Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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Me abrió una mujer robusta de poco menos de sesenta años.

– ¿Es usted el señor Cole?

– El mismo. ¿La señora Acuna?

Se dio cuenta de que Pike ya estaba subiendo las escaleras.

– No ha vuelto. Espere, voy a por la llave y les abro.

– Frank nos ha dado una llave. Es mejor que espere aquí.

Frunció el ceño y volvió a mirar a Pike.

– ¿Por qué no quieren que suba? ¿Creen que hay algo malo ahí arriba?

– No, señora, pero si vuelve Karen no me gustaría nada que al entrar en casa se encontrara con un par de desconocidos. Quédese y vigile. Si aparece mientras estamos arriba, explíquele lo que pasa y suba con ella -le solté. Toda una mentira bien elaborada.

Pike no me había esperado. Oí cómo se abría la puerta de Karen.

Le dediqué una última sonrisa a la señora Acuna y subí los escalones de tres en tres para entrar en el piso de Karen tras los pasos de Joe. Estaba en el centro del salón, y con el índice levantado me indicaba que me detuviera. Con la otra mano empuñaba la pistola. Llevaba la Cok Python del 357 mágnum con cañón de cuatro pulgadas. Si se empleaba munición gruesa, era capaz de atravesar el bloque de un motor. Pike utilizaba munición gruesa.

Recorrió el corto pasillo en dirección al único dormitorio y reapareció casi de inmediato. La Python había desaparecido.

– Nada.

A veces uno no debe quedarse callado.

– Oye, esto es bastante paranoico.

El piso de Karen García estaba muy bien amueblado, lo que contrastaba con el alquiler que debía de pagar. Un mullido sofá de piel y dos sillas a juego dominaban el salón. Había un escritorio moderno situado bajo dos ventanas, de modo que Karen disfrutara de la vista de la calle; encima había libros de texto de psicologia, bien ordenados, además de tres novelas de Tami Hoag, una de esas monjas de juguete a las que hay que darles cuerda y un teléfono y contestador automático de AT &T. La luz roja de los mensajes parpadeaba. En la pared junto a la ventana colgaba una fotografía enmarcada de Karen, con una corona de papel bastante ridícula en la cabeza y una copa de vino en la mano. Estaba descalza y sonreía.

– ¿Prefieres los mensajes o el resto del piso? -pregunté.

– El resto del piso.

Todos los mensajes eran del padre de Karen, menos el mío y uno de un tal Martin que le preguntaba si quería ir con él a una quebradita . Martin tenía acento latinoamericano y una voz agradable. Tras escuchar los mensajes registré los cajones y encontré una agenda Rolodex. Pensé que se la llevaríamos a Frank para ver a quién conocía, y que en caso necesario llamaríamos a todos y cada uno de los números para ver si encontrábamos a alguien que supiera dónde estaba Karen.

– Vaqueros encima de la cama, sandalias por el suelo -me informó Pike al salir del dormitorio-. El cepillo de dientes sigue en el baño. Fuera adonde fuera, no tenía previsto quedarse.

Uno se lleva el cepillo de dientes si va a dormir fuera. Si lo deja, es que tiene la intención de volver.

– Vale. Se puso el equipo de ir a correr y dejó lo demás, porque tenía pensado volver a cambiarse luego.

– Eso es lo que parece.

– ¿Has visto alguna nota o alguna agenda que indique qué planes tenía?

En lugar de contestar, Pike volvió a levantar el dedo y se acercó rápidamente a la puerta.

– Viene alguien.

– La señora Acuna.

– Alguien más corpulento.

Nos colocamos a ambos lados de la puerta y un hombre robusto y rubicundo vestido con un traje gris llegó hasta el umbral y se quedó mirándonos. Tras él aparecieron dos agentes de uniforme del Departamento de Policía de Los Ángeles. El hombre nos miró sorprendido y metió una mano por debajo de la chaqueta.

– ¡Policía! Apártense de la puerta y colóquense en el centro de la habitación. ¡Rápido!

Sacó de repente la Beretta del 9 reglamentaria de la policía de Los Ángeles mientras los otros dos agentes desenfundaban también sus armas. Abajo, en el patio, la señora Acuna gritó algo, pero nadie la escuchó.

– Calma -les pedí-. Trabajamos para Frank García, el padre de la chica.

Tanto el inspector como los dos agentes nos apuntaban con sus armas. Uno de los dos era joven y parecía que se le fueran a salir los ojos de las órbitas, como a un pequinés. Si hubiera estado en el pellejo del inspector, me habrían dado más miedo aquellos dos tipos que nosotros.

– ¡Apártense de la puerta y colóquense en el centro! -gritó-. ¡Con las manos separadas del cuerpo!

Le obedecimos. Empujó la puerta con el pie y cruzó el umbral. Los dos agentes se separaron para apuntarnos desde los flancos.

– Me llamo Cole. Somos detectives privados y trabajamos para el padre.

– ¡Silencio!

– Tengo la licencia en la cartera. Nos ha contratado su padre hace un par de horas. Llámele. Pregúntele a la señora que vive abajo.

– ¡Cállate de un puta vez y deja las manos quietas donde las vea bien!

El inspector ordenó a uno de los agentes que fuera a ver a la vecina. Después se acercó, me sacó la cartera y echó un vistazo a la licencia. Me extrañó que estuviera tan nervioso. Quizá tampoco a él le gustaba mi camisa.

Fue hasta el teléfono con la cartera, marcó un número sin quitarme los ojos de encima y farfulló algo que no alcancé a entender.

– Hemos entrado con una llave que nos ha dado el padre, y porque él nos lo ha pedido. ¿Podemos relajarnos un poco?

– Eh, Holstein, no pasa nada -anunció uno de los agentes tras volver a entrar en el piso-. Dice que el padre la ha llamado y le ha dicho que iban a venir.

Holstein asintió, pero la tensión no desaparecía.

– ¿Podemos bajar las manos, o es que te gusta mirarnos los sobacos?

– Vale, listillo, podéis relajaros. Vamos a quedarnos un buen rato.

Pike y yo bajamos las manos. Al parecer Frank se había puesto tan pesado que el distrito de Hollywood había decidido mandar a alguien.

– Me extraña que os hayáis movilizado tan pronto. Sólo hace un día que ha desaparecido.

Holstein me estudió con esa mirada vacía de los polis y se sentó en el borde del escritorio.

– Ya ha aparecido. Hace una hora encontraron el cadáver de Karen García en Lake Hollywood.

Me quedé sin aliento. Tal vez Joe Pike se quedó agarrotado. O quizá se inclinó hacia delante unos centímetros. Yo no noté nada.

– Holstein… ¿Estás seguro? -pregunté.

El patio se llenó de voces que hablaban con la inconfundible cadencia de la policía. Oí el llanto de la señora Acuna. Me senté en el sofá de cuero y me quedé mirando la fotografía de Karen García, con la corona de papel.

– ¿Joe?

No contestó.

– ¿Joe?

* * *

Abril, tres meses antes de los sucesos del motel Islander Palms

– Estoy estudiando primero de Desarrollo Infantil en la UCLA y trabajo media jornada en la guardería -explicó Karen García. Debía de medir unos treinta centímetros menos que Pike, que procuraba mantenerse alejado de ella, le habían avisado de que solía acercarse demasiado a la gente, lo cual resultaba incómodo. Se apartó. Karen pidió a uno de los niños-: Daniel, quédate con los demás, por favor. Tengo que hablar con el señor policía.

Daniel sacó la lengua, emitió un ruido que parecía el del motor de un avión, y volvió volando al grupo. El agente de patrulla Joe Pike ya había anotado en su cuaderno que había once niños, de tres a cinco años, al cuidado de la señorita García. El otro encargado del grupo, un joven delgado con gafas redondas y pelo rizado, se llamaba Joshua y parecía nervioso, pero Pike sabía que la gente solía ponerse tensa cuando hablaba con la policía. Por lo general no quería decir nada.

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