Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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El turno de Hélène y el mío llegó al final de la tarde. Previendo que tendría que conducir, la víspera me ocupé de memorizar el itinerario, y puse especial empeño en recorrer el trayecto sin errores ni titubeos: lo único que podía hacer era conducir bien, y ya era algo. Empujamos las mismas puertas de doble batiente, recorrimos los mismos pasillos desiertos, iluminados con luces de neón, aguardamos un largo rato delante del interfono a que nos permitieran el acceso a la unidad de vigilancia intensiva. Cuando entramos en la habitación, Patrice estaba tumbado en la cama al lado de Juliette, con el brazo alrededor de su cuello y la cara vuelta hacia la de ella. Juliette había perdido el conocimiento, pero su respiración seguía siendo penosa. Patrice salió al pasillo para que Hélène estuviera un momento a solas con su hermana. Vi que ella se sentaba en el borde de la cama y que tomaba la mano inerte de Juliette y después le acariciaba el rostro. Transcurrió un tiempo. Al salir de la habitación, preguntó a Patrice qué habían dicho los médicos. Él respondió que según ellos Juliette moriría durante la noche, pero que no se podía saber cuánto duraría. Ahora, dijo Hélène, tienen que ayudarla. Patrice meneó la cabeza y volvió a la habitación.

El médico de guardia era un joven calvo con gafas de montura dorada y aire precavido. Nos recibió acompañado de una enfermera rubia, de aspecto tan cálido como frío el de él, y nos rogó que nos sentáramos. Ya sabrá usted, dijo Hélène, lo que vengo a pedirle. El hizo una pequeña seña que significaba menos un sí que una invitación a que continuase, y Hélène, a la que le asomaban las lágrimas a los ojos, prosiguió. Preguntó cuánto tiempo podía durar la agonía y el médico repitió que no podía decirlo pero que era cuestión de horas, no de días. Juliette estaba entre dos aguas. Ahora hay que ayudarla, insistió Hélène. Él se limitó a responder: ya hemos empezado a hacerlo. Hélène le dejó su número de móvil y pidió que la llamaran cuando todo hubiese acabado.

En el camino de vuelta del hospital, en el coche, no estaba segura de haber sido lo bastante clara con el médico ni de que lo hubiese sido la respuesta de él. Intenté tranquilizarla: no había habido ambigüedad de ninguna de las partes. Ella temía también el celo de la enfermera cálida, que había hablado de una posible mejoría. Juliette, decía con un tono esperanzado, podía durar aún veinticuatro o incluso cuarenta y ocho horas. Hélène estaba convencida de que estas horas sobraban. Juliette ya se había despedido, Patrice estaba a su lado: era el momento. La medicina, a partir de aquel punto, ya sólo podía permitir que se aprovechase aquel instante.

Paramos en Vienne para comprar tabaco y beber algo en la terraza de un café, en la avenida principal. Era una tarde de sábado en una pequeña ciudad provinciana, la gente pululaba por la calle en mangas de camisa o con ropa ligera, flotaba un aire de verano y de sur. Además del tráfico normal, vimos y oímos pasar primero unas motos conducidas por chicos que levantaban la rueda delantera y extraían del motor el zumbido más fuerte posible, y después la comitiva de una boda, velos blancos que ornaban las antenas de radio y las bocinas a pleno volumen, y por último el camión publicitario que anunciaba un espectáculo de marionetas para aquella misma noche. Era una cita en la cumbre, rebuznaba el tío con su megáfono, una cita que nadie debía perderse: ¡Guiñol y el osito Winnie! Como en la fiesta del colegio, daba la sensación de que al guionista se le había ido la mano.

