© Plutón Ediciones X, s. l., 2020
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I.S.B.N: 978-84-18211-04-1
Prólogo a la presente edición: El Mensajero y el Mensaje
Hace ya algunos años que salió al público la primera versión de El Poder de los Ángeles como texto alimentario, propuesto por un autor con más de cuarenta seudónimos, encargado por un corrector, que los ángeles debidos tengan a su amparo, y hecho libro por un editor de dudosa moral económica cuyo ángel custodio intenta llevarlo por un sendero que el editor no piensa recorrer, pero que, con todos sus defectos y virtudes, que alguna ha de tener, el mensaje llegó a miles de lectores en todo el mundo hispanoparlante, e incluso ha tenido varias reimpresiones al margen de los derechos de autor, como sucede en todos estos casos.
El mensajero, o autor, de El Poder de los Ángeles, Rubén Díez Zamora, vuelve a transmitir el Mensaje que sus musas, seres de luz, o su Ángel Custodio (Uriel) le han inspirado, encontrando una nueva editorial, en este caso Plutón Ediciones, que llevará a otros miles de lectores una obra sencilla y positiva que sin duda encenderá más de una vela con la chispa divina que todos llevamos dentro.
Por increíble que parezca, la presente obra ha influido en muchas otras creaciones, copiada, transmutada, arreglada, algunas veces citada o como simple inspiración para que otros autores y escritoras, con seudónimo o con nombre propio, se hayan hecho eco del Mensaje: todos los seres son mucho más de lo que parecen, y esta realidad no es la única en la que vivimos y existimos.
Hay algo más, todos lo sabemos y todos lo sentimos, pero no sabemos qué es exactamente, y eso da lugar a todo tipo de ideas, pensamientos, reflexiones, creencias, supersticiones, elucubraciones y, por supuesto, permite que algunas religiones que aprovechan el sentimiento y la intuición de que hay algo más, para manipular y medrar en favor de sus intereses, pero aún así, con bondad, maldad o interés pecuniario, el Mensaje se expande: somos parte eterna y sublime del universo, tanto material como espiritualmente.
El texto presente tiene muy pocas modificaciones con respecto al original, simplemente ha sido revisado para subsanar premuras del pasado. La esencia es la misma, el mensajero es el mismo a pesar de sus múltiples personalidades literarias, y el Mensaje se mantiene firme: sin luz no hay sombras posibles.
Espero que disfrute de su lectura y que a su vez se convierta en un Mensajero más del Mensaje: a pesar de los pesares no estamos solos, porque de verdad hay seres de luz que nos acompañan siempre.
Dr. Javier Tapia
Introducción: Entre la tierra y el cielo
¿Qué hay entre el cielo y la tierra? Aire, simple y llanamente, aire. Pero qué hay entre el Cielo y la Tierra, es decir, entre ese cielo que siempre hemos contemplado con mística fascinación desde nuestra vida terrenal.
También podríamos decir, copiando la tradición bíblica, que entre el Cielo y la Tierra hay Siete Cielos, y que en cada uno de ellos existe todo un mundo poblado por ángeles buenos, ángeles malos, pecadores que están siendo castigados, como dijo Enoch, o bien hombres justos que están siendo premiados con el maná celestial, como dijo Ezequiel. Pero, a primer golpe de vista, entre el Cielo y la Tierra no hay más que aire.
El hombre, desde un punto de vista racional, no es otra cosa que un primate superior, un animal más, un simple habitante de este planeta. Si lo miramos a través del microscopio, no es más que un conjunto de células más o menos contaminado por virus y bacterias.
Desde un punto de vista mágico puede verse como un diamante en bruto, como un ser poderoso por descubrir.
Desde un punto de vista religioso, el hombre puede ser un ángel en potencia, un demonio en ciernes, un simple y mortal juguete de los dioses, un pecador más, o un ser involucionado que está en camino de obtener sus alas.
Pero, desde un punto de vista materialista, el hombre no es más que un conjunto de vísceras más o menos organizadas que comen y excretan, sin más sentido que seguir la cadena alimentaria de la naturaleza.
Por supuesto, podemos ir un poco más allá y descubrir que, independientemente de la animación de la células, el hombre está principalmente compuesto de moléculas de carbono y agua. Hidrógeno, oxígeno, carbono, hierro, nitrógeno, calcio, elementos naturales al fin y al cabo, átomos de materia común y corriente, sin más.
El hombre no es nada más que eso: unas cuantas moléculas ordenadas sobre un inmenso vacío, organizadas y animadas por ese extraño misterio que denominamos vida.
El elemento más pequeño de su constitución es el hidrógeno, con un solo electrón dando vuelta alrededor del núcleo. No hay ningún elemento conocido más simple dentro de la naturaleza.
El hidrógeno, por tanto, parece ser el origen de la creación, y, consecuentemente, del hombre. Está formado de un electrón y un núcleo, en el núcleo hay un protón y un neutrón. Hasta hace pocos años se creía que no había nada más pequeño y que no se podía encontrar nada más allá en este sentido, pero poco a poco se han ido descubriendo fragmentos más pequeños del átomo, como los positrones y los neutrinos, hasta llegar a los quarks, y es muy posible que a medida que la técnica avance se vayan descubriendo fragmentos elementales más y más pequeños, hasta llegar prácticamente a la nada.
Bien, el conocimiento humano no llega más allá, y por eso, detrás del neutrino más pequeño nos queda la pregunta de siempre: ¿qué hay antes del neutrino? ¿quién creó el neutrino? ¿de dónde salió el neutrino? Algunos responden, de una o de otra manera, que detrás de todo esto está, o debe de estar, la fuerza mística y vital que mueve todo el universo, y que muchos denominan Dios.
No hablo del Dios personal ni del Dios patriarcal al que se refieren tan a menudo las religiones; no, en este momento me estoy refiriendo al eterno inconmovible, a la fuerza inconcebible, al sin nombre, sin forma ni personalidad, al que es todo luz y todo esencia, al Dios que no podemos entender ni acceder por mucho que lo intentemos; ese que está más allá de toda creencia y de toda vida, de todo conocimiento y de toda sabiduría, al que no se le reza ni se le pide, al que no se le teme ni se le rinde pleitesía, al que forma parte del todo y de la nada, al que sustenta a los dioses que creemos conocer, y que ni los mismos dioses conocen ni entienden.
Desde este hipotético punto de vista, entre el Cielo y la Tierra hay miles de millones de mundos paralelos, miles de millones de distintas dimensiones ocupando exactamente el mismo punto, en el mismo tiempo y en el mismo espacio, compartiendo la misma eternidad, por increíble que parezca.
No se trata de inventar lenguajes, como Carlos Castañeda, para redescubrir los viajes astrales dentro de la «segunda atención», se trata simplemente de las posibilidades esotéricas y físicas que componen nuestro amplio y complejo universo.
Las ciencias, a pesar de su aparente acartonamiento, no hacen otra cosa que buscar las mismas respuestas que las religiones han perseguido siempre: descubrir el misterio de la vida y de la naturaleza.
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