El pan cotidiano del penalista en el norte era la delincuencia de los toxicómanos-seropositivos. El del civilista en Vienne era el contencioso del consumo y el crédito. Ya he dicho que Vienne es una ciudad burguesa, Isère no es el más pobre de los departamentos franceses, pero bastaron unas semanas para que Étienne descubriese que vivía en un mundo donde la gente está abrumada por las deudas y no se las quita de encima. En las audiencias civiles, una pequeña querella por un muro medianero o los daños ocasionados por el agua resultaba refrescante, porque rompía durante unas decenas de minutos el monótono desfile de las entidades de crédito que llevaban a juicio a deudores morosos.
Ni la vida ni sus estudios habían preparado a Étienne para esta forma de desdicha social. La única vez que un profesor de la Escuela Nacional de la Magistratura había hablado del derecho de consumo fue con un desdén irónico, como si fuera un derecho destinado a imbéciles, personas que firman contratos sin leerlos y a las que es demagógico querer asistir. Los libros de texto enseñan que el fundamento del derecho civil es el contrato. Y el fundamento del contrato es la autonomía de la voluntad y la igualdad de las partes. Nadie se compromete o debería comprometerse contra su voluntad; los que lo hacen tienen que sufrir las consecuencias: serán más prudentes la próxima vez. A Étienne no le habían hecho falta ocho años en Pas-de-Calais para aprender que los hombres no son libres ni iguales, pero no por eso tenía menos apego a la idea de que se deben respetar los contratos, pues de lo contrario no habría sido jurista. Educado en un medio burgués, nunca había tenido auténticos problemas de dinero. Nathalie y él tenían una cuenta conjunta, una libreta de ahorro, un seguro de vida y un préstamo para el apartamento cuyas mensualidades el banco cobraba automáticamente de la cuenta y que ellos habían calculado que sería lo bastante nutrida para no tener que preguntarse nunca si era razonable irse de vacaciones. En materia de crédito revolving, lo único que sabía era que su tarjeta de afiliado a la Fnac le daba derecho, según le habían explicado, a facilidades de pago que nunca utilizaba, porque prefería comprar al contado libros y discos y regalar algunos más con sus puntos de fidelidad. Algunas veces, pero no muchas porque no figuraba en los ficheros, encontraba en su buzón anuncios publicitarios de entidades de crédito. «Sírvase a su gusto de su reserva de dinero», dice Sofinco. «Disfrútelo desde hoy», propone Finaref. «¿Necesita dinero rápidamente?», se inquieta Cofidis. «Es el momento de aprovecharlo», asegura Cofinoga. Los tiraba a la basura sin fijarse en ellos.
Desde que veía desfilar por la audiencia a los que los habían firmado, veía de otra forma estos folletos. Descubría lo fácil que es convencer a los pobres de que, aun siendo pobres, pueden comprar una lavadora, un automóvil, una consola Nintendo para los niños o simplemente alimentos, que pagarán más adelante y que no les costará, como quien dice, nada más que si pagasen al contado. A diferencia de los préstamos más controlados y menos onerosos que conceden los bancos clásicos, de los que, por otra parte, las entidades de crédito son filiales, estos contratos se concluyen en un santiamén: basta con firmar en la parte inferior del impreso que se titula «oferta previa». Se puede hacer en la caja del establecimiento, es válido de inmediato, se renueva tácitamente, se saca lo que se quiere y cuando uno quiere, da la agradable sensación de ser dinero gratuito. Los términos de la oferta no disipan esta sensación en absoluto. No hablan de préstamo, sino de «reserva de dinero», no de crédito, sino de «facilidad de pago». El texto dice, por ejemplo: «¿Necesita 3.000 euros? ¿Le interesarían 3.000 euros por un euro al mes? Pues bien, querida señora, ha tenido suerte, porque gracias a su fidelidad como cliente -de nuestro establecimiento, de nuestro centro de venta por correspondencia- ha sido recomendada