Ángeles Caso - Contra El Viento

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Premio Planeta 2009.
La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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Ángeles Caso Contra El Viento Mi madre Siempre he envidiado a quienes - фото 1

Ángeles Caso

Contra El Viento

Mi madre

Siempre he envidiado a quienes sienten que tienen el control de sus vidas. A quienes pueden afirmar, llenos de satisfacción, que ellos mismos han ido construyendo su existencia, paso a paso, colocando los aciertos junto a los errores, depositándolos muy unidos, las buenas experiencias al lado de las malas, la felicidad sobre el dolor, como si levantasen una sólida fortaleza allá en lo alto de las rocas, inexpugnable y firme. Una existencia dominada por los propios designios y una férrea voluntad, fluyendo por las venas como sangre. Y, dentro de las tripas, la entereza.

Para mí en cambio la vida es algo exterior. Algo semejante a una neblina que fluye a mi alrededor, marcando su propio ritmo, obligándome a comportarme de una manera determinada, sin que yo pueda apenas tomar ninguna decisión. No doy pasos conscientes, regidos por la razón y un luminoso objetivo a lo lejos, parpadeando en el futuro como un faro hacia el que dirigirme. No sigo ningún camino, ningún arroyo, ni siquiera una senda escarpada y dura, a través de peñascos agudos como puñales. Simplemente floto ahí dentro, y agito los brazos cuanto puedo para no ahogarme. No hay nada más. Sí, a veces, por un momento, hay un cielo azul, y árboles verdes, y deliciosas mariposas de colores que juguetean entre las flores. Y en la noche, una multitud de estrellas que se despliegan para mí, como millones de ofrendas de benevolencia. Pero sé que el espejismo durará un instante. Respiro hondo. Respiro. Respiro. Y esa bruma fría y perfecta me envuelve de nuevo a su antojo.

Siempre he sido una cobarde. Miedosa, asustada, cobarde. Siempre. Desde pequeña. Creo que la culpa la tiene mi padre. Fue un hombre muy cruel, uno de esos seres que pasan por la vida dejando la marca del pavor grabada a fuego en la piel de los otros. No es que nos golpease: no le hacía falta. Era suficiente su presencia, de la que emanaba una tensión repulsiva y helada. Era suficiente su voz, chillona e hiriente, y también que te mirara con aquellos ojos pequeños y oscuros, dos diminutos ojillos de reptil que parecían azotarte, causándote un dolor mucho peor que el de un latigazo. Cuando él llegaba a casa, todos los días a las siete y veinticinco en punto, nuestro mundo humano, poblado de cosas vulgares, se detenía, como si un hechizo nos convirtiera en piedra. Era la hora del miedo. En cuanto oía el ruido de su coche aparcando ante la verja del jardín, mi madre quitaba inmediatamente la radio que la había acompañado durante la tarde. Su cuerpo se encogía, se volvía diminuto y quebradizo. Los juegos de mis hermanos quedaban en suspenso. Los deberes del colegio nos resultaban de pronto incomprensibles, las letras y los números se ponían a volar ante nuestros ojos sin que pudiéramos alcanzarlos. La propia casa entraba en un proceso de silencio compulsivo. Las cosas callaban, se quedaban paradas, como si no existiera nada más que la presencia omnipotente de aquel hombre, cayendo con todo su peso sobre nosotros y lo nuestro.

No saludaba a nadie. Subía a su cuarto, se desvestía, tiraba la ropa por los rincones -de donde la recogería mi madre inmediatamente después-, se ponía el pijama y el batín y bajaba a la sala, a ver la televisión. Mamá se encerraba en la cocina, disimulando el malestar con su actividad entre los pucheros y las sartenes. Nosotros nos quedábamos aterrados en las habitaciones, fingiendo que aún éramos capaces de entender los logaritmos o de aprendernos la historia de la Armada Invencible, y esperando sus gritos. Porque cada tarde, después de su llegada, mi padre gritaba el nombre de alguno de nosotros. Entonces teníamos que comparecer enseguida ante él, sintiéndonos como ratas a punto de ser golpeadas por la azada. Sin molestarse ni siquiera en bajar el volumen del televisor, nos preguntaba por las notas del colegio, que nunca eran para él lo suficientemente brillantes, o por la herida que teníamos en la rodilla después de la última caída en el patio, o por un nuevo desconchón en alguna pared. Cualquier cosa con tal de echarnos la culpa de algo, decir unas cuantas frases desagradables y mandarnos al cuarto de los trastos. Luego había que permanecer allí durante mucho tiempo, a veces incluso mientras los demás cenaban, hasta que enviaba a mi madre a buscarnos.

Muchas tardes de mi infancia las pasé en medio de aquella oscuridad, muerta de miedo, oyendo crujir las maderas de los armarios, restallar las cajas que guardaban los adornos navideños y los restos de vajillas desparejadas, crepitar la escayola del techo. Estaba segura de que algún día un hombre monstruoso -quizás un pájaro enorme y negro- saldría de alguno de aquellos armarios, donde vivía escondido desde hacía años y años, y se abalanzaría sobre mí para llevarme hacia una oscuridad aún mayor. Quería llorar y gritar, pero no podía, porque mi padre me hubiese oído y entonces el encierro habría durado más. Me agarraba a lo único que era capaz de hacer: me acurrucaba en un rincón, miraba fijamente la luz de la cocina, que llegaba a lo largo del pasillo y se filtraba a través de la diminuta rendija bajo la puerta, y musitaba en voz muy baja, casi sin respiración, todas las canciones que conocía. Las que cantaba con mis amigas jugando al corro o a la comba y las que oía vociferar a la abuela en la casa de la aldea, mientras fregaba los cacharros o hacía las camas, con aquella voz destemplada y temblorosa de la que ella sin embargo tanto presumía, lanzándola a los aires al menor pretexto.

A fuerza de cantar, los latidos del corazón parecían calmarse, aunque, de vez en cuando, un nuevo crujido de maderas me provocaba un sobresalto. Y el tiempo pasaba, lento, lento, deslizándose en las sombras, hasta que se abría la puerta muy despacio, y la silueta de mi madre, pequeñita y redonda, aparecía en el umbral. Y entonces, sin decir nada, me conducía de nuevo hacia la vida normal, las luces encendidas, las voces lejanas y suaves de mis hermanos en sus habitaciones, el sonido de la televisión ante la que mi padre dormitaba en la sala, el buen olor de la carne que se guisaba despacio en el fuego.

Yo agarraba muy fuerte la mano de mi madre, llena de agradecimiento, y sentía por un instante su pulso agitado junto al mío ahora al fin tranquilo, e iba a sentarme cerca de ella en la cocina, conformándome con tenerla ante mis ojos, aunque fuera en medio de aquel silencio triste que siempre la rodeaba, como un aura perniciosa que la mantuviera alejada del mundo. Mi madre llevaba la tristeza encima, igual que la piel, resignada y brillante. Pero yo la veía moverse de un lado para otro, revolver los pucheros, pelar las patatas, planchar cuidadosamente las camisas de mi padre y la ropa de mis hermanos y la mía, y aquella normalidad, aquel latido apaciguado de la vida, la propia melancolía que emanaba de ella, me hacían sentir algo que se parecía mucho a la felicidad. Allí, a su lado, en medio de las cosas comunes y luminosas, estaba a salvo. Ya no volvería a ver a mi padre hasta el momento de darle las buenas noches, pues los niños cenábamos solos en la cocina. Aquello era un alivio para él y también para nosotros. Aunque fuese siempre en voz muy baja, sin hacer apenas ruido para no ser escuchados, podíamos permitirnos decir tonterías, darnos patadas por debajo de la mesa, poner cara de asco ante el hígado encebollado o devorar con ansia las fuentes de patatas fritas.

Al terminar de cenar, colocábamos los platos en la pila e íbamos los cinco juntos al comedor. Mi padre tomaba el café y una copa de coñac, y fumaba un puro cuyo olor repugnante flotaba por toda la casa, en vaharadas profundas. Buenas noches, papá, le decíamos por turno. Y él contestaba: Buenas noches. Que durmáis bien. Eso era todo. Ni un beso, ni una caricia, ni siquiera una sonrisa para animarnos a mantener apartada la posible negrura de los sueños.

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