¿Y qué hace este juez? En principio, no dispone de mucho margen. Ve perfectamente que por un lado hay un pobre diablo estrangulado y por el otro una gran empresa que no tiene sentimientos, pero no es su vocación tenerlos y tampoco la del juez. Entre el pobre diablo y la gran empresa hay un contrato, y el papel del juez es hacer que se ejecute este contrato, ya obligando a pagar al deudor, ya ordenando su embargo. El problema es que en la mayoría de los casos el deudor es insolvente e incluso inembargable, es decir, que sólo tiene lo estrictamente necesario para sobrevivir. Hasta mediados del siglo XIX se resolvía este dilema condenándole a la cárcel por deudas, procedimiento del que Étienne me informa que si ha caído en desuso no es por humanidad, sino porque el mantenimiento de los presos era incumbencia de los acreedores, no del Estado, y el interés económico acabó prevaleciendo sobre la satisfacción de ver castigado al culpable. Hoy existe otra solución, que es la comisión del sobreendeudamiento.
Étienne estaba todavía estudiando en 1989, cuando la ley Neiertz, bajo la presión de la urgencia social, creó en cada departamento comisiones encargadas de encontrar una solución para lo que es evidente que no existe ninguna. Para el profesor que se burlaba del balbuciente derecho de consumo, considerado una asistencia inmerecida a los idiotas, fue un poco el fin del mundo, el establecimiento de algo absolutamente nuevo y jurídicamente escandaloso: el derecho a no pagar las deudas. En teoría no se trata de eso, sino de calcular lo que, apretándose el cinturón al máximo, las personas sobreendeudadas pueden pagar cada mes, y de proponerles, así como a sus acreedores, un plan de reintegro. De hecho, en cuanto se termina de hacer malabarismos con los plazos, los informes, el nuevo plan de pagos escalonados, llega un momento en que hay que hablar de extinción de la deuda, y esta revolución jurídica quedó confirmada quince años más tarde, en una situación que incluso había empeorado, por la adopción de la ley Borloo, que instituyó el «procedimiento de restablecimiento personal», asimismo llamado «quiebra civil». Desde entonces se aplica a los particulares el principio de la quiebra comercial, es decir, que si a la vista de su historial se juzga su situación «irremediablemente crítica» -lo que desde ningún punto de vista es un diagnóstico fácil de emitir-, lisa y llanamente se cancelan sus deudas y allá se las compongan sus acreedores.
Aún no se había alcanzado este punto cuando Étienne llegó a Vienne, en 1997. Pero las asociaciones de consumidores y de parlamentarios, tanto de derecha como de izquierda, militaban en esa dirección en contra del lobby de las entidades de crédito. Citaban el ejemplo de Alsacia y Moselle, donde se practica desde hace mucho tiempo sin que la tierra haya dejado de girar. Y desde 1998 la ley Aubry hizo posible una renuncia parcial a las deudas, recomendada cada vez con más frecuencia por las comisiones de so- breendeudamiento. El juez seguía o no estos dictámenes, pues dependía de él, de su filosofía del derecho y de la vida.
Asistí en Vienne a algunas audiencias de este tipo. No las presidía Étienne, que hoy ya no es juez de primera instancia, sino otro llamado Jean-Pierre Rieux, que había ocupado el puesto antes de Juliette y cuya vacante, tras la muerte de ésta, le encomendaron que cubriese provisionalmente. Étienne, que trabajó dos años con Rieux, me habló de él con afecto: ya verás, es lo contrario que yo, pero sabe dónde está. «Sabe dónde está» es el mayor cumplido en los labios de Étienne. Al principio yo comprendía mal el sentido de esta frase, pero ahora lo comprendo mejor, sin duda porque yo también sé mejor dónde estoy. En la cincuentena, robusto, antiguo jugador de rugby, antiguo docente reconvertido en magistrado tardíamente y por la puerta pequeña, Jean-Pierre se complace en recordar que hasta 1958 lo que hoy se denomina juez de primera instancia se llamaba juez de paz. Así ve él su profesión: conciliar, hacer que la gente se arregle entre ella. Una de las cosas que le gustaba y que hace cada vez menos por falta de tiempo, era desplazarse al lugar concreto. Un tipo llega y te dice: el portero electrónico que me ha instalado la empresa Chisme no funciona. ¿Y qué haces tú? Vas a ver el portero electrónico. Coges el coche, embarcas a tu secretaria, llamas a la empresa Chisme para que también venga al lugar, con un poco de suerte se ponen de acuerdo para firmar, in situ, un acta de conciliación y después todo el mundo se va a tomar algo. Estos apaños campesinos no eran el estilo de Étienne. A él no le gustaba desplazarse al lugar. Lo que le gustaba, o mejor dicho lo que ha empezado a gustarle, es el derecho puro, la sutileza del razonamiento jurídico, mientras que Jean-Pierre reconoce de buen grado que es un jurista expeditivo. Yo, de derecho, no sé nada, dice, encogiéndose de hombros, lo único que quiero es que a la gente no la estafen demasiado.
