Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Seguro que ella hará todo lo que pueda, comenta Jean- Pierre en cuanto la señora A. ha cerrado la puerta. No digo que lo conseguirá, porque con 950 euros al mes, dos hijos a su cargo, el litro de gasolina a un euro y pico cuando necesitas el coche para ir al trabajo, el alquiler que sube y la ayuda a la vivienda que baja, me pregunto cómo se las va a arreglar. Me hacen gracia los que dicen que un plan de sobreendeudamiento es facilísimo, te cancelan las deudas y se acabó, pero es una vida infernal, lo único que haces es pagar, pagar durante diez años, no hay ahorro posible, no hay crédito posible, no hay consumo de confort, y el cálculo es tan ajustado que no puedes equivocarte, el menor gasto imprevisto se convierte en un desastre. El coche te deja tirado y estás muerto. No hay que hacerse ilusiones, buena parte de la gente que viene aquí vuelve. Espero que ella no, pero ellos, mira: mira sólo la lista.

En el expediente del señor y la señor L. hay una buena veintena de acreedores: bancos, arrendadores, entidades de crédito, pero también mecánicos, pequeños comerciantes, compran al fiado en todas partes, y aunque no deben sumas muy elevadas, la cuenta es voluminosa. Entran. Los dos treintañeros, él esquelético, con la tez terrosa, la cara devastada por los tics, ella gordita, con la cara afectada de cuperosis, y si la señora A., durante toda la audiencia, estaba al borde de las lágrimas, la señora L. parece bien lejos de ellas, perdida en la apatía. La pareja se ha separado hace poco, pero siguen siendo solidarios frente a sus acreedores. Ella ha conservado la vivienda que ocupa con sus cuatro hijos, él duerme en el coche, que ya no funciona. En los últimos tiempos, ella ha trabajado algunos meses de camarera y él de viajante a domicilio: trataba de endosar extintores de más de cincuenta kilos de peso a ancianos que ni siquiera podían levantarlos. Le despidieron porque no vendía suficientes, y ella, por su lado, no pudo continuar porque el coche ya no arranca, su turno terminaba tarde de noche y no había autobús para volver a casa. Los dos son seropositivos. Con unos recursos que se limitan a las ayudas sociales, un endeudamiento tan alto y una posibilidad casi inexistente de «retorno a una fortuna mejor», según la expresión jurídica vigente, cabe preguntarse por qué no les han aconsejado la quiebra civil, que cancelaría todas sus deudas, en vez de dirigirles a la comisión de sobreendeudamiento, que no puede llegar tan lejos. Deben cerca de 20.000 euros. Sólo Dios sabe cómo, calcularon que su capacidad de reintegro era de 31 euros al mes. Es suficiente para establecer un plan para ciento veinte meses sin la menor esperanza de que se respete. Pero no piden más, se ve que están agotados, lo único que quieren, de hecho, es una tregua, unas semanas al abrigo de las empresas de cobro que, a pesar de su evidente insolvencia, despliegan todo su arsenal: los carteles rojos bien visibles en el buzón, la ronda a los vecinos para informarles afablemente de las penalidades de la pareja y hasta la visita a los niños, a los que van a ver el miércoles por la tarde para decirles que transmitan el mensaje a papá y mamá. Si no pagan lo que deben, os echarán de esta casa. Papá y mamá os quieren, no quieren que durmáis en la calle, así que decidles que paguen lo que deben, quizá os escuchen a vosotros, que sois sus hijos. Parece que hago miserabilismo, pero ocurre como digo, y lo peor, añade Jean-Pierre, es que esos mismos tipos que ejercen ese detestable oficio son pobres diablos, se les ve desfilar todas las semanas por la comisión de sobreendeudamiento, y cuando les preguntan a qué se dedican dicen que trabajan a tiempo parcial para empresas de cobro, y cuando les echan el guante ni siquiera entienden por qué. En suma, Jean-Pierre preguntó a los L. si no les interesaría más la quiebra civil, precisando que este procedimiento significaba la extinción de todas las deudas, pero ellos dijeron que no, que ya habían rellenado un expediente y estaban demasiado cansados para rellenar otro. Jean- Pierre suspiró y dijo que de acuerdo. Pero ¿han visto bien su plan de reintegro? ¿Han visto que tienen que pagar 31 euros mensuales? Respondieron que sí, y yo tuve la sensación de que también habrían dicho que sí si les hubiera dicho 310 o 310.000 euros. Antes de que se fueran, Jean-Pierre quiso cerciorarse de que los servicios sociales les prestaban asistencia, que en alguna parte había personas con las que podían hablar, y ellos volvieron a decir que sí y se marcharon como si ya no tuvieran fuerzas para seguir en aquella habitación, contestar a estas preguntas, hacer acto de presencia en una obligación de la vida. Su plan de reintegro había sido notificado a sus acreedores, acompañado de una convocatoria puramente formal. Sólo lo había impugnado una entidad de crédito, pero no había enviado a nadie, pensando probablemente, y con toda razón, que el asunto estaba perdido de antemano. Sin embargo, cuando la secretaria salió a buscar a los clientes siguientes, volvió por sorpresa con un individuo de camisa de cuadros que también venía por el expediente L. Venía porque había recibido una convocatoria. Trabajaba en Intermarché, que se había constituido en acreedor por dos cheques sin fondos de 280 euros. Al oír esto me dije: a estas alturas, Intermarché bien podía haberse resignado a perderlos. Pero, como siempre, era más complicado, porque en vez de Intermarché se trataba de un supermercado en régimen de franquicia en Saint-Jean-de-Bournay, un pueblo no lejos de Rosier, y el sujeto de la camisa de cuadros no era en absoluto un cínico representante de la gran cadena distribuidora, sino un pobre explotado que cuando faltaban 280 euros en la caja debía ponerlos de su bolsillo. Al entrar acababa de cruzarse con los L. y les había reconocido, y con aire de fastidio admitía: la verdad es que esos dos no tienen pinta de estar boyantes. Usted lo ha dicho, confirmó Jean-Pierre con un suspiro, así que no voy a andarme con cuentos. Llega un momento, por desgracia, en que hay que ver las cosas como son, y yo no soy más poderoso que el Banco de Francia, no puedo inventar dinero donde no lo hay. Ya ve usted la lista: hay muchos acreedores, prácticamente ningún ingreso, cuatro hijos, así que… ¿Qué?, dijo el hombre. Así que ya lo ha visto, su plan de reintegro. El Banco de Francia propone el pago de algunas deudas y la cancelación de las demás. Hubo un silencio y después el hombre dijo: ah…, es una solución. Era evidente que la consideraba penosa, y sobre todo que estaba asombrado de que la defendiese un juez. Entonces Jean-Pierre se levantó y, con el plan en la mano, dio la vuelta a la mesa para sentarse al lado del hombre y explicarle: no está todo perdido, mire. El plan comprende ciento veinte meses, lo que francamente me parece un poco ambicioso, teniendo en cuenta la precariedad de su vida. Pero verá, para usted no propone la cancelación pura y simple de la deuda. Lo que propone es nada de nada durante cincuenta y tres meses, el tiempo en que ellos paguen a los acreedores prioritarios, y después 31 euros durante nueve meses. No es imposible que usted recupere su dinero dentro de un poco más de cuatro años. No puedo prometérselo, no sé dónde estará esa pareja dentro de cuatro años, pero es posible. El hombre de la camisa de cuadros no se fue realmente tranquilo, pero tampoco desmoralizado.

Étienne aprendió con Jean-Pierre el oficio de juez de primera instancia. En el fondo estaban de acuerdo. Pensaban que las entidades de crédito se exceden, y se alegraban cuando se les presentaba la ocasión de acorralarlas. Pero hacían apaños. Trataban de arreglar los asuntos caso por caso, sin teoría jurídica, sin preocuparse de sentar jurisprudencia. Después Étienne supo que otro juez de primera instancia, Philippe Florès, había convertido su tribunal de Niort en la avanzadilla de la protección del consumidor. Étienne es consciente de su propia valía, no pretende ser modesto y por este motivo, dice, nunca teme preguntar cuando no sabe ni copiar a los que saben más que él. Por tanto, se puso en contacto con Florès y se adhirió a su escuela, menos empírica que la de Jean-Pierre.

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