Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Dijo esto desde el primer día, el de su encuentro con la familia de ella, lo repitió durante nuestra primera entrevista a solas, y yo hice cada vez como si estuviera de acuerdo, pero la verdad es que no estoy seguro de estarlo. Por supuesto, no tengo una teoría ni autoridad para tenerla sobre una cuestión tan controvertida y, por otra parte, imposible de zanjar. Al expresarme a este respecto, sé que no digo nada sobre la etiología del cáncer, sino, a lo sumo, algo de mí, que es lo siguiente: por un lado, intuitivamente, pienso que no, que el cáncer no es una enfermedad que viene del exterior, por azar (en todo caso no siempre, no forzosamente), y por otro, y sobre todo, creo que Étienne, en el fondo, tampoco lo piensa, o que finge que lo piensa con tanta vehemencia que no deja de parecer una defensa.

Releí Bajo el signo de Marte, [6] de Fritz Zorn, que me perturbó, como a tantos otros lectores, cuando se publicó en 1979. Las primeras frases dicen así: «Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Por supuesto, también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir. Pero con el cáncer existe una doble relación: por una parte es una enfermedad corporal, de la cual probablemente muera en un futuro no muy lejano, pero que quizá pueda llegar a superar y a sobrevivir; por la otra, el cáncer es una enfermedad del alma de la que sólo puedo decir: es una suerte que finalmente haya hecho eclosión.» Y ésta es la última frase: «Me declaro en estado de guerra total.» Parece demasiado hermoso, pero es cierto: Zorn, que quiere decir «cólera», es un seudónimo: el verdadero nombre del autor era Angst, que quiere decir «angustia». Entre estos dos nombres, entre estas dos frases, aquel joven patricio dócil, alienado, «educado a muerte», como dice él, se convirtió al mismo tiempo en un rebelde y en un hombre libre. La enfermedad, la aterradora cercanía de la muerte le enseñaron quién era, y saber quién eres -Étienne diría más bien: dónde estás- se llama estar curado de la neurosis. Al releer Bajo el signo de Marte no he dejado nunca de pensar en la vida que habría vivido Zorn si hubiese sobrevivido, en el hombre realizado que habría llegado a ser si hubiera tenido la oportunidad de gozar de esta ampliación de la conciencia que había pagado tan cara. Y pensé que ese hombre realizado era para mí Étienne.

No me atreví a decírselo, ni a hablarle de otro libro, menos conocido y que aquel verano me impresionó casi tanto como el otro. Se titula Le Livre de Pierre y es una larga entrevista de Louise Lambrichs con Pierre Cazenave, un psicoanalista que durante quince años sufrió un cáncer del que murió antes de la publicación de su libro. No se definía como alguien «que tiene un cáncer», sino como un «canceroso». «Cuando me anunciaron que tenía cáncer», dice, «comprendí que siempre lo había tenido. Era mi identidad.» Psicoanalista y canceroso, se hizo psicoanalista para cancerosos, partiendo de la intuición personal e íntima, pero verificada con la mayor parte de sus pacientes, que «el peor sufrimiento es el que no se puede compartir. Y el enfermo de cáncer casi siempre experimenta este sufrimiento por partida doble. Doblemente porque, enfermo, no puede compartir con quienes le rodean la angustia que siente, porque debajo de este sufrimiento yace otro, más antiguo, que data de la infancia y que tampoco ha sido compartido ni observado por nadie. Pues bien, lo peor es eso: que nunca te hayan visto, que no te hayan reconocido nunca».

