Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Esta frase me alertó, la frase y su manera de decirla. Había en ella un orgullo increíble, algo de inquieto y de jubiloso a la vez. Yo reconocía esta inquietud, reconozco a las personas que la sienten, la reconozco de espaldas, en una multitud, en la oscuridad, son mis hermanos, pero la alegría mezclada con ella me pilló desprevenido. Se intuía que el hombre que hablaba era un individuo emotivo, ansioso, permanentemente al acecho de algo que se le escapaba y que al mismo tiempo poseía, que estaba afianzado en una confianza inexpugnable. No era serenidad, ni sabiduría ni dominio de sí mismo, sino una forma de apoyarse en su miedo y desplegarlo, un modo de temblar que a mí también me inspiró temblor y me reveló que estaba a punto de producirse un acontecimiento.

He citado de memoria las primeras frases de Étienne: no son literalmente exactas pero, en conjunto, son fieles. Después todo se mezcla en mi recuerdo, al igual que se mezclaba todo en su discurso. Habló de la justicia, de la manera como Juliette y él administraban justicia. En el tribunal de Vienne se ocupaban sobre todo del derecho al sobreendeudamiento y el derecho a la vivienda, es decir, de asuntos en que existen pudientes y desposeídos, débiles y fuertes, aunque muy a menudo es más complicado y a ellos les gustaba que así fuera, que un expediente no sea una serie de casilleros que rellenar, sino una historia y posteriormente un ejemplo. Étienne decía que a Juliette no le habría gustado que dijeran que estaba del lado de los desheredados: sería demasiado simple, demasiado romántico, sobre todo no sería jurídico, y ella se obstinaba en ser jurista. Ella habría dicho que estaba en el bando del derecho, pero llegó a ser, los dos llegaron a ser virtuosos en el arte de aplicarlo realmente. Para ello eran capaces de consagrar decenas de horas al estudio de un plan de reembolso, a descubrir una directiva en la que otros nunca habrían pensado, capaces de apelar al Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas demostrando que la suma de los tipos de interés y de penalizaciones practicada por algunos bancos sobrepasaba el índice de usura y que aquella manera de sangrar a la gente no era sólo inmoral, sino ilegal. Sus sentencias fueron publicadas, discutidas, violentamente atacadas. En Dalloz [4] merecieron insultos. En el mundo de la justicia en Francia, a comienzos del siglo XXI, el tribunal de primera instancia de Vienne ha sido un lugar importante: una especie de laboratorio. Se preguntaban qué iban a sacarse aún de la chistera los dos pequeños jueces cojos de Vienne. Porque también se daba esta coincidencia, por supuesto: los dos eran cojos, los dos habían superado un cáncer en la adolescencia. Se habían reconocido desde el primer día, entre patituertos, entre personas cuyo cuerpo ha padecido algo que nadie que no lo haya vivido puede comprender. Más adelante aprendí a conocer la manera de pensar y de hablar de Étienne, mediante asociaciones libres que deben más, me figuro, a la experiencia del psicoanálisis que a las enseñanzas de la facultad de derecho, pero en aquel primer encuentro yo me perdía en sus bruscos tránsitos desde un punto de técnica jurídica a un recuerdo que podía ser muy íntimo sobre su invalidez o la de Juliette, sobre la enfermedad de ésta o sobre la suya propia. El cáncer les había devastado y construido, y cuando volvió a atacar a Juliette, Étienne se vio obligado a afrontarlo de nuevo. Se había abierto un hueco que no podían llenar ni Patrice ni la familia, sino sólo Étienne, y de este hueco nos hablaba él. ¿Para decirnos qué? No buenas palabras. No que Juliette era valiente, ni que había luchado, ni que nos amaba, ni siquiera que había muerto feliz, lodo esto podían decírnoslo otros. Él hablaba de otra cosa que se le escapaba, se nos escapaba, pero colmaba el salón soleado con su presencia enorme, aplastante, y que sin embargo no era triste. Sentí que esta presencia me hacía una señal en un momento concreto, cuando Étienne rememoró la experiencia para él reconstructiva de la primera noche. La primera que pasas en el hospital, solo, cuando acabas de saber que estás gravemente enfermo, que vas a morir quizá de esta dolencia y que esto es en adelante la realidad. Algo, decía Étienne, sucede en ese momento, algo que pertenece al ámbito de la guerra total, del derrumbamiento total, de la metamorfosis absoluta. Es una destrucción física, pero puede ser también una reconstrucción. No recuerdo nada más, pero lo que sí recuerdo es que cuando nos despedíamos, cuando en el recibidor, por turnos, le estrechábamos la mano, Étienne se dirigió a mí. En ningún momento había manifestado que me conocía como escritor, pero allí, delante de todos, mirándome a los ojos, me dijo: debería pensárselo, esta historia de la primera noche. Quizá sea para usted.

