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Ángeles Caso: Contra El Viento

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Ángeles Caso Contra El Viento

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Premio Planeta 2009. La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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Desde entonces fue cuando a mi madre se le quedó dentro la tristeza. No hubo ya manera de espantar aquella negrura que la había recubierto. Pero siguió adelante, arrastrando la vida tras ella como una carga. Enseguida nació Ernesto, y luego Javier. Y luego yo. Biberones, comidas, pañales, ropas, deberes… Ella se ocupaba de todo. Y siempre procuraba darnos lo mejor de sí misma, la poca fortaleza que aún le quedaba, el diminuto resto de alegría que, a ratos, podía todavía aparecer desde su alma asolada. Sobre todo, las temporadas que pasábamos en la aldea, los largos veranos de casi tres meses lejos de mi padre, libres y felices, dedicados tan sólo a correr, chapotear en el río, trepar a los árboles, robar cerezas, hacer cabañas y cuidar de los cachorros que nacían en los alrededores. En esas semanas, mi madre parecía ir resucitando lentamente, hasta que se convertía en otra persona. Una mujer que nos llamaba a gritos por los caminos -ella que en la ciudad jamás levantaba la voz-, que charlaba largas horas con sus amigas y que incluso, en algunas ocasiones, bailaba pasodobles en las verbenas.

Durante todo el año, nosotros esperábamos impacientes la llegada del verano y el traslado a la aldea. Parecía que vivíamos de los recuerdos, explicándonos los unos a los otros mil veces las aventuras de las últimas vacaciones y escribiendo cartas a los amigos de allí, que nos informaban del estado de salud de los perros, las vacas, los burros, los caballos y hasta de las ranas del estanque que había detrás de la iglesia. Contábamos los meses que faltaban, y luego las semanas, y por último los días, tachándolos uno a uno cada noche, antes de cenar, en el calendario colgado en la cocina. Pero no era tan sólo nuestro propio placer lo que anhelábamos, el descanso y los juegos sin fin y la lejanía de nuestro padre. Era también el paréntesis en la vida de mamá, aquel inexpresable alivio de saberla animada y tranquila por una temporada.

Porque el amor que no éramos capaces de sentir por nuestro padre, lo habíamos concentrado en ella. Todos procurábamos portarnos bien para que no se pusiera triste, hacerla reír con nuestras tonterías, protegerla de la rabia sorda de su marido, cuidar de ella. Sí, todos éramos un poco la madre de nuestra madre. Nadie nos había explicado nada -la abuela sólo nos hablaría del mal de los niños cuando fuimos mayores-, pero éramos conscientes de su tristeza y su debilidad. Nosotros sabíamos de su lucha por sobrevivir a diario, de su esfuerzo por levantarse cada mañana de la cama mientras el ánimo permanecía constantemente dormido, la fatigosa batalla consigo misma para comportarse como una esposa y madre normal. Conocíamos como si fuéramos expertos psiquiatras aquella enfermedad que no tenía nombre y que yo llamaba silenciosamente la enfermedad de las sombras. Porque eso es lo que era mi madre durante la mayor parte del año, poco más que una sombra, apenas un hálito de vida del que emanaban sin fuerza gestos, acciones y palabras. Una sombra que adorábamos, y a la que anhelábamos infundir vigor.

Siempre me he preguntado si mi vida habría sido distinta de no haber sido mi madre una mujer deprimida. Supongo que sí. Tal vez las neuronas se hubieran formado de otra manera dentro de su vientre, y sus conexiones serían diferentes, y las hormonas y las proteínas hubieran fluido con otro ritmo. Tal vez, si la hubiera visto de pequeña reír y cantar, el mundo no me parecería este lugar lleno de cosas temibles. Acaso habría sido una mujer valiente y decidida. Una aventurera, por ejemplo, una de esas mujeres que escalan el Everest, asfixiándose por la falta de oxígeno, corriendo siempre el peligro de colocar mal un pie o retorcerse ligeramente el dedo de una mano y caer por el precipicio, jugándose la vida en cada paso, alguien capaz de superar todos los riesgos y llegar a la cumbre, al lugar más alto de la tierra, y divisar el mundo diminuto y vencido bajo ella. Habría atravesado los desiertos, respirando arena y ardor, observando en las noches las estrellas junto a una fogata y sintiéndome diminutamente prescindible y tranquila en medio de esa inmensidad. Habría cruzado las selvas, debatiéndome contra la feracidad de la tierra y disfrutando de los colores y los sonidos, la luz mecida por las hojas inmensas, el canto de los pájaros desconocidos, el potente aullido del mono araña. Habría caminado sobre los polos, oyendo el ulular de los vientos y el crujir de los hielos, impasible y segura de mí misma en medio de esa nada atroz y desbordante. Habría visto ruinas perdidas de civilizaciones sin nombre, y animales desconocidos, y ríos de violencia inaudita, y ciudades permanecidas en el pasado, polvorientas y mudas. Habría amado a muchos hombres como si cada uno de ellos fuera el único. Habría hecho muchos trabajos, y conocido muchas lenguas, y aprendido la sabiduría misteriosa de las partículas y la energía, el extraordinario caminar de los astros en el universo.

