Meses después el licenciado desapareció. Lo secuestraron una noche al cruzar los portales.
Magda fue a verme a la casa. Iba linda con un traje sastre de alpaca y una blusa de seda gris.
– Mi papá fue al cine y no ha vuelto en tres días -me dijo.
Tendrá una amante, quise contestarle, pero me quedé callada, mirándome las manos como si yo tuviera la culpa.
– ¿Me haría usted el favor de preguntarle a su esposo por él? -dijo.
– Encantada, pero dudo que sirva de algo. Si él lo tiene no me lo va a decir.
– La gente dice que usted lo puede manejar.
– También dice que tú duermes con tu papá. Verás si no se equivocan.
– Ojalá no se equivoquen, señora -dijo, se levantó y se fue.
Tres días después el licenciado apareció hecho pedazos y metido en una canasta que alguien dejó en la puerta de su casa.
Lo supe a media mañana porque me fui a peinar con la Güera y ahí llegaron unas viejas contándolo dizque muy impresionadas. La güera Ofelia me estaba poniendo una trenza postiza y me preguntaba cómo la sentía cuando me vi las lágrimas en el espejo. Me quedé quieta mientras ella terminaba de prender los pasadores. El salón estaba callado y la bola de viejas empezó a mirarme como si tuviera yo el cuchillo entre las manos. Me vi las uñas que Maura iba pintando y me mordí los labios para que ni una, pero ni una lágrima más se me fuera a salir pensando en el licenciado que era tan guapo y tan inteligente como todos decían.
Fui a casa de los Maynes. Habia mucha gente. La viuda estaba sentada entre sus hijos menores con los ojos mirando al suelo y quieta como si también a ella la hubieran matado.
Magdalena era la única junto a la caja, me vio entrar. No me acerqué, no tenía nada que decirle, sólo quería verla y saber si la corona de flores que mandaría Andrés cabría por la puerta. Porque él así jugaba, cuando el muerto era suyo o le parecía benéfica su desaparición, mandaba enormes coronas de flores, tan enormes que no cupieran por la puerta de la casa en que se velaba al difunto.
Mientras contestaba las avemarías fui leyendo las cintas de los ramos y las coronas. Ninguna decía general Andrés Ascencio y familia. Cuando comenzó la letanía me levanté a ver si estaba afuera, pero antes de llegar a la salida vi entrar dos hombres cargando una de las coronas que le hacían a Andrés en el puesto central de La Victoria. Cruzaron la puerta.
Me fui de ahí. Se me ocurrió que la Güera podía saber qué decía la gente, seguro alguna de las mujeres a las que peinó esa mañana le había contado algo. Volví a verla.
No sabia más de lo que yo imaginaba. Decían que lo había matado Andrés porque a nadie se le ocurría otra cosa, pero no había pruebas. Sin embargo, yo recordaba la discusión en Cuernavaca y los ojos de Magdalena pidiéndome a su padre.
Volví a la casa. Me encerré en el saloncito a comerme primero el barniz de las unas y después las uñas. Odié a mi general. No supe si quería verlo llegar y preguntarle o quedarme ahí encerrada y no verlo nunca otra vez.
Llegó riéndose. Venía de montar y arrastraba las espuelas. Oí cómo subía las escaleras, cómo caminaba hasta el fin del corredor. Se detuvo en la puerta del salón y la empujó. Cuando vio que no se abría empezó a gritar:
– A mi nadie me cierra una puerta, Catalina. Esta es mi casa y entro a donde yo quiera. Abre, que no estoy para pendejadas.
Por supuesto le abrí. No quería que se oyera su escándalo.
– Ya sé que fuiste -dijo. Habrás notado que no tuve nada que ver. Quítate ese vestido que pareces cuervo, déjame verte las chichis, odio que te abroches como monja. Ándale, no estés de púdica que no te queda. Me trepó el vestido y yo apreté las piernas. Su cuerpo encima me enterraba los broches del liguero.
– ¿Quién lo mató? -pregunté.