Las audiencias relacionadas con el endeudamiento, al contrario que las audiencias civiles, no se celebran en la sala grande del tribunal, sino en una habitación pequeña bautizada la «biblioteca» porque hay algunos códigos sobre una estantería, y sin el menor decoro. La secretaria judicial lleva toga y corbata, pero el juez está en mangas de camisa. Parece que estás en una oficina de empleo o en cualquier otro servicio social, y lo que ves y oyes no desmiente esta impresión.
El desarrollo de estas sesiones varía muy poco. Unas personas han entregado un expediente a la comisión de sobreendeudamiento, que en cada departamento es una delegación del Banco de Francia (como le han retirado todos sus poderes, hay que darle al Banco de Francia algo que hacer, dice Jean-Pierre). Puede ocurrir que el expediente haya sido declarado inadmisible y que recusen esta decisión. Puede ocurrir que lo hayan admitido, que la comisión haya establecido un plan de reintegros y que uno o varios acreedores impugnen este plan, que disminuye o incluso anula la deuda. Puede ocurrir, por último, que el juez declare válido el plan sin ninguna otra forma de proceso.
Antes de que la secretaria haga entrar al cliente, Jean-Pierre echa un vistazo a la cubierta de cartón del expediente. La longitud de la columna donde figuran los nombres de los acreedores permite evaluar la magnitud de los daños. Por lo que respecta a la señora A., mueve la cabeza: ha visto casos peores.
Cuarenta y cinco años, obesa, embutida en un chándal verde y malva, con los cabellos cortos pegados a la frente y gafas gruesas de fantasía con motivos fluorescentes, es evidente que la señora A. no las tiene todas consigo. Al interrogarla, Jean-Pierre hace todo lo posible para tranquilizarla. Es cordial, bonachón, dice, bueno, veremos lo que se puede hacer, y sólo su tono indica que se podrá hacer algo. La señora A. gana 950 euros al mes como asistenta hospitalaria, tiene a su cargo dos hijos de seis y cuatro años, percibe las prestaciones familiares y la ayuda personalizada a la vivienda, pero como trabaja esta ayuda ha disminuido y sólo cubre ahora un tercio del alquiler. Su situación se volvió crítica cuando se divorció, tres años atrás, porque todas las cargas se han multiplicado por dos. Cuando Jean-Pierre le pregunta si tiene coche, ella intuye que es una pregunta peligrosa porque un coche es un bien que se puede embargar, y se apresura a explicar que lo necesita sin falta para ir a trabajar. Jean-Pierre le dice que nadie va a quitarle el coche, que de todos modos tiene más de diez años y, perdone que se lo diga, no vale nada. Y gastos de canguro para los niños, ¿tiene usted esos gastos? Sí, confiesa la señora A., como si fuera vergonzoso.
Basándose en todas estas informaciones, la comisión ha calculado, según un baremo previsto por el Código laboral, la parte de sus ingresos que puede destinarse al reintegro de las deudas: 57 euros mensuales. Las deudas en cuestión, entre los impuestos, la OPAC [7] de Vienne, que le alquila el apartamento, el Crédit municipal de Lyon y las entidades de crédito France-Finances y Cofinoga, ascienden a 8.675 euros. La comisión ha hecho su cálculo: en diez años puede devolver un máximo de 6.840 euros. Quedan 1.835 euros, que propone que se extingan. El problema consiste en saber quién va a sufrir las consecuencias. La ley dice que el fisco tiene la prioridad en el cobro. Después está la OPAC de Vienne, acreedor con función social al que no conviene arruinar. Así que los que quedan relegados son el Crédito municipal, France-Finances y Cofinoga. La comisión ha comunicado a los tres esta propuesta. Dos no han respondido, lo que significa que la aceptan. France-Finances, en cambio, la rechaza, y la señora A. se inquieta mucho por ello, ya que le han enviado una carta muy dura diciendo que no quiere pagar, porque ellos saben muy bien que de hecho puede hacerlo. ¿Tiene la carta?, pregunta Jean-Pierre. La señora A. rebusca resoplando en el bolso plastificado que al llegar ha depositado ante ella, encima de la mesa, y al que se agarraba como a una boya, sin soltarlo un segundo. Entrega la carta a Jean-Pierre, que la lee, y después le pregunta si alguien ha ido a visitar a sus vecinos o ha telefoneado a su lugar de trabajo. Sí. De acuerdo, dice Jean-Pierre, ahora voy a explicarle lo que va a ocurrir. Emitiré mi decisión dentro de dos meses, es la norma, pero prefiero decírsela ahora mismo. Lo que voy a hacer es aceptar la propuesta de la comisión. Esto quiere decir que voy a cancelar la deuda que tiene con France-Finances y que ya no tendrán derecho a enviarle cartas, a llamarle al trabajo ni a hablar con sus vecinos. Si lo hacen violarán la ley y usted puede venir a decírmelo. Ahora, por su lado, tiene que pagar 57 euros al mes, al fisco y a la OPAC, y tiene que pagarlos todos los meses sin falta. Mientras lo haga, mientras respete escrupulosamente su plan, no tendrá problemas. La otra cosa es que no debe pedir nuevos préstamos. Ninguno. ¿Ha comprendido? La señora A. ha comprendido y se marcha aliviada.
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