Hablamos de Patrice. ¿Cómo iba a apañarse, solo con tres hijas, sin auténticos recursos? Las tiras cómicas que dibujaba en el taller del sótano de su casa no le reportaban mucho, era Juliette la que mantenía a la familia con su sueldo de magistrada, y aunque a las niñas no les faltaba de nada, llegar a fin de mes se hacía difícil. El seguro intervendría, por supuesto, terminaría de pagar la casa, y además Patrice encontraría un empleo. Su dulzura y su modestia no eran dotes muy rentables, no iba a abrir un negocio de relaciones públicas, pero se podía contar con él: haría todo lo que tuviese que hacer. Más adelante volvería a casarse. Un muchacho tan guapo, tan agradable, encontraría sin duda una mujer parecida. Sabría amarla como había amado a Juliette: no se complacería en el duelo, carecía de inclinaciones morbosas. Sucedería, no valía la pena anticiparse. De momento estaba allí, sostenía en brazos a su mujer moribunda y, tardase lo que tardase ella en morir, era indudable que la sostendría hasta el final, que Juliette moriría resguardada en sus brazos. Nada me parecía más valioso que aquella seguridad, la certeza de poder descansar hasta el último instante en los brazos de alguien que te ama totalmente. Hélène me contó lo que Juliette le había dicho la víspera a su hermana Cécile antes de que llegásemos, cuando todavía era capaz de hablar. Decía que estaba contenta, que su pequeña vida tranquila había sido una vida colmada. Al principio pensé que era una frase reconfortante, y luego que era sincera y por fin que era verdad. Pensé en la frase famosa de Fitzgerald: «Evidentemente, todas las vidas son un proceso de demolición», y yo no creía que fuese cierta. Al menos, no en el caso de todas las vidas. Quizá sí la de Fitzgerald. Quizá también la mía: en aquel entonces lo temía más que ahora. Y además no se sabe lo que ocurre en el último minuto, debe de haber vidas cuyo fracaso aparente es engañoso, porque in extremis han dado un giro en redondo o porque hay en ellas algo invisible que se nos ha escapado. Debe de haber vidas en apariencia colmadas que quizá son infiernos, por horrible que sea pensarlo, infiernos hasta el final. Pero cuando Juliette juzgaba la suya, yo la creía, y lo que me inducía a creerla era la imagen del lecho de muerte en la cual Patrice la estrechaba en sus brazos. Le dije a Hélène: ¿Sabes? Ha pasado algo. Hace incluso unos meses, si yo hubiera sabido que tenía cáncer, que iba a morirme pronto, y si me hubiese hecho la misma pregunta que Juliette, ¿acaso mi vida había sido colmada?, no habría podido responder como ella. Habría dicho que no, que no había vivido una vida plena. Habría dicho que había conseguido cosas, tenido dos hijos hermosos y vivos, escrito tres o cuatro libros en los que cobró forma lo que yo era. Hice lo que pude, con mis medios y mis trabas, luché por hacerlo, no es un balance negativo. Pero lo esencial, que es el amor, me habrá faltado. He sido amado, sí, pero no he sabido amar: o no he podido, es lo mismo. Nadie ha podido descansar en mi amor con absoluta confianza y yo no descansaré al final en el amor de nadie. Es lo que habría dicho si me hubieran anunciado mi muerte antes de la ola. Y después de la ola te elegí, nos hemos elegido, y ya no es lo mismo. Estás aquí, cerca de mí, y si tuviese que morir mañana podría decir como Juliette que he tenido una vida colmada.

