Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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De aquella última noche en Colombo conservo un recuerdo de huida alocada, despavorida. En un momento se ofició una ceremonia budista y al momento siguiente ya había concluido, la incineración se hizo a la carrera, un sucio trabajo que no deseo a nadie, después del cual sólo queda emborracharse y largarse. Podríamos habernos quedado un día más, intentar hacer bien las cosas, pero no tenía sentido hacerlas bien, ya nada tenía sentido, ya nada podía estar bien, había que acabar, sólo acabar, y ni siquiera como es debido. En la terminal del aeropuerto, Jérôme, la fuerza tranquila, se había convertido al amanecer en una especie de punk burlón, con los ojos inyectados de sangre, que provocaba a los demás pasajeros y, si alguno le plantaba cara, le escupía a la jeta: mi hija ha muerto, imbécil, ¿te basta con eso?

Tengo otro recuerdo, sin embargo. Acabábamos de llegar a la Alianza Francesa y nos propusieron que nos diéramos una ducha. ¿Acaso el agua estaba racionada o cortada los días anteriores en el Hotel Eva Lanka? No lo creo. Sólo llevábamos a la espalda un largo día de viaje, pero era como si volviéramos del desierto al cabo de tres meses sin lavarnos. Los niños se ducharon primero, y después Hélène y yo, juntos. Estuvimos un largo rato frente a frente, bajo el débil chorro de agua. Sentíamos frágiles nuestros cuerpos. Yo miraba el de Hélène, tan hermoso, tan aplastado por la fatiga y el pavor. Yo no sentía deseo, sino una piedad desgarradora, una necesidad de cuidarla, de protegerla, de conservarla. Pensaba: hoy podría estar muerta. Hélène me es preciosa. Preciosísima. Quisiera que un día sea vieja, que su piel sea vieja y devastada, y seguir queriéndola. Nos devoró lo que había sucedido durante aquellos cinco días y que terminaba en aquel preciso momento. Se abría una válvula que liberaba un chorro de aflicción, de alivio, de amor, todo mezclado. Estreché a Hélène en mis brazos y dije: no quiero que nos separemos nunca más. Ella dijo: yo tampoco quiero que nos separemos.

Encontré el apartamento donde vivimos hoy dos semanas después de nuestro regreso a París. Unos días más tarde, firmado el contrato de alquiler, lo visitábamos con un artesano polaco que se ocuparía de la pintura y la restauración de la cocina cuando sonó el móvil de Hélène. Ella asintió, escuchó unos instantes en silencio y después se metió en la habitación contigua. Cuando el polaco y yo nos reunimos con ella, Hélène tenía los ojos llenos de lágrimas, le temblaba la barbilla. Su padre acababa de anunciarle que Juliette volvía a tener un cáncer. Otro cáncer, porque ya había tenido uno de adolescente. Yo lo sabía. ¿Qué más sabía, entonces, sobre ella? Que caminaba con muletas, que era jueza, que residía cerca de Vienne, en l'Isère. Hélène veía muy poco a su hermana. Sus vidas no se asemejaban, siempre había algo más urgente que ir a Vienne. Pero la quería. Alguna vez me había hablado de ella, con ternura e incluso con admiración. Justo antes de las vacaciones navideñas, Juliette había sufrido una embolia pulmonar, Hélène estaba inquieta pero la ola había eclipsado esta preocupación junto con todo el resto de nuestra vida anterior, a nuestro regreso ya nada era igual y, de repente, de nuevo le habían diagnosticado un cáncer a Juliette. De mama, esta vez, con metástasis en los pulmones.

Fuimos a verla un fin de semana del mes de febrero, al principio de la quimioterapia. Sabiendo que iba a perder el cabello, le había pedido a Hélène que le comprase una peluca, y Hélène había recorrido las tiendas especializadas para encontrar la más bonita. También había comprado vestidos para sus tres sobrinas. Todo lo que en la familia tiene que ver con la coquetería, la elegancia y la apariencia es el dominio de Hélène. No era, desde luego, el de Juliette y su marido, que vivían en una casita moderna de un pueblo sin encanto, mitad campo mitad extrarradio. Vi a una joven agotada, desmedrada, que ya no se levantaba de la butaca, y a un marido delgado y esbelto, suave, hermoso, un poco lunático, y a tres niñas realmente encantadoras, una de las cuales, la mayor, que tenía siete años, dibujaba, con mucho cuidado y una seguridad de trazo asombrosa para su edad, cuadernos enteros de princesas con piedras preciosas en el pelo y vestidas con ropa de gala. Seguía con la misma seriedad cursos de ballet y la hice reír improvisando con ella una especie de toscos trenzados con la música de El lago de los cisnes. Aparte de esta payasada que causó un buen efecto, una mezcla de pereza y malestar me empujó a excluirme de la conversación, que languidecía, de todos modos, a causa de la debilidad de Juliette. Era invierno, encendieron todas las lámparas, la tarde se arrastraba. Inspeccioné, como hago siempre que llego a alguna casa, las estanterías de la pequeña biblioteca, compuesta de manuales prácticos, de álbumes para niños, de ensayos sobre la justicia y la bioética destinados al gran público, de novelas que se compran como quien toma un café. En aquel muestrario a mi juicio deprimente, descubrí un libro más solitario, un relato de una autora que me gusta mucho, Beatrix Beck. Ese relato se titula: Plus loin, mais où? Al hojearlo, me topé con una frase que me hizo reír, que leí sin dirigirme a nadie: «Una visita siempre agrada, si no cuando llega, al menos cuando se va.»

