Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Al buscar en Google las palabras «sexualidad, discapacidad», encontré un sitio llamado Overground, destinado a las personas que se sienten sexualmente atraídas por los amputados. Se llaman a sí mismas los «fervientes» -en inglés, devotees-, y algunos son más que fervientes, son «aspirantes» -wannabees-, es decir, que aspiran a amputarse ellos mismos para identificarse con el objeto de su deseo. Los aspirantes que realizan de verdad el acto son raros, la mayoría se contentan con acariciar la idea, con crear fotomontajes en los cuales se ven con el muñón que sueñan. Los que van hasta el final viven un calvario. He leído el testimonio de uno de ellos: durante años buscó en vano un cirujano comprensivo que accediese a cortarle una pierna sana, y acabó por destrozársela él mismo con una escopeta de caza, con la eficacia suficiente para que la amputación se hiciera inevitable. Fervientes y aspirantes forman una comunidad bastante avergonzada, que quisiera liberarse de esta vergüenza: no somos perversos, dicen sus miembros, nuestros deseos son ciertamente especiales, poco comunes, pero son naturales, y quisiéramos poder hablar abiertamente de ellos. Admiten que son deseos difíciles de realizar. La conjunción ideal sería que un ferviente encontrase a un aspirante, éste se haría amputar y los dos disfrutarían de su complementariedad en una armonía perfecta: la gran ventaja de Internet es favorecer esta clase de encuentros, partiendo del principio de que todo está permitido entre adultos que consienten, incluido, como ocurrió hace unos años, el contrato entre un individuo que quería comerse a uno de sus semejantes y otro que, al menos al principio, se declaraba dispuesto a que se lo comieran. Pero esta conjunción ideal es rara, la vocación del aspirante es más fantasmática que otra cosa, y lo que sucede con mayor frecuencia en la realidad, como en el caso de los homosexuales que siguen en el armario, es que el ferviente -convengamos en que es un hombre- está casado con una mujer que ignora totalmente sus deseos y que se horrorizaría si los descubriera. En el sitio web le aconsejan que haga tentativas prudentes, que proponga a su compañera juegos eróticos en los que se utilicen muletas, pero está claro que el gusto por la amputación es menos confesable que el de la sodomía o el ondinismo, y que son aún menores las posibilidades de convertir a esas prácticas a alguien que no tenga ya la tendencia. La tercera vía, que debería ser la más gloriosa, es encontrar a una persona ya amputada. En principio se podría pensar que estas personas cuya invalidez repugna a tanta gente deberían estar contentas de encontrar a otras a las que, por el contrario, les atrae. El problema, que ni siquiera puede encubrir un sitio militante y proselitista, es que la mayoría de los amputados involuntarios -es decir, la mayoría de los amputados- reaccionan como Étienne cuando una chica le dijo que deseaba acostarse con él a causa de su pata de palo: les asquea. Experimentan repulsión por el deseo de los fervientes, a los que no se les puede recomendar la hipocresía: al cortejar a una amputada, el ferviente debe ocultarle cuidadosamente que lo hace a causa de su minusvalía; ella tiene que creerse deseada como si no la tuviera.

Era mi segunda visita y Étienne y yo hablábamos desde la mañana. Al llegar la hora de comer, telefoneó a su mujer para proponerle que se reuniera con nosotros en el restaurante italiano al que ya me había llevado la primera vez. Yo sólo me había cruzado con Nathalie en el entierro de Juliette y me preguntaba con un poco de inquietud qué pensaría de la extraña empresa en la que su marido y yo nos habíamos embarcado, pero en cuanto estuvo sentada al lado de él en el banco, rubia, decidida, risueña, mi inquietud se disipó. La situación parecía divertirle, si Étienne confiaba en mí ella también, y me contaron a dos voces, con un placer manifiesto, lo que en su mitología personal llamaban el cuarto de hora americano: una expresión que yo no conocía y que designa el momento en que, en una fiesta, las chicas toman la iniciativa del ligue.