– No sé. Las almas puras tienen muchos enemigos -dijo. Quítate esas mierdas. Está resultando más difícil coger contigo que con una virgen poblana. Quítatelas -dijo mientras sobaba su cuerpo contra mi vestido. Pero yo seguí con las piernas cerradas, bien cerradas por primera vez.
Desde que vi a Fernando Arizmendi me dieron ganas de meterme a una cama con él. Lo estaba oyendo hablar y estaba pensando en cuánto me gustaría morderle una oreja, tocar su lengua con la mía y ver la parte de atrás de sus rodillas.
Se me notaron las ansias, empecé a hablar más de lo acostumbrado y a una velocidad insuperable, acabé siendo el centro de la reunión. Andrés se dio cuenta y terminó con la fiesta.
– Mi señora no se siente bien -dijo.
– Pero si se ve de maravilla -contestó alguien.
– Es el Max Factor, pero hace rato que soporta un dolor de cabeza. Voy a llevarla a la casa y regreso.
– Me siento muy bien -dije.
– No tienes por qué disimular con esta gente, son mis amigos, entienden.
Me tomó del brazo y me llevó al coche. Me acomodó, mandó al chofer al coche de atrás y dio la vuelta para subirse a manejar. Se sentó frente al volante, arrancó, dijo adiós con la mano a quienes salieron a despedirnos a la puerta y aceleró despacio. Mantuvo congelada la sonrisa que puso al despedirse hasta una calle después.
– Qué obvia eres, Catalina, dan ganas de pegarte.
– Y tú eres muy disimulado, ¿no?
– Yo no tengo por qué disimular, yo soy un señor, tú eres una mujer y las mujeres cuando andan de cabras Locas queriéndose coger a todo el que les pone a temblar el ombligo se llaman putas.
Al llegar a la casa, se bajó con mucha parsimonia, me acompañó hasta la puerta, esperó a que saliera el mozo y cuando estuvo seguro de que ni los eternos acompañantes del coche de atrás se daban cuenta, me dio una nalgada y me empujó para adentro.
Entré corriendo, subí las escaleras a brincos, pasé por el cuarto de los niños y no me detuve como otras noches, fui directo a mi cama. Me metí bajo las sábanas y pensé en Fernando mientras me tocaba como la gitana. Después me dormí. Tres días estuve durmiendo. Nada más despertaba para comer un pedazo de lechuga, otro de queso y dos huevos cocidos.
– ¿Qué tendrá usted, señora? -me preguntó Lucina.
– Una enfermedad que me descubrió el general y que no se me quita ni con agua fría. Pero con una semana de dormir me alivio.
A la semana tuve que salir de mi cuarto porque ya era mucho tiempo para una calentura. ¿Y qué va siendo lo primero que me dice Andrés cuando bajé a desayunar?
Que el martes venia a cenar el secretario particular del Presidente, ¿y quién era el secretario particular?, Fernando. El bien planchado y sonriente Arizmendi.
Del susto empecé a comer pan con mantequilla y mermelada y a dar grandes tragos de té negro con azúcar y crema. Andrés estaba eufórico con la visita de Arizmendi porque después vendría la del Presidente de la República, y a ése planeaba darle una recepción espectacular con Los niños de los colegios agitando banderitas por la Avenida Reforma, mantas colgando de los edificios y todos los burócratas asomados a las ventanas de sus oficinas aplaudiendo y aventando confeti. Yo tenía que conseguir una niña con un ramo de flores que lo asaltara a media calle y una viejita con una carta pidiéndole algo fácil para que los fotógrafos pudieran retratarla cinco minutos después con la demanda satisfecha. Ya Espinosa y Alarcón habían prestado sus cines para que de ahí colgaran las mantas más grandes. Puebla tendría que darle al Presidente la recepción más cálida y vistosa que hubiera tenido jamás. Todo eso que después se fue volviendo costumbre y que se le dio al más pendejo de los presidentes municipales, lo inventamos nosotros para la visita del general Aguirre.
Tenía que hacer algo con mi calentura y empecé a trabajar como si me pagaran. No una niña con flores, tres niñas cada cuadra y llegando al zócalo cincuenta vestidas de chinas poblanas y montadas a caballo.
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