Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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No vuelves a casa. Te quedas allí.

¿Qué pasa?

¿No lo has comprendido?, se asombra su padre, trastornado y reprochándose no haberse hecho entender: tienes un cáncer.

Las visitas, la presencia de los familiares sólo están autorizadas hasta las ocho de la tarde. Étienne se queda solo en su habitación de hospital. Le dan de cenar, un comprimido que le ayude a dormir, pronto apagan la luz. Es de noche. Es la primera: la noche de la que habló el día en que nos conocimos y que esta vez intenta contarme con detalle porque es importante, muy importante.

Está tumbado en la cama, en calzoncillos porque su padre no había pensado que todo ocurriría tan deprisa, que le ingresarían, y por tanto no le ha llevado lo necesario para pasar la noche. Étienne levanta las mantas para mirarse las piernas, las dos piernas que tienen un aspecto normal, las piernas de un adolescente deportista. En la izquierda, en la tibia de la izquierda, está eso que se esmera en destruirle.

Unos meses antes leyó 1984, de George Orwell. Una escena le causó una impresión terrible. Winston Smith, el héroe, ha caído en manos de la policía política y el oficial que le interroga le explica que su oficio consiste en descubrir en cada sospechoso lo que más miedo le inspira en el mundo. Se puede torturar a la gente, arrancarle las uñas o los testículos, siempre habrá algunos que aguantarán el tormento, sin que se pueda decir de antemano quiénes serán: los héroes no son forzosamente los que se piensa. Pero cuando se ha identificado el miedo fundamental de un hombre, es fácil doblegarlo. Ya no hay heroísmo ni resistencia posible, pueden poner al prisionero delante de su mujer o su hijo y preguntarle si prefiere que le hagan eso a él o a uno de ellos: por muy valiente que sea o aunque les ame más que a sí mismo, preferirá que se lo hagan a su mujer o a su hijo. Es así, existen horrores, distintos para cada uno, que no se pueden afrontar. Por lo que respecta a Smith, el oficial ha investigado y ha averiguado. La cosa espeluznante, insoportable para Smith es una rata en una jaula que le acercan a la cara, y abren la jaula y la rata hambrienta se precipita sobre él y le devora, con sus dientes afilados le muerde las mejillas, la nariz, y pronto encuentra el manjar más exquisito, los ojos, y se los arranca.

Es la imagen que perturba a Étienne la primera noche. Pero la rata está dentro de él. Lo devora vivo desde el interior. Ha empezado por la tibia, ahora asciende a lo largo de la pierna, se abrirá camino dentro de sus entrañas, después le recorrerá la columna vertebral hasta llegar, por último, a los repliegues del cerebro. Es una imagen más que una sensación, curiosamente no siente nada, es como si su cuerpo y el dolor que, sin embargo, no le abandona desde hace meses, se hubieran ausentado, pero es una imagen tan pavorosa que Étienne quisiera morir para ahuyentarla. Para no verla más, quisiera que su cerebro se apagase, que todo se detuviera, dejar de existir. Sin embargo, en el fondo de este horror, llega a decirse: tengo que encontrar otra cosa. Otra imagen, otras palabras, a toda costa, para superar esta noche. Si la supera, sucederá algo que quizá no le salve, pero que ya no será eso. Con la ayuda del somnífero, se sume en una duermevela en cuyo fondo la rata merodea y roe. Vuelve a dormirse, se despierta, las sábanas están empapadas de sudor. Y al amanecer la rata ha desaparecido. Se ha marchado. No volverá. En su lugar hay una frase. Una frase que visualiza como si la tuviera escrita delante de él, en la pared.

Étienne no pronuncia esta frase fulgurante. Pronuncia otras que a mí me parecen aproximaciones, paráfrasis. Ninguna de ellas posee para mí el poder de evidencia y de eficacia del que Étienne habla. Anoto en mi libreta: las células cancerosas forman parte de ti tanto como las sanas. Tú eres esas células cancerosas. No son un cuerpo extraño, una rata que se hubiera introducido en tu cuerpo. Forman parte de ti. No puedes detestar tu cáncer porque no puedes detestar- te a ti mismo (pienso, sin decirlo: por supuesto que puedes). Tu cáncer no es un adversario: es tú mismo.