He vivido en cambio encerrada, ensimismada en mis miedos, casi muda y sorda, haciendo todo lo posible para no tener que enfrentarme a la ansiedad de los cambios, a la angustia del riesgo. Rígida y pálida igual que una estatua. Como si mi sangre fuera sólida. Sucios pedazos de piedra que impiden cualquier movimiento.

Por eso admiro a São. Porque ella ha sido capaz de vivir todo lo que yo he sofocado, apagado, mantenido cubierto bajo capas de tierra. Sí, de todas las personas que conozco en el mundo, São es a la que más admiro

São

Carlina parió a São sola. Era su segundo parto y fue tan rápido, tan repentino, que no le dio tiempo a avisar a nadie. Tan sólo sintió aquella humedad entre las piernas, un fuerte chorro de líquido que se deslizaba caliente por la piel hasta el suelo, y el peso de algo duro y resistente que luchaba por salir de su vientre. Sabía bien lo que ocurría. Apenas pudo coger la manta del camastro y colocarla a sus pies. Se acuclilló, empujó fuerte lanzando un pequeño grito, volvió a empujar, dos, tres veces, y allí estaba la criatura. La miró, incrédula y jadeante. Era una niña, y en apariencia estaba bien. Se revolvía como un gusano, apretando fuerte los puños, agitándolos desesperadamente contra el aire, y trataba de abrir los ojos, con el esfuerzo de alguien que regresa después de un sueño muy largo. Cuando lo logró, rompió a llorar. Un llanto agudo y seco, apagado por el ruido brutal de la tromba de agua que descargaba en aquel momento sobre la casa y la aldea.

Carlina mordió con rabia el cordón y consiguió desgarrarlo. Luego esperó un rato hasta que expulsó la placenta y entonces envolvió el cuerpecillo en la parte limpia de la manta y salió al camino. De la tierra roja de las colinas recalentada por el sol, que había brillado toda la mañana, surgía vaho. En las huertas, los árboles se agitaban en medio del vendaval, como espíritus que se burlaran de ella y de su apuro. Los pies descalzos se le hundían en el barro. Eso es lo que más recordaría de aquella mañana, la visión de sus pies, que se levantaban fatigosamente, viscosos y como ensangrentados, para volver a desaparecer en medio del fango. Tardó algunos largos minutos en llegar a casa de Jovita, que había cerrado la puerta a cal y canto. La empujó con todas sus fuerzas.

Jovita se puso en pie de un salto, asustada por el ruido y la irrupción de aquella figura empapada que llevaba una manta entre los brazos. Se había pasado la mañana esperando a que escampase, sentada en su mecedora, la que su hijo Virgilio le había comprado en Vila da Ribeira Brava la última vez que había ido a verla, cuatro años atrás. Cuando llegaban los vientos alisios descargando la lluvia y no podía quedarse a la puerta de casa fumando su pipa y observando el lento crecimiento de las judías y los tomates, el vuelo de los pájaros de árbol en árbol, el paso de los vecinos que solían pararse con ella a charlar durante mucho rato o los juegos ruidosos de los niños, Jovita se sentaba dentro de la casa, en su mecedora, y se ponía melancólica. No le gustaba la lluvia. Se aburría, aunque sabía que tenía que darle gracias al Señor por aquella agua que permitiría que las judías y los tomates siguieran creciendo y que la fuente del Monte Pelado, de la que todos bebían, no se secase. Sabía que la lluvia era buena, pero se aburría, allí sola en la penumbra, sin poder hablar con nadie ni regañar a los niños, ni hacerles trenzas en la cabeza a las crías cuyas madres estaban trabajando, pegándoles tirones para que empezasen a saber pronto lo que era la vida: un cúmulo de amarguras y dolores, el dolor de las hambrunas cuando las viejas sequías, con las tripas retorciéndose en medio de la nada y aquella debilidad que se esparcía por todo el cuerpo y latía imparable dentro de la cabeza, el dolor de los once partos, el de los cuatro hijos muertos y los siete que se habían ido a Europa y no venían nunca, el de las palizas de sus hombres cuando se emborrachaban…

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