para beneficiarse de una oferta totalmente excepcional. A partir de hoy, puede pedir la apertura de una reserva de crédito que asciende hasta 3.000 euros.» El coste sumamente elevado de este crédito figura en la letra pequeñísima en el reverso de la oferta; la haya leído uno o no, de todas maneras casi siempre se firma porque es el único medio, cuando no tienes dinero, de comprar lo que necesitas o bien lo que no necesitas pero te apetece, simplemente te apetece, porque incluso cuando eres pobre tienes apetencias, ahí está el drama. Allí donde el banco tendría la prudencia de decir que no, la entidad de crédito dice siempre que sí, y por eso los banqueros dirigen amablemente hacia ella a los clientes que siempre están en números rojos. Si ya estás fuertemente endeudado, la entidad no quiere saberlo. No controla nada: firme abajo de la oferta y gaste, es lo único que piden. Todo va bien mientras pagas la mensualidad, o más bien las mensualidades, porque lo propio de este tipo de créditos es acumularse, es fácil que te encuentres con una docena de tarjetas en la mano. Fatalmente llegan los incidentes de pago: no puedes hacerles frente. El organismo de crédito emprende una acción judicial. Exige el pago de las sumas debidas, más el de los intereses previstos en el contrato, más el de las penalizaciones de demora asimismo estipuladas en el contrato, y todo esto asciende a mucho más de lo que habías imaginado.
Aquel año hubo un proceso que hizo mucho ruido. Se trataba de una pareja que ganaba 2.600 euros al mes, él como obrero y ella como auxiliar de enfermería. Quisieron suicidarse y matar a sus cinco hijos porque al cabo de doce años de vivir a crédito, con seis cuentas bancarias, veintiún créditos revolving, quince tarjetas y cerca de 250.000 euros de deudas, sus acreedores les llevaron a juicio. Las exigencias de pago siguieron a las ofertas atrayentes; como todo el mundo se les echó encima al mismo tiempo, se les hizo imposible reintegrar un crédito con ayuda de otro, abrir una nueva línea que les permitiese postergar los pagos. El juego ya no se podía jugar, se había acabado. Una última tarjeta, aún no rechazada, sirvió para comprar ropa nueva para que los niños llegasen correctamente vestidos al otro mundo, que su padre se representaba con un candor siniestro como «el mismo, pero sin las deudas». El suicidio colectivo fracasó, sólo murió una de las hijas. En el juicio, al padre le condenaron a quince años y a la madre a diez. Este caso emocionó a toda Francia. Es patético, me dice Étienne, pero no realmente ejemplar porque los Cartier utilizaban el crédito alegremente y vivían por encima de sus medios. Compraban un televisor y una consola de juegos para cada niño, electrodomésticos de gama alta, cambiaban compulsivamente de coche, de muebles, de equipamiento, se abonaban a todo y a cualquier cosa; en suma, tenían el perfil de la gente a la que el menos avispado de los vendedores sabe, al empujar la puerta de su casa, que les podrá endosar lo que quiera. Los sociólogos definen ese perfil como el del sobreendeudado «activo», que la crisis ha convertido en minoritario con respecto al «pasivo». A este último no se le puede reprochar que consuma con exceso y que utilice el crédito de forma insensata por la sencilla razón de que es pobre, muy pobre, y no tiene otra opción que pedir prestado para llenar de paquetes de pasta su carrito de la compra. Es el que tiene más de cincuenta años y percibe la prestación mínima, o bien la mujer sola con hijos, en paro, sin cualificación, sin más perspectiva, en el mejor de los casos, que encontrar un empleo a tiempo parcial, precario y mal pagado, con el clásico efecto perverso de que trabajar, si lo consigue, será a la postre menos ventajoso para ella que ir tirando con las ayudas a las que puede aspirar. Estas personas sólo tienen deudas y nada con que pagarlas. Sus expedientes se amontonan en el despacho del juez de primera instancia.
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