Entiendo lo que me dice Étienne: que esas frases y la que se oculta detrás de ellas han sido decisivas. Lo creo, sé que habla de algo que ha sonado perfectamente claro en su oído, pero que por ahora no suena claro en el mío. Pienso que hay que esperar, que no hemos acabado el tema de la primera noche.

La imagen de la rata, sin embargo, me resulta familiar. Salvo que el animal que a mí me roe por dentro es un zorro. La rata de Étienne procede de 1984, mi zorro de la historia del niño espartano que estudiábamos en la clase de latín. El niño espartano había robado un zorro que guardaba escondido debajo de la túnica. Delante de la asamblea de ancianos, el zorro empezó a morderle el vientre. El niño, en vez de liberarlo y de este modo confesar su robo, se dejó devorar las entrañas sin rechistar, hasta que le sobrevino la muerte.

Le conté a Étienne que un día fui a ver al viejo psicoanalista François Roustang. Le hablé del zorro que yo aún tenía la esperanza de expulsar descubriendo cómo y por qué, hacia el fin de mi infancia, se había alojado allí, debajo de mi esternón, para comprimirme y roerme el plexo solar. Roustang se encogió de hombros. Ya no creía en las explicaciones ni, por lo demás, en el psicoanálisis, sino sólo en la exactitud de los gestos. Déjelo salir, me dijo. Déjele que se haga un ovillo, ahí, en esa butaca. No tiene otra cosa que hacer. Ya ve, está ahí. Está tranquilo. Y cuando me despedí, al estrecharle la mano: puede dejármelo, si quiere, me dijo. Yo se lo guardo.

Creí que eso resultaría, por un momento. No volví a recoger al zorro, volvió él por su cuenta. Hoy me deja en paz, porque duerme o porque, como espero, se ha marchado definitivamente, pero en la época de mis conversaciones con Étienne, hace tres años, todavía estaba allí. Me hacía sufrir. Y Étienne me ayudaba a escucharle.

Le aplicaron de inmediato la quimioterapia, con la esperanza de salvarle la pierna, y se la salvaron. Soportó valientemente la mayor parte del tratamiento; lo que no soportaba era la idea de perder el pelo y el vello. Era un adolescente inquieto, atormentado, con la virilidad aún no del todo afianzada. Las chicas le asustaban tanto como le atraían. Así que cuando empezó a perder el pelo, cuando a la imagen que veía en el espejo se superpuso la del zombi en que pronto iba a convertirse, calvo, sin cejas, sin vello alrededor del sexo, por más que le asegurasen que volvería a crecer enseguida, la angustia fue tan fuerte que abandonó el tratamiento. Por iniciativa propia, a hurtadillas, sin decírselo a nadie. Solamente le quedaban algunas sesiones que duraban medio día y no tres días como al principio: sus padres le habrían acompañado de buena gana, pero les dijo que prefería ir solo en el metro, y en realidad no iba. En Curie explicó que seguía el tratamiento en una clínica de Sceaux, incluso pidió una receta para ello, y debió de ser convincente, porque nadie llamó a sus padres para cerciorarse de que todo discurría con arreglo al protocolo. Ocupaba las horas que se tomaba libres callejeando por París, hojeando libros en las librerías del Barrio Latino. ¿En qué pensaba al hacer novillos de la quimioterapia como quien falta a las clases sin importancia de fin de curso? ¿Era consciente del riesgo que corría? Él dice que sí. Dice también que cuando tuvo una recaída se preguntó: ¿habría recaído si hubiera seguido la quimioterapia hasta el final? ¿Habría perdido la pierna? No tiene una respuesta, y rápidamente se desinteresó de la cuestión.

Aprobó el bachillerato en junio y el verano siguiente, en lugar de descansar, como le recomendaban, encontró un trabajillo de estudiante en la Fnac Sport, en la sección de raquetas de tenis. El deporte le estaba prohibido, porque si se le rompía la tibia no se le reconstruiría, y a pesar de ello seguía jugando al tenis e incluso al fútbol, una de las actividades donde existe un mayor riesgo de recibir un buen puntapié con una bota, precisamente en la tibia. Una pregunta a la que Étienne tampoco responde es si al afrontar estos peligros manifestaba una despreocupación normal en un adolescente que ha estado al borde de la muerte y quiere vivir sin trabas, o bien una pulsión más oscura.

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