Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Llegó el amanecer. Habíamos terminado el inventario y el teléfono no había sonado. A Hélène le asustaba la idea de que su hermana flotaba todavía entre dos aguas. Yo tampoco las tenía todas conmigo. Habíamos corrido las cortinas, nos habíamos tapado con la sábana, dormimos mal pero un poco, apretados uno contra otro como dos cucharas. El teléfono nos despertó a las nueve. Juliette había muerto a las cuatro de la madrugada.

Nos reunimos con Antoine, Jacques y Marie-Aude para el desayuno en el comedor del hotel. Cécile estaba con Patrice y las niñas en Rosier. Nos abrazamos en un silencio acompañado de una presión de la mano en el hombro, que era en nuestro ambiente la máxima expresión de pesar, y después hablamos de cosas prácticas: las exequias, quién se quedaría hoy, cómo nos turnaríamos los días siguientes para hacer compañía a Patrice y las niñas, y ya se hacían planes para que unos u otros les acogieran durante las vacaciones de verano. Ya estaba listo el programa para las próximas horas: había que pasar por Rosier, de allí ir al hospital, creo que se dijo simplemente «para ver a Juliette». No para rendirle un último homenaje, ni para recogerse ante sus restos: hay que reconocer a los burgueses a la antigua usanza la cualidad de no recurrir a fórmulas estereotipadas y decir que alguien ha muerto, no fallecido o fenecido. Después iríamos a Lyon para ver a un colega de Juliette. ¿Un colega de Juliette? ¿El mismo día de su muerte? Hélène y yo estábamos un poco sorprendidos. Sí, explicó Jacques, un colega que era también juez en el tribunal de primera instancia de Vienne y que había estado muy cerca de ella durante su enfermedad. Una de las cosas que les aproximaba era que él también había tenido un cáncer en su juventud y le habían amputado una pierna. Por iniciativa propia, aquella mañana había propuesto que los miembros de la familia, ya que estaban todos allí, se reunieran en su casa para que él les hablase de Juliette. Esta visita de pésame a un magistrado con una sola pierna me parecía un poco absurda, pero lo único que yo debía hacer era seguir a los demás.

No recuerdo nada del primer contacto con las niñas que acababan de perder a su madre. Me parece que estaban bastante tranquilas, no lloraban ni gritaban, en cualquier caso. A continuación hicimos la visita al velatorio del hospital. Es un edificio moderno, compuesto de una sala muy espaciosa, de techo muy alto, muy luminosa, una especie de atrio que recordaba los decorados únicos de la tragedia clásica, y sobre la cual convergen varias salitas: el tanatorio, la capilla, los lavabos, por último, donde se tira de la cadena con cierta reserva, porque es un lugar tan sonoro como silencioso. Éramos los únicos visitantes aquella mañana de domingo, y nos recibió un hombre con bata de enfermero que nos hizo sentarnos en un rincón de la sala grande para explicarnos cómo se harían las cosas, técnicamente hablando, los días que precedían al entierro. De hecho, no era enfermero, sino un voluntario encargado de recibir a las familias, y trazaba con claridad la frontera entre lo que correspondía, por una parte, al hospital y al servicio público al que él representaba y, por otra, a los profesionales de las funerarias. Hasta que estos últimos depositaban al difunto en el ataúd, el hospital se ocupaba de las visitas, velaba por que el cuerpo fuera trasladado desde el depósito a los salones mortuorios y presentado lo mejor posible, es decir, lavado, peinado y, eventualmente, maquillado. Todo esto era gratuito, no se debía dudar en solicitarlo, las personas como él estaban al servicio de las familias; en cambio, los cuidados cosméticos más pesados que pudieran resultar necesarios, sobre todo en verano, cuando transcurrían varios días antes del entierro, los facilitaban las funerarias y eran, por tanto, de pago. Insistía mucho en lo que era gratuito por un lado y de pago por otro, repetía la lección para asegurarse de que la habíamos comprendido y, pensando en las familias con menos ingresos que la de Juliette, me parecía bien. En el parlamento que debía recitar, casi el mismo, a todos los visitantes, aparecía varias veces una frase: «Estamos aquí para hacer las cosas del mejor modo posible.» Sin duda esta frase era un tópico en todas las profesiones que rodean a la muerte y la desgracia, pero aun así daba la impresión de que él hacía realmente todo lo que podía para que las cosas se hicieran del mejor modo posible.

Ahora veríamos a Juliette, la habían preparado para nuestra visita, pero sus hijas vendrían por la tarde y la madre de Patrice tuvo la idea de que ellas eligieran entre la ropa de Juliette un vestido que a ella le gustara o que a ellas les gustaba que se pusiera. En realidad, Juliette apenas usaba vestidos, sino más bien pantalones informes y confortables, pero lo que le importaba de verdad era que sus hijas estuvieran bien vestidas, tenían que vestirse como unas princesas, en sus propias palabras, y no por nada, indudablemente, Amélie dibuja con tanta obstinación princesas. Así que la madre de Patrice, la mañana del domingo, había llevado a las dos mayores al ropero para que escogieran el vestido que querían que su madre llevase en el féretro, y nosotros llevamos el vestido elegido para que lo tuviera puesto la tarde en que vinieran las niñas. El voluntario aprobó esta iniciativa y acto seguido dijo que teníamos suerte porque el colega que pronto iba a sustituirle era en el equipo el especialista indiscutible del maquillaje. Marie-Aude se mostró un poco inquieta: Juliette casi no se maquillaba. Precisamente por eso, dijo el voluntario, estaría bien solicitar los servicios de su colega, el especialista: haría un trabajo muy delicado y daría la impresión de que ella no estaba maquillada, sino viva. Cuando salimos del tanatorio, al cabo de diez minutos de los que no tengo nada que decir, el especialista acababa de llegar. Informado de las reticencias de la familia, se esforzó en tranquilizarla y preguntó si alguno de nosotros, quizá una de las hermanas, tenía deseos de ayudarle, de maquillar con él a la difunta. Precisó que es un gesto que puede parecer penoso pero que también puede ser muy beneficioso. Por lo demás, si en el último minuto la persona no se sentía con ánimo, él lo haría en su lugar, nadie estaba obligado a imponerse duras pruebas. Hélène y Cécile se miraron sin convicción, al final ninguna de las dos maquilló a su hermana. Vuelvo a pensar en aquel especialista del que Antoine, Hélène y yo nos burlamos un poco en el coche: era un tío con bermudas rosa, gordito, ceceante, que con su flequillo de pelo teñido tenía pinta de interpretar al peluquero homosexual en una comedia ligera, y sólo ahora mismo, al escribirlo, me pregunto qué podría inducirle a ir voluntariamente el domingo a maquillar cadáveres guiando sobre sus rostros los dedos de los parientes más próximos. Quizá simplemente el gusto de ser útil. Es para mí una motivación más misteriosa que la perversidad.

He retrasado todo lo posible el momento de llegar aquí, pero aquí estamos los ocho en la escalera del juez con una pierna amputada. El inmueble, antiguo, burgués, se encuentra en una calle peatonal que desemboca en la estación de Perrache y pienso que esto facilitará el regreso. La escalera es de piedra, estrecha, no hay ascensor y me parece raro para un lisiado, pero nos detenemos en el primer piso. Llamamos, nos abren, uno tras otro franquea el umbral, se presenta y estrecha la mano del dueño de la casa, que, como se ha apagado el minutero de la luz de la escalera, no ve que queda todavía un visitante más en el rellano y me cierra la puerta en las narices. No sé por qué, me parece divertido, y a él también, que mi relación con Étienne Rigai haya comenzado así. Tampoco sé por qué me había imaginado que el juez era soltero y que vivía en un apartamento minúsculo y oscuro, atestado de expedientes polvorientos, y que quizá oliese a gato. Pero no: la vivienda era espaciosa, clara, con muebles hermosos y bien cuidados, y no hacía falta echar un vistazo por la puerta entreabierta de un cuarto de niños para intuir que allí vivía una familia. A la mujer y los niños, sin embargo, debía de haberles rogado que salieran a dar un paseo: Étienne nos recibió solo. Cuarenta y pocos años, grande, macizo, en vaqueros y camiseta gris. Ojos muy azules, a ras de la cara, detrás de unas gafas sin montura. Rostro franco, voz suave, un poco aguda. Cuando nos precedió para guiarnos hasta el salón, vimos que cojeaba y, apoyándose en la derecha, arrastraba la pierna izquierda, completamente tiesa. El salón daba a la calle, el sol que entraba por las ventanas abiertas inundaba de luz, hasta la pared opuesta, un bello parqué antiguo. Tomamos asiento, pareja por pareja: los padres en dos butacas vecinas, Hélène y yo apretados en un extremo de un sofá muy largo, Antoine y su mujer en otro, Cécile y su marido en sillas. Encima de una mesa baja había un frutero lleno de cerezas y una bandeja con vasos y zumos de frutas, pero Étienne preguntó si alguien quería café, todo el mundo respondió que sí y fue a la cocina a prepararlo. Ni una palabra se pronunció en su ausencia. Hélène se levantó para ir a fumar en la ventana, yo la seguí después de haber recorrido los anaqueles de la biblioteca, que revelaba gustos más personales, o más cercanos a los míos, que la de Rosier. Étienne volvió con el café: utilizaba una cafetera exprés que sólo hacía una taza a la vez, y aun así, misteriosamente, las nueve llegaron humeantes en la bandeja. Pidió un cigarrillo a Hélène y precisó: lo he dejado hace mucho tiempo, pero hoy es especial, tengo mucho miedo. Sin acuerdo previo, todos le habíamos dejado libre el sillón situado delante del sofá, porque ocupaba una posición central, un poco como el banquillo de los testigos ante un tribunal. Pero prefirió sentarse en el suelo, o más bien acuclillarse sobre la pierna derecha flexionada y con la izquierda extendida hacia delante: una postura que parecía monstruosamente incómoda, pero que sobrellevó, no obstante, durante más de dos horas. Todos le mirábamos. Nos vio mirarle, uno por uno, yo no conseguí saber si estaba absolutamente sereno o febril. Soltó una risita, para hacernos patente su turbación, y luego dijo: qué situación más extraña, ¿eh? De repente me parece absurdo, y después presuntuoso, hacerles venir así, como si tuviera que decirles cosas que no saben sobre alguien que era su hija, su hermana… Tengo muchísimo miedo, la verdad. Tengo miedo de decepcionarles, y también de parecer ridículo, no es un miedo muy digno pero, bueno, es lo que siento. No he preparado nada. Ayer intenté construir en mi cabeza una especie de discurso, confeccionar una lista de las cosas de que quería hablar, pero no pude, desistí, de todos modos no valgo para esto. Así que voy a decir lo que se me ocurra. Se calló un momento y luego continuó: hay una cosa de la que creo que ustedes no tienen conciencia y que quisiera que comprendiesen, y es que Juliette era una gran jueza. Saben, por supuesto, que amaba su profesión y que la ejercía bien, deben de pensar que era una magistrada excelente, pero era algo más. Durante los cinco años en que trabajamos juntos en el tribunal de Vienne, ella y yo hemos sido grandes jueces.

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