Así es: me levanto para ir a que me amputen.
Pidió a los suyos que estuvieran presentes cuando despertase y allí estaban todos a su alrededor: sus padres, su hermano, sus hermanas y Aurélie. La primera sensación al salir de la anestesia general fue: ya no me duele. El tumor comprimía el nervio y causaba un dolor que desde hacía meses se había vuelto insoportable. Así pues, ya no le duele. No siente nada. Pero ve: la forma de su pierna derecha extendida debajo de la sábana, la forma de su muslo izquierdo y, a partir de donde debería haber una rodilla, la sábana baja, ya no hay nada. Tardará en atreverse a levantar la sábana y la manta, en incorporarse para extender la mano y recorrer con ella el espacio que ocupaba la pierna. Sólo piensa en esto, tiene una pierna menos, y al mismo tiempo la olvida constantemente. Nada se la recuerda si no mira el vacío en el lugar de la pierna, si no comprueba que ya no está. Su cerebro razonador ha registrado la información, pero no es el cerebro razonador el que tiene conciencia de su cuerpo y le hace moverse. Llegará el día en que querrá vestirse, ponerse los calzoncillos, no le pillará desprevenido, se habrá preparado, habrá pensado: me han amputado, ahora voy a hacer un gesto que hago por primera vez desde la amputación, y tendré que hacerlo de una forma distinta a todas las veces en que lo he hecho antes. Lo habrá pensado, pero cuando tenga los calzoncillos entre las manos y se agache, hará primero el gesto de introducir el pie izquierdo, sabiendo muy bien, viendo perfectamente que ya no tiene pie izquierdo, y necesitará un esfuerzo consciente para introducir sólo el pie derecho, subirlo lentamente a lo largo de la pierna derecha y de la columna de vacío del otro lado, hasta que llegue más arriba de la rodilla y pueda continuar, como siempre ha hecho, subiendo por los muslos, levantando, para acabar, las nalgas, y ya está: se ha puesto los calzoncillos. Ocurrirá igual con todo, habrá que corregir el programa, pasar del procedimiento normal al procedimiento «amputado». Habrá que domesticar no sólo el vacío en el lugar de la pierna, sino también el paso del vacío a la pierna cortada, lo que se denomina con una palabra fea y que tampoco designa un objeto muy agradable: el muñón. Es un momento crucial del aprendizaje, el momento en que por primera vez la mano toca el muñón. No está muy lejos, basta estirar el brazo, pero inspira cierta repugnancia tocar eso, necesitará todavía mucho tiempo, y Étienne dista mucho de haber llegado a este punto, para admitir, prever como posible que otra persona, y en particular una mujer, pueda algún día tocar el muñón con amor, acariciarlo, para que no sea una zona cuidadosamente evitada. Se supone que debe hacer todo este aprendizaje en el centro de reeducación de Valentón, cerca de Créteil, adonde le trasladan al salir de la clínica. Despacha muy rápido este episodio. Lo que dice es que se cuentan muchas mentiras sobre una amputación. Te explican: vamos a amputarle por encima de la rodilla, es la altura ideal para la prótesis, y pronto podrá llevar una vida normal. Y luego, en el centro de reeducación, le preguntas al médico cuándo podrás volver a jugar al tenis y él te mira como si te hubieras vuelto loco: al ping-pong sí, el ping-pong está muy bien, pero olvídate del tenis. Te dicen también, antes de ponerte la prótesis: en cuanto te hayas acostumbrado a ella, formará parte de ti, será realmente como si tuvieras una pierna nueva. Y cuando llega el día de probarte la prótesis, hace clic-clac y comprendes que es un engaño, que nunca será una pierna nueva. Cuando te ven llorar, los cuidadores te dicen con dulzura que todo el mundo pasa por esto, que el aprendizaje requiere un tiempo, pero los demás amputados, los que están un poco más adelantados que tú en este aprendizaje, te dicen (al menos te lo dijo uno de ellos): bienvenido al club, bienvenido al club de los que son desde ahora tres cuartas partes hombre y una cuarta metal.