Nos encontramos los ocho en la calle, aturdidos. Hélène y yo habíamos decidido tomar el tren, los demás volvían a Rosier, nos besamos, el acto siguiente sería el entierro. Fuimos a pie a la estación de Perrache a lo largo de la calle peatonal y luego atravesamos la vasta plaza Carnot. Domingo, dos de la tarde, calor sofocante. Los burgueses comían en sus casas, los pobres se desperdigaban sobre los céspedes. Aguardando el tren comimos un bocadillo en una terraza. Desde que nos habíamos despedido de los demás no habíamos dicho una sola palabra. Lo que había ocurrido en aquellas dos horas me había trastornado pero también, no encuentro otra palabra, entusiasmado. Tenía ganas de decírselo a Hélène, pero temía que mi entusiasmo fuese inoportuno. Además, no estaba seguro de que Étienne le hubiera gustado tanto como a mí. Hubo un momento en que se había mostrado casi agresiva con él. Dijo que había prometido a Juliette admitir a sus tres hijas en su despacho, una tras otra. Espere, había dicho Hélène, es un poquitín pronto y no vamos a obligarlas, por respeto a la memoria de su madre, a hacerse juristas si les apetece estudiar otra cosa. No se trata de que sean juristas, había respondido suavemente Étienne: hablaba solamente de esos cursos de varios días que se hacen en bachillerato. En varias ocasiones, mientras él hablaba, yo había sentido que a mi lado Hélène se impacientaba, casi se revolvía. Era como ver una película que te gusta con alguien al que le gusta menos, y yo entendía lo que había podido herirla en las palabras de Étienne. Al arriesgarme a romper el silencio para decir que me había parecido un tipo extraordinario, yo esperaba que ella respondiese: un poco catolicón, de todos modos. Para Hélène, como para muchos que se han criado en la religión católica, la apreciación «un poco catolicón» era completamente negativa. Para mí no. Pero ella no dijo esto. A ella también le había conmovido Étienne, o más bien le había conmovido lo que Étienne decía de Juliette. Le interesaba porque había sido el amigo y el confidente de Juliette. Para mí era distinto: empezaba a interesarme por Juliette gracias a lo que de ella había dicho Étienne.

No obstante, comentó ella, lo que él dice sin decirlo es que estaba enamorado de ella.

No lo sé, dije.

La noche siguiente, la primera desde la muerte de Juliette, volví a pensar en lo que nos había contado Étienne y se me ocurrió la idea de contarlo a mi vez. Más adelante tuve muchas dudas sobre este proyecto, lo abandoné durante tres años creyendo que nunca volvería a abordarlo, pero aquella noche se me presentó como una evidencia. Me habían hecho un encargo, bastaba con aceptarlo. Acostado contra Hélène dormida, me exaltaba la idea de un relato breve, algo que se leyera en dos horas, el tiempo que habíamos pasado en la casa de Étienne, y que transmitiera la emoción que yo había sentido al escucharlo. Este programa, en aquel momento, me pareció muy circunscrito, muy factible. Técnicamente habría que escribirlo como El adversario, en primera persona, sin ficción, sin efectismos, y al mismo tiempo era exactamente lo opuesto de El adversario, en cierto modo su positivo. Sucedía en la misma región, el mismo medio, la gente vivía en las mismas casas, leía los mismos libros, tenía los mismos amigos, pero por un lado estaba Jean-Claude Romand, que es la mentira y la desgracia personificadas, y por el otro Juliette y Étienne, que en el ejercicio del derecho y en la prueba de la enfermedad persiguieron sin tregua la justicia y la verdad. Y había una coincidencia que me inquietaba: la enfermedad de Hodgkin, el cáncer del que Romand fingía estar aquejado para dar un nombre confesable a la cosa innombrable que habitaba en él, es la que Juliette, más o menos por la misma época, padeció de verdad.

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