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EL CASO CONTRA WILLIAM
Mark Gimenez
Traducción de Darío Martín Pereda
Portada
Página de créditos
Dedicatoria
Cita
Prólogo
Diez años antes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Presente
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Epílogo
Sobre el autor
Página de créditos
El caso contra William
V.1: abril, 2020
Título original: The Case Against William
© Mark Gimenez, 2016
© de la traducción, Darío Martín Pereda, 2017
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción parcial o total de la obra en cualquier forma.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros- Inspirado en el diseño original de L,BBG
Imagen de cubierta: fstockfoto - iStock; peshkov - iStock; EHStock - iStock
Corrección: Cristina Riera Carro
Publicado por Principal de los Libros
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17333-92-8
THEMA: FHP
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Para Cole
«No se trata de las veces que te tiran al suelo, sino de las veces que te levantas.»
Vincent Lombardi
—Formación Flex derecha; X, derecha; tres-veinte-cuatro Tren, Z Colorado. Uno, dos, ¡hard! …
—Espera, ¿qué tengo que hacer?
William miró a D’Quandrick Simmons, el número ochenta y ocho, que se encontraba al otro lado del huddle mirando al quarterback , ojiplático. D-Quan —su apodo— medía metro noventa, pesaba noventa y siete kilos con solo un cuatro por ciento de grasa corporal. Además, corría cuarenta yardas en 4,4 segundos y podía saltar para capturar cualquier pase que lanzaran cerca de él. Sin embargo, no se le daba bien aprenderse las jugadas. Acababan de pedir tiempo muerto, por lo que William podría para explicarle la jugada a D-Quan. Él señaló al resto de receptores.
—Cowboy. Él se alineará a la izquierda y hará un cross profundo para congelar al free safety . Cuz será el hombre en movimiento de la jugada y se desmarcará por la derecha. Espero que el strong safety le siga y se vaya con él, luego hará un out profundo. Outlaw hará un square out . Tú estarás en el slo t izquierdo. Voy a intentar que te desmarques al córner profundo para que hagas el Tren, un hitch-and-go en la línea de catorce…
—¿Qué? ¿Cómo?
William suspiró. Todos los jugadores, salvo él, estaban atontados. En ocasiones, durante los partidos, la presión, la emoción o el propio cansancio hacía que los cerebros de sus compañeros dejaran de funcionar por mucho que lo intentaran o quisieran. Él sacaba partido de la adrenalina, una habilidad innata de aquellos que habían aprendido a jugar en la calle. D-Quan estaba atontado. Además, le faltaba un hervor. William había aprendido que cuando D-Quan sufría uno de esos momentos, lo mejor era ponerle las cosas fáciles.
—Tan solo corre todo el campo y atrapa el balón.
D-Quan se golpeó dos veces el pecho con los puños y después, con los pulgares y los dedos, recreó uno de los postes de la zona de anotación; su gesto personal.
—En la zona de anotación, nena.
Se habían reunido en el centro de la línea de treinta y seis yardas situada en mitad del campo, en el tupido césped verde del estadio con capacidad para noventa mil espectadores. El estrecho espacio que quedaba dentro del huddle hedía al sudor y la testosterona que emanaba de cada poro de los once enormes jugadores. Los cinco linieros ofensivos, chicos blancos de más de ciento treinta kilos cada uno, se erguían apiñados con las manos en las rodillas, jadeando como osos salvajes, escupiendo gargajos y respirando como si no hubiera mañana. Tenían el cuerpo al borde de la extenuación de bloquear a los linieros defensivos (de igual porte), tras tres horas a más de treinta grados en aquel día de octubre en Texas. Ty Walker, a quien llamaban Cowboy, de Amarillo, Texas, era el tight end del equipo. Mascaba y escupía tabaco a través de su máscara. Se había criado montando en los rodeos, por lo que los partidos de fútbol apenas le suponían un riesgo que le subieran la tensión. Ernie, el halfback del equipo de Houston, era un chico negro, popular, que estaba metiendo la cabeza en la NFL, la liga nacional de fútbol estadounidense, y tan solo quería acabar la temporada universitaria con las rodillas intactas. Los tres receptores: Maurice Washington, también llamado Cuz; Demetrius Jones, o también Outlaw; y D-Quan. Eran chicos negros altos y muy veloces cuyos musculosos brazos estaban cubiertos por completo de tatuajes. Asimismo, sus cabellos se caracterizaban por las rastas que les asomaban por la parte de atrás del casco. Estaban de pie, con las manos en la cintura y con cara de matones, como si estuvieran preguntándose si aquel quarterback blanquito podría volver a lanzar una vez más.
Por supuesto que podía.
William Tucker, el número doce, era el quarterback senior de los Texas Longhorns. Medía dos metros, pesaba ciento seis kilos y era muy rápido; era bueno tanto lanzando como corriendo. Podría haberse hecho profesional cuando acabó su segundo año universitario o, incluso, después del primero. Sin embargo, quería colocar el trofeo del campeonato nacional al lado del Trofeo Heisman, que había ganado el año anterior por ser el mejor jugador de fútbol americano de Estados Unidos y que volvería a ganar con total seguridad ese año, convirtiéndose así en el primer jugador en cuarenta años que revalidaría este título. Estaban invictos, 8-0, y eran el primer equipo de la nación. El equipo oponente de aquel día, Oklahoma, tampoco había perdido ningún partido y eran segundos en la clasificación. El ganador de aquel partido —que se conocía como el Red River Rivalry y se jugaba en el estadio Cotton Bowl de Dallas cada año durante la Feria Estatal de Texas— se convertiría en el favorito para alzarse con el campeonato nacional. Iban cuatro puntos por debajo cuando quedaban ocho segundos en el marcador para que terminara el juego. Hasta ese momento durante toda la temporada, habían ganado hasta en cinco ocasiones remontando el partido en el último cuarto liderados por William Tucker. Pero sus compañeros de equipo seguían sin creer en el destino.
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