Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Al cabo de un año le dijeron que estaba curado. Sólo tenía que pasