Ángeles Mastretta - Arráncame La Vida

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Cuando Catalina conoce al general Andrés Asensio, todavía es una muchacha que lo ignora todo de la vida. Él, en cambio, es candidato a Gobernador del Estado de Puebla, y sabe muy bien cuáles son sus objetivos de cacique. A las pocas semanas se casan. Pero Catalina, mujer apasionada e imaginativa, descubre muy pronto que no puede aceptar el modo de vida que le impone la nueva situación y no acepta vivir sin amor.

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Doña Herminia era una mujer delgada de ojos profundos y mandíbula hacia adelante. Tenía el pelo blanco y escaso, se lo recogía atrás en un chongo sin mucha gracia. Estaba acostumbrada a la pobreza, pero cuando su hijo se volvió importante, no tardó nada en acostumbrarse a la buena vida. Nunca quiso salir de Zacatlán.

Andrés le compró una casa frente al zócalo. La fachada era de piedra y los balcones tenían unos herrajes que los antiguos dueños habían llevado de Francia. Cada pareja y cada nieto tenia su recámara en esa casa, quién sabe para qué, porque como doña Herminia no era precisamente cálida, la visitaban poco sus nietos, ya no se diga sus hijos que andaban de arriba para abajo haciéndose importantes. A Andrés le gustaba pasar temporadas cortas en Zacatlán. Se iba a meter a la casa de cantera para que su mamá lo cuidara todo lo que no lo pudo cuidar y consentir de niño. Yo mejor no iba para no estorbar el romance. Además a mí nunca me gustó Zacatlán, siempre estaba lloviendo y me deprimía.

Ni un pueblo dejamos sin visitar. Andrés fue el primer candidato a gobernar que hizo una campaña así. No le quedaba más remedio, Aguirre fue el primer candidato a presidente que recorrió todo el país.

Me gustó la campaña. A pesar de lo arbitrario que ya era el general, entonces todavía estaba cerca, todavía parecía gente normal. Quiero decir, conversaba sin perder el hilo, de repente besaba a alguna de sus hijas, y todos los días antes de acostarnos me preguntaba si lo había hecho bien, si yo creía que la gente lo quería, si tenia éxito, si estaba yo dispuesta a acompañarlo en su trabajo de gobernante.

Una vez intentó copiarle al general Aguirre eso de pasar horas y horas oyendo a los campesinos. Fue en Teziutlán, otro pueblo de la sierra. Le pusieron una tarima y hasta ahí subían los indios con sus problemas, que si les faltaban bueyes, que si un tipo les quitaba la tierra que la Revolución les había dado, que si no les había tocado tierra de la que dio la Revolución, que si no querían que sus hijos crecieran como ellos. Le contaban sus vidas y le pedían cosas como si fuera Dios.

Sólo un día soportó Andrés esa tortura. A la mañana siguiente desde el baño mentó madres contra las necias costumbres del general Aguirre y me preguntó si no me parecía que cada quien tuviera su estilo. Por supuesto, dije que sí. Los mítines se volvieron breves, el de Tehuacán duró sólo una hora. Después nos fuimos a nadar a El Riego, un rancho con aguas termales en el que a veces vacacionaba el general Aguirre.

Por fin llegaron las elecciones. Fui a votar con Andrés. Al día siguiente salimos en el periódico tomados de la mano frente a la urna. No había nadie más por quién votar, así que las elecciones fueron pacificas, aunque no puede decirse que multitudinarias. Ese domingo las calles estuvieron medio vacías, la gente salió temprano a misa y luego se metió a sus casas sin hacer mucho ruido. Votaron los obreros de la CTM y los burócratas, quizá también uno que otro despistado, pero nada más. Claro que con eso tuvo Andrés para entrar legítimamente al Palacio de Gobierno y tomar posesión.

Ahora oigo que los poblanos dicen que no sabían lo que les esperaba, que por eso no movieron un dedo en contra, yo creo que de todos modos no hubieran hecho demasiado.

Era gente metida en sus casas y sus cosas, casi les podía caer un muerto encima que si se arrimaban a tiempo y caía junto, no hablaban de él.