Juliette no tenía muchas ganas de que volviéramos demasiado pronto: no antes de que se hubiera repuesto de la quimioterapia. Pasaron dos meses en que ella y Hélène sólo se hablaron por teléfono. Juliette era de esas personas que procuraba tranquilizar a sus allegados en lugar de inquietarles, de ahí que las noticias fueran tanto menos tranquilizadoras. Los médicos, decía ella, eran optimistas, la combinación de la quimioterapia con un tratamiento reciente, la herceptina, parecía lograr el retroceso de la enfermedad. Pero se hablaba de remisión, no de curación, y aunque Juliette la preveía larga, en adelante proyectaba su vida dentro del plazo de esta remisión. Cuando Hélène le proponía una visita, ella decía: esperad un poco, esperad a que haga bueno, saldremos al jardín, será más agradable, y además ahora estoy muy cansada. Estas conversaciones desgarraban a Hélène. Me decía, con una especie de estupor: mi hermanita se va a morir. Yo la estrechaba en mis brazos, le apretaba la cara entre las manos, decía: yo estoy aquí, y es verdad, estaba allí. Recordaba que apenas un año antes, mi hermana mayor había estado a punto de morir, y también la pequeña, mucho tiempo antes: estos recuerdos me ayudaban a sentir un poco lo que ella experimentaba, a estar un poco más a su lado, pero salvo en los momentos en que me hablaba de ello o, sin que ella me hablase, yo veía que había llorado, lo cierto es que yo apenas pensaba en la enfermedad de Juliette. Aparte de esta amenaza, nuestra vida era feliz. Para celebrar nuestra mudanza organizamos una gran fiesta, y varias semanas después todos nuestros amigos nos repitieron que ya no se hacían muchas fiestas tan alegres. Yo estaba orgulloso de la belleza de Hélène, de su ironía, de su indulgencia, amaba sin temerlo su fondo de melancolía. Se iba a presentar en el Festival de Cannes la película que yo había filmado el año anterior. Me sentía brillante, importante, y aquella semicuñada cancerosa en su casita perdida en un pueblucho de provincias me daba pena, por supuesto, pero estaba lejos. Aquella vida que se apagaba no tenía nada que ver con la mía, en la que todo parecía abrirse, desplegarse. Lo que más me fastidiaba era que aquello socavaba a Hélène y reprimía un poco -muy poco, a decir verdad- el impulso de dar rienda suelta a la euforia ligeramente megalómana que me invadió durante toda aquella primavera.

Entre Cannes y la aparición de la película quedaba aún una etapa en el camino que me conducía hacia la gloria: otro festival celebrado en Yokohama. Viajaría en primera clase, asistiría la flor y nata del cine francés, yo ya me veía agasajado en japonés. Hélène no podía acompañarme, porque trabajaba, pero en mi ausencia planeaba hacer por fin una visita a Vienne: Juliette decía que se encontraba algo mejor, haría buen tiempo, disfrutarían del jardín. Yo tenía que partir el lunes y el viernes grabé la voz en off de un documental que había rodado con un amigo en Kenia; en aquel período yo hacía muchas cosas y tenía la sensación de que ya no me detendría. Grabar mi voz y dominarla mejor de lo que hago en mi vida normal me proporciona sin duda un placer narcisista, había conseguido encajar en el comentario la frase que me hacía reír sobre las visitas que siempre agradan, si no cuando llegan, al menos cuando se van, de tal forma que Camille, la montadora, y yo salimos del estudio muy contentos de nosotros mismos y de nuestra tarde de trabajo. Fuimos a tomar una copa en una terraza, gorroneé un cigarrillo a una chica en la mesa de al lado, ella bromeó, yo también bromeé; Camille, que siempre me ríe las gracias, se rió de buena gana y entonces sonó mi móvil. Era Hélène. Llamaba desde la televisión, se iba a la estación de Lyon sin pasar por casa: Juliette se estaba muriendo.

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