Tengo ante la vista cuatro hojitas arrancadas de un cuaderno de anillas y recubiertas por ambas caras de notas tomadas para describir con la mayor precisión posible la habitación 304 del Hôtel du Midi de Pont-Evêque, Isère. Debía participar en un libro colectivo de homenaje a mi amigo Olivier Rolin, que el año anterior había publicado una novela que describía minuciosamente habitaciones de hotel de todo el mundo. Cada habitación servía de decorado a un relato sobre chicas de alterne, traficantes de armas y personajes turbios con los que el narrador atrapaba curdas monumentales. A su editor se le había ocurrido la idea de prolongar el juego pidiendo a una veintena de escritores, amigos de Olivier, que a su vez describiesen una habitación de hotel e imaginaran sobre ella lo que les apeteciese. En un momento de la noche interminable en que aguardábamos la llamada telefónica anunciándonos la muerte de Juliette, para distraer a Hélène le hablé de este encargo y de mis vacilaciones a la hora de escoger un hotel. El tono de la empresa, novelesca y lúdica, reclamaba un establecimiento de un exotismo un poco sofisticado. En este registro, guardaba de reserva el Hotel Viatka de Kotelnich, un ejemplo perfecto de estilo Brezhnev trasnochado, donde no debían de haber cambiado una sola bombilla desde la apertura, y donde sumando día por día todas mis estancias pasé tres o cuatro meses. En el otro extremo de la escala, el otro hotel donde he vivido realmente, quiero decir varias semanas seguidas, era el lujoso Intercontinental de Hong Kong, donde Hélène se reunió conmigo durante el rodaje de El bigote. Al encontrarnos en el vestíbulo, al descubrir desde nuestra habitación en la planta veintiocho la vista panorámica sobre la bahía, al subir y bajar en los ascensores, podríamos habernos creído en la película Lost in Translation. Imagino que el hotel que me esperaba en Yokohama sería del mismo estilo, y me había impuesto, a modo de agradable tarea de vacaciones, describir la habitación que ocuparía en él. Hélène me dijo: si no vas a Yokohama, en su lugar puedes describir la habitación donde estamos. Podemos hacerlo ahora mismo, para entretenernos. Cogí mi cuaderno y nos pusimos a trabajar, con tanto ardor como cuando ensayamos la escena erótica de mi película. Anoté que el cuarto, de una superficie de unos quince metros cuadrados, estaba totalmente revestido, incluso el techo, de un empapelado amarillo. No de un papel pintado de amarillo, insistió Hélène, sino de un papel que originalmente debió de ser blanco y que después pintaron de amarillo, con un relieve que imitaba un tejido de puntos gruesos. Después pasamos a la carpintería, marcos de puertas y ventanas, molduras y cabecera de la cama, también pintadas de un amarillo más intenso. Era una habitación muy amarilla, en suma, con toques rosa y verde pastel en las cortinas y sábanas reproducidas en las dos litografías colgadas encima y delante de la cama. Las dos, editadas en 1995 por Nouvelles Images SA, delataban a la vez la influencia de Matisse y la del estilo naif yugoslavo. Apoyado en el codo, yo transcribía deprisa lo que me dictaba Hélène, que ahora iba y venía por la habitación contando los enchufes, probando los interruptores de la luz, cada vez más absorta en su inventario. Omito los detalles: era una habitación común y corriente en un hotel corriente, aunque muy bien mantenido, y muy amablemente. Lo único un poco interesante y que además es lo más difícil de describir se encuentra en el pequeño espacio que sirve de entrada. Copio de mis notas: «Se trata de un armario de doble acceso, del cual una puerta da al espacio y la otra, en ángulo recto, al pasillo flanqueado de habitaciones. Es el equivalente de una ventanilla de comunicación con la cocina que tiene dos estantes, el de arriba destinado a la ropa blanca y el de debajo a los platos del desayuno, como indican claramente los pictogramas grabados en el cristal de dos pequeños montantes, que al mismo tiempo permiten indicar lo que debe colocarse y ver si ha sido o no colocado.» No estoy seguro de que sea totalmente claro, qué le vamos a hacer. Nos preguntamos si aquella especie de armario, muy poco habitual, tenía un nombre que ahorrase estas descripciones laboriosas. Hay personas muy buenas para esto, que en todos los campos, o al menos en numerosos, conocen el nombre de las cosas. Olivier es una de ellas, yo no, Hélène un poco más. Sé que la palabra «montante», en las líneas que acabo de citar, procede de ella.

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