Los primeros tiempos del gobierno fueron divertidos. Todo era nuevo, yo tenía una corte de mujeres esposas de los hombres que trabajaban con Andrés. Checo jugaba a que era el gobernadorcito y las niñas iban a todos los bailes a llamar la atención. Nuestro general nos veía gozarla y creo que le daba gusto. Quizá por eso nos llevó a la inauguración del manicomio de San Roque, un lugar donde encerraban mujeres locas. Después de cortar el listón y echar el discurso, dijo que llevaran una marimba y organizó baile ahí dentro. Las locas estaban muy elegantes con unas batas color de rosa y se pusieron felices con la música. Andrés bailó con una muy bonita que estaba ahí por alcohólica, pero hacía rato que no bebía, así que se la pasaba lúcida en medio de un montón de mujeres clavadas en la niñez o seguras de que alguien las perseguía o pasando de la euforia a la depresión. Con todas bailó el gobernador, también conmigo que no me sentía mal entre ellas, hasta pensé que uno podría descansar ahí.

De repente Andrés ordenó que se callara la marimba y me presentó como la presidenta de la Beneficencia Pública. San Roque dependería de mí al igual que la Casa Hogar y algunos hospitales públicos.

Me puse a temblar. Ya con los hijos y los sirvientes de la casa me sentía perseguida por un ejército necesitando de mis instrucciones para moverse, y de repente las Locas, los huérfanos, los hospitales. Pasé la noche pidiéndole a Andrés que me quitara ese cargo. Dijo que no podía. Que yo era su esposa y que para eso estaban las esposas: -No creas que todo es coger y cantar.

Al día siguiente fui a la Casa Hogar. Se llamaba muy elegante pero era un pinche hospicio mugroso y abandonado. Los niños andaban por el patio con los mocos hasta la boca, a medio vestir, sucios de meses. Los cuidaban unas mujeres que apenas podían decir su nombre y que no distinguían entre los traviesos y los retrasados mentales. Los tenían a todos revueltos. Los bebés dormían en una hilera de cunas de fierro con colchones mil veces orinados. Había recién nacidos entre ellos y tenían contratadas unas nodrizas que iban dos veces al día a darles la leche que les quedaba en unos pechos enflaquecidos.

Las corrí. A ellas y a las cuatro brujas que cuidaban a los niños.

Entonces un médico que parecía muy enterado tuvo a bien reclamarme.

– Se pueden morir estos niños si toman leche de vaca -dijo.

– Estarán mejor muertos que aquí -le contesté.

¿Quién podría parar mis obras de misericordia? Mi marido, claro. En la tarde me dijo que estaba yo exagerando, que ni un centavo extra para el hospicio o los hospitales y que las Locas ya tenían bastante con su edificio.

– Pero si ya fui a ver y no tienen camas dije.

– Nunca han dormido más arriba del suelo esas mujeres -me contestó. ¿Tú crees que hay locas ricas ahí? Las ricas andan en la calle.

– Y contigo -le contesté.

En la mañana había pasado al Nuevo Siglo por un vestido para Verania y la dependiente me preguntó qué me había parecido el mantón de Manila que antier me había comprado el general. Dije que bellísimo mirando la cara de horror del dueño que siempre sabía a dónde iban las compras de Andrés Ascencio. El mantón se lo habían mandado a una señora en Cholula. Pensé no hablarle de eso pero no me aguanté. De todos modos se hizo el que no entendía y dejó el asunto ahí.

Llamé a sus hijas para proponerles que me ayudaran a organizar bailes, fiestas, rifas, lo que pudiera dar dinero para la Beneficencia Pública. Aceptaron. Se les ocurrió todo, desde una premier con Fred Astaire hasta un baile en el palacio de gobierno. Durante un tiempo no supe cómo iban las locas ni los enfermos ni los niños, me dediqué a organizar fiestas. Por fin creo que hasta se nos olvidó para qué eran.

Nada más porque Bárbara mi hermana cumplía con su papel de secretaria fuimos a entregarles las camisetas y los calzones a los niños, las camas a las loquitas, las sábanas a los hospitales. San Roque estaba muy limpio cuando llegamos, las mujeres pasaron en fila a darnos las gracias. Sus batas rosas se habían ido destiñendo y de día eran más feas sus caras. Todavía estaba ahí la jovencita que inició el baile con Andrés y una que me contó que su hermano la había encerrado para quedarse con su herencia. Las invité a quedarse junto a nosotras. Cuando se acabó la celebración, nada más las saqué de ahí sin ningún trámite. Nadie preguntó nunca por ellas.

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