Para eso sirve, dice, psicoanalizar a los cancerosos: para ver y reconocer este sufrimiento, para que al menos el paciente se cure de él. Lo cual no le librará de la muerte, pero entre Molière, que se burlaba de los médicos cuyos enfermos mueren curados, y el gran psicoanalista inglés Winnicott, que pedía a Dios la gracia de morir plenamente vivo, Pierre Cazenave está claramente de parte de Winnicott. Su cliente es el enfermo que acoge su enfermedad no como una catástrofe accidental, sino como una verdad que le concierne íntimamente, una oscura consecuencia de su historia, la expresión última de su infelicidad y desazón ante la vida. En ese enfermo, y cuando Pierre Cazenave habla de ese enfermo habla también de él mismo, no ha llegado a construirse algún elemento del narcisismo primario. Una falla profunda horada el más antiguo núcleo de la personalidad. Según él, hay dos clases de hombres: los que sueñan a menudo con que caen en el vacío y los demás. Los segundos han sido sostenidos, y bien sostenidos, viven en la tierra firme, se mueven con seguridad por ella. Los primeros, por el contrario, sufrirán toda su vida vértigo y angustia, un sentimiento de no existir realmente. Esta enfermedad del bebé puede subsistir mucho tiempo de un modo silencioso en el adulto, en forma de una depresión invisible incluso para él, y que un día se transforma en cáncer. Entonces no se asombra, lo reconoce. Sabe que ese cáncer es él. Toda su vida ha temido una cosa que, en efecto, ha llegado. En quienes han vivido este desastre y que, por supuesto, lo han olvidado, el anuncio de la enfermedad mortal resucita el recuerdo: el desastre actual reactiva el antiguo y causa un malestar psíquico intolerable cuyo origen no comprenden. Pierre Cazenave analiza esta aflicción verdaderamente pavorosa como el sobresalto desesperado de aquel ser clandestino que, en el fondo de sí mismo, nunca ha tenido derecho a la existencia y que de repente oye que tiene los días contados. Para quien siempre ha tenido la sensación de existir, el anuncio de la muerte es triste, cruel, injusto, pero puede integrarlo en el orden de las cosas. Pero ¿y para quien, en el fondo de sí mismo, ha tenido siempre la sensación de no existir realmente? ¿De no haber vivido? El psicoanalista propone a este paciente que transforme la enfermedad e incluso la cercanía de la muerte en una última oportunidad de existir realmente. Cita esta frase misteriosa, desgarradora, de Celine: «Quizá sea eso lo que buscamos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor congoja posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.»Pierre Cazenave no es un teórico, habla únicamente de la experiencia: la suya y la de sus pacientes, con la cual la vincula, son la fórmula con que define su arte, y me gustaría ser digno de apropiármela, «una solidaridad incondicional con la congoja insondable que entraña la condición humana». En el cuadro clínico que describe, reconozco a alguien que no tenía cáncer, que, es horrible decirlo, no tuvo esta suerte, y que se inventó uno porque sabía oscuramente que era su verdad, porque oscuramente aspiraba a que sus células reconocieran esta verdad. Como no la reconocieron, no le quedó más remedio que la mentira. Ese alguien es Jean-Claude Romand. En el cuadro reconozco también una parte de mí mismo, la que se reconoció en Romand, pero yo tuve suerte, pude hacer libros con mi dolencia en vez de metástasis y mentiras. Reconozco, por último, algo de Étienne, que tenía pesadillas horribles, que mojaba la cama hasta muy tarde, que está convencido de que su padre fue violado de niño. Así que, por supuesto, no creo que todos los cánceres se expliquen de este modo, pero creo que hay personas cuyo núcleo central tiene una fisura prácticamente desde el principio, y que, a pesar de todos sus esfuerzos, su valentía, su buena voluntad, no pueden vivir realmente, y que una de las maneras en que la vida, que quiere vivir, se abre un camino en ellos es quizá la enfermedad, y no una cualquiera: el cáncer. Precisamente porque creo esto me escandalizan tanto los que dicen que somos libres, que la felicidad se decide, que es una elección moral. Para esos profesores de la alegría la tristeza es una falta de gusto, la depresión una señal de pereza, la melancolía un pecado. Estoy de acuerdo, es un pecado, incluso un pecado mortal, pero hay personas que nacen pecadoras, que nacen condenadas, y a las que todos sus esfuerzos, todo su coraje y su buena voluntad no liberarán de su condición. Entre los que tienen una fisura en el núcleo y los que no la tienen ocurre igual que entre los pobres y los ricos, igual que la lucha de clases, sabemos que hay pobres que dejan de serlo, pero que la mayoría no, siguen siéndolo, y decirle a un melancólico que la felicidad es una decisión es como decirle a un hambriento que coma bollos. Así que yo creo que la enfermedad mortal y la muerte pueden ser para esas personas una oportunidad de vivir, como afirma Pierre Cazenave, y lo creo tanto más porque, si hay que confesarlo todo, en algunos momentos de mi vida he sido lo bastante desdichado como para desearlas. Al escribir esto pienso que ahora estoy muy lejos de aquello. Pienso incluso, por presuntuoso que sea decirlo, que estoy curado. Pero quiero recordarlo. Quiero recordar aquel que he sido y que son muchas otras personas. No quiero volver a serlo pero tampoco quiero olvidarlo ni mirar por encima del hombro al hombre al que el zorro devoraba y que hace tres años empezó a escribir este libro.

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