Étienne huyó. Tenía que quedarse tres meses en el centro, pero desde la primera semana pidió a sus padres que le comprasen un coche, su primer automóvil de inválido, provisto de un solo pedal, para salir cuando le apeteciera, y al cabo de quince días volvió a su casa. Como los cancerosos del Instituto Curie, los amputados de Valentón le repugnaban, rechazaba una amistad o incluso un compañerismo nacidos de aquella solidaridad.
El año de quimioterapia, en cambio, no era negociable. Fue un año atroz. Eran curas de tres días, una vez al mes, y durante esos tres días no paraba de vomitar, sencillamente. Tres días vomitando cuando ya no tienes nada que vomitar. La idea de volver aterraba cada vez a Étienne. En principio, piensa que hay que vivirlo todo lúcidamente, estar presente en todo lo que te acontece, incluso el sufrimiento, ya en esta época era su solo ideario, pero en aquel caso no, no servía de nada, era demasiado asqueroso, demasiado humillante, valía más ausentarse de sí mismo, y pidió que le atontasen con medicamentos. Su madre estaba autorizada a asistir a las sesiones y sostenerle la palangana, pero no Aurélie: no quería que ella le viera de aquel modo. Hoy, veinte años después, lo lamenta. Dice que es incluso una de las cosas que más lamenta de su vida, mucho más que el haber huido de la primera quimioterapia: Aurélie quería estar a su lado, era su lugar porque le amaba, y él no le dejó ocuparlo. No confió en ella.
Además de enfermarle horriblemente, la quimioterapia le produjo la pérdida del pelo y el vello, tal como había temido la primera vez. Se le cayó casi todo, no todo. Aurélie insistía en que se afeitara el que le quedaba, pero él se negó, conservó algunos mechones largos que le afeaban todavía más. No sin razón, ella le reprochaba este extremismo. Étienne se miraba desnudo en el espejo: aquella cosa flaca, blanca, glabra, sin pierna, era él. El joven deportista que era pocos meses antes se había convertido en aquel mutante. Aurélie aguantó casi un año y después le dejó. Entre los veintidós y los veintiocho años, Étienne estuvo sin mujer.
Había empezado una psicoterapia después del primer cáncer. Asegura que no tenía nada que ver con la enfermedad, de la que entonces se consideraba curado, no: la inició a causa de problemas sexuales. No se extiende más sobre este tema, pero lo que me parece seguro es que la confianza sexual que hoy posee es proporcional a la miseria que la precedió. En la época del segundo cáncer y la amputación, su psicoterapeuta iba a verle todos los días a la clínica. Era apenas diez años mayor que Étienne. Un paciente joven, canceroso y amputado era algo nuevo para él. Decía: los dos somos novatos, no sé qué hacer, no sé adónde vamos. A Étienne esto le tranquilizó.
La psicoterapia se transformó en un análisis que duró nueve años. A lo largo del período en que Étienne fue alumno de la Escuela Nacional de la Magistratura en Burdeos, y después magistrado en el norte, dos veces por semana tomaba el tren a París y no faltó a ninguna de las sesiones. De esta experiencia asidua extrajo, más aún que una familiaridad, una confianza casi religiosa en el inconsciente. No es, o al menos no se declara creyente, pero tiene el gusto y el don de abandonarse a este poder que, en el fondo de sí mismo, es más poderoso que él, quizá también más sabio. Este poder no es exterior, no es un dios personal ni trascendente. Es todo lo que, siendo él, no es él, lo que le supera, le inspira, le maltrata y le salva, y a lo que poco a poco ha aprendido a dejar que actúe. No diré que llama inconsciente a lo que los cristianos denominan Dios, pero quizá sí a lo que los chinos llaman Tao.
Llegado a este punto, voy con pies de plomo. Me figuro que habló mucho de su cáncer en sus sesiones de psicoanálisis y, para decir las cosas brutalmente, me asombra que con una fe semejante en el poder del inconsciente se declare tan hostil a toda interpretación psicosomàtica del cáncer. Sobre este particular, Étienne no discute, sino que tira a dar. Dice que a la gente que dice: viene de la cabeza, o del estrés, o de un conflicto psíquico no resuelto, tengo ganas de matarla, y también la mataría cuando dice lo que va unido a esto: te libraste porque has luchado, porque tuviste valor. No es cierto. Hay personas que luchan, que son muy valientes y sucumben. Por ejemplo: Juliette.
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