Estamos en el otoño de 1994. Étienne concluye su psicoanálisis. Aunque objetivamente nada ha cambiado, considera que en él se ha abierto algo, que la pelota está ahora en el campo de la vida. Su analista lo aprueba y se encaminan juntos hacia una sesión que deciden ambos que será la última. Es un momento muy perturbador: dos veces por semana durante nueve años, le has dicho a alguien todo lo que no se cuenta a nadie, has mantenido una relación que no se parece a ninguna otra, y he aquí que de común acuerdo se pone fin a este vínculo juzgando que es su culminación: sí, la verdad, es perturbador. Terminada esta última sesión, Étienne vuelve a tomar en la estación del Norte el tren a Lille, donde a última hora de la tarde da su primera lección a un grupo de abogados muy jóvenes. Nathalie forma parte de este grupo, que se reúne después en el café para hablar. Algunos han adorado a Étienne, otros lo han aborrecido. Ella le ha adorado. Le ha parecido brillante, original, iconoclasta. La dulzura de su voz la ha emocionado, ella adivina detrás de su humor una riqueza de experiencia, un misterio que la fascinan. Investiga, averigua que él vive solo, se pasea solo, va solo a comprar libros en la Fnac. Étienne le gusta cada vez más. En las clases siguientes, le parece que él se interesa por una chica de su promoción, pero apenas le preocupa, primero porque la chica ya está comprometida con otro, y segundo porque aunque él no lo sepa todavía, ella sabe que es el hombre de su vida. Le invita a una velada y Étienne no se presenta. Termina el curso, era un ciclo breve, sólo algunas sesiones. Entonces ella va a verle al tribunal y le explica que los estudiantes, insatisfechos, quisieran como mínimo una más. No es cierto, pero Nathalie reúne a una docena de amigos para que hagan de comparsas en esta sesión adicional, muy informal, que se celebra en casa de Étienne. Al final, los estudiantes se marchan. Nathalie se demora y le propone ir al cine. La película que ven, Rojo, de Kieslowski, cuenta la historia de un juez cojo y misántropo, interpretado por Jean-Louis Trintignant, pero no prestan la menor atención a esta coincidencia porque al cabo de diez minutos ella le besa. Acaban la tarde en casa de él, y ella se queda a dormir. Étienne comprende que está sucediendo algo enorme y se asusta. Estaba previsto que él se iría al día siguiente a pasar una semana de vacaciones en Lyon, en casa de una amiga y, con intención de calmarse, cobrar distancia, parte. Se queda una noche en casa de su amiga, y esa noche comprende que no sólo se ha enamorado, sino que se trata de un amor confiado, compartido, cierto, que va a constituir el fundamento de toda su vida. Por la mañana telefonea a Nathalie: vuelvo, ¿quieres que nos veamos en mi casa? ¿Quieres vivir conmigo? Ella se presenta con sus pertenencias, ya no se separarán. Pero Étienne tiene otra cosa menos alegre que decirle: aunque no se ha hecho pruebas desde hace varios años, para no desanimarse aún más, está más o menos seguro de que la quimioterapia le ha vuelto estéril. Nathalie no niega que es un problema porque quiere tener hijos, pero en lugar de pararse a examinarlo se afana de inmediato en buscarle una solución. Compra un libro del biólogo Jacques Testart sobre las diversas técnicas de procreación asistida: si ninguna funciona, concluye, optarán por la adopción. De todos modos, antes hay que hacer de nuevo el test. Ella decide, organiza; él la sigue, maravillado. Todo lo que constituye un peso tan grande en su vida, la pierna que le falta, sus temores, su probable esterilidad, ella lo asume y se apaña: forma parte del conjunto, y el conjunto le conviene. Le acompaña a masturbarse para el banco de esperma y la semana siguiente van a recoger los resultados. La secretaria le dice a Étienne que la doctora quiere verles personalmente, cosa que les inquieta más bien, pero cuando la doctora abre la puerta de la sala de espera sonríe al verles apretujados el uno contra el otro y cogidos de la mano en el banco de escay negro, y yo también sonrío al mirarles, once años más tarde, en el banco del restaurante. Estos días he dado muchas malas noticias, dice la doctora, así que tengo ganas de darles una buena: pueden tener un hijo. Al salir, dicen: bueno, ¿nos ponemos? El mes siguiente Nathalie está embarazada.

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