización del término «uh») son responsabilidad mía, lo mismo que cualquier error histórico.

El doctor Randy Sherman, catedrático y jefe del departamento de Cirugía Plástica y Reparadora de la facultad de Medicina de la Universidad del Sur de California, me aportó información, ilustraciones y consejos (a primera hora de la mañana) sobre heridas, traumatismos y métodos de recuperación. Joe Pike no podría haber tenido un mejor cirujano a su disposición.

Elyse Dinh-McCrillis se encargó de las traducciones al vietnamita.

El inspector de nivel 3 jubilado de la policía de Los Ángeles, John Petievich, me abrió las puertas de la Unidad de Desapariciones de su departamento.

También quiero demostrar mi agradecimiento a Aaron Priest. Jason Kaufman, Steve Rubin y Gina Centrello fueron de gran utilidad y demostraron una paciencia que no sería razonable esperar de nadie. Gracias.

La fe de Pike

Angoon (Alaska)

La fría agua alasqueña tiraba de las barcas de pesca que ocupaban todo el muelle luchando por soltarlas de los amarraderos, que les impedían navegar en libertad con la marea. El agua del pequeño puerto de Angoon, un pueblecito pesquero de la costa occidental de la isla Admiralty, en la zona del sureste de Alaska, era de un negro metálico bajo las nubes y la lluvia que la rizaba, pero aun así resultaba clara, semejante a una ventana situada por debajo de los pilotes consumidos que daba a un mundo de estrellas de mar anchas como cubos de basura, medusas del tamaño de pelotas de baloncesto y percebes pesados como puños de estibador. Así era Alaska, tan rebosante de vida que podía llenar a un hombre y levantarlo por los aires, e incluso, quizá, devolverle la vida a un muerto.

Un indio tlingit llamado Elliot MacArthur miraba a Joe Pike, que metió su talego en un esquife de fibra de vidrio de cuatro metros. Se lo había alquilado a MacArthur, que se había puesto a tocar con la punta del pie, en un gesto nervioso, la funda del rifle de su cliente.

– No me había dicho que iba por esos osos. Subir solo hasta ese bosque no tiene demasiado sentido. No quiero perder la barca.

Pike sujetó el talego entre los bancos del esquife y después descolgó la funda del arma. Aquel día había elegido un Remington modelo 700 de acero inoxidable con cartuchos 375 magnum Holland & Holland. Era un rifle potente y pesado para compensar el fuerte retroceso. Pike levantó la funda con el brazo malo, y en el acto sintió una dolorosa punzada. Cambió el peso al brazo bueno.

A MacArthur no le gustó nada aquella historia del brazo.

– A ver, amigo. Ir por el oso con un brazo lesionado también es una idea absurda. Se lleva usted mi barca y se va solo, y ahí arriba hay un oso enorme. Tiene que ser muy grande, a juzgar por lo que le hizo a esa gente.

Pike sujetó la funda del rifle al talego y pasó a comprobar el nivel de combustible. Iba a ser un largo viaje, desde Angoon hasta la bahía de Chaik, donde se habían producido los mortíferos ataques.

– Le conviene pensárselo dos veces. Da igual que las familias hayan ofrecido recompensas, no vale la pena dejarse matar por eso.

– No voy a perder su barca.

MacArthur no estaba seguro de si le había insultado o no. Pike terminó de comprobar el equipo y salió de la barca. Una vez en el muelle, sacó diez billetes de cien dólares de la cartera y se los ofreció a MacArthur.

– Tenga. Ya no hace falta que siga preocupándose.

MacArthur se puso colorado y se metió las manos en los bolsillos.

– Vamos a dejarlo. La ha alquilado y es toda suya. Me está haciendo quedar como un avaro y eso no me gusta nada.

Pike se guardó el dinero y se metió en el esquife, manteniendo el centro de gravedad. Soltó las amarras.

– Amárrela cuando llegue a Chaik -dijo MacArthur-. Marque un árbol con esa cinta naranja para que pueda encontrarle si tengo que ir en su busca.

Pike asintió.

– ¿Quiere que llame a alguien? Quiero decir si es que hace falta ponerse en contacto con alguien.

– No.

– ¿Seguro?

Pike se alejó del muelle sin contestar en dirección a aguas más profundas, con el brazo malo pegado al cuerpo.

La llovizna se convirtió en goterones y después en una niebla baja. Pike se subió la cremallera del anorak. Una familia de focas le contempló al pasar desde su pedestal, un promontorio rocoso. Más allá, en pleno canal, unas ballenas jorobadas echaban chorros de agua mientras una de ellas levantaba hacia el cielo la enorme cola. Pike sólo pensaba en una cosa: la calma perfecta y fascinante que aguardaba en las profundidades.

Se frotó el hombro lesionado. Le habían pegado dos tiros en la parte alta de la espalda hacía casi ocho meses ya. Las balas le habían hecho añicos el omóplato y los fragmentos oseos le hablan acribillado el pulmón izquierdo y los músculos y los nervios de la zona igual que metralla. Por poco no había salido de aquélla, pero al final había sobrevivido y se había marchado al norte a recuperarse. Trabajaba en los barcos cangrejeros de Kamchatka que zarpaban de Dutch Harbor y en los pesqueros que salían de Petersburg. Pescaba pez sable y halibut con palangre y, si los miembros de las tripulaciones de las embarcaciones en que trabajaba veían las cicatrices que surcaban su pecho y su espalda, ninguno preguntaba por su origen. Aquello también era típico de Alaska.

Pike se dirigió hacia el norte durante cuatro horas a una velocidad constante de seis nudos, hasta alcanzar una bahía circular a la entrada de la cual había dos islotes. Echó un vistazo al mapa y después comprobó otra vez su posición en un GPS de mano. Sí, aquél era el lugar. La bahía de Chaik.

Las fuertes arremetidas del canal dieron paso a unas aguas lisas como el cristal rotas únicamente por la cabeza de una solitaria foca blanca. El fondo se elevó cuando Pike redujo la velocidad y se acercó a la orilla. Enseguida empezaron a aparecer los primeros animales muertos: unos salmones largos como el brazo de un hombre flotando a merced de la corriente, procedentes del riachuelo. Sus cadáveres estaban manchados y desgarrados, abiertos en canal. Cientos de gaviotas picoteaban los restos que el agua había depositado en la orilla; en las copas de los árboles se habían apostado unas águilas de cabeza blanca, que observaban con envidia a las gaviotas. El olor a pescado podrido era cada vez más intenso.

Pike apagó el motor, dejó que el esquife se deslizara hasta la playa rocosa y después se metió en el agua que le llegaba hasta las rodillas. Arrastró la barca para alejarse lo suficiente de la marca dejada por la marea y luego la ató a una rama de cicuta que señaló con la cinta naranja, tal como le había pedido Elliot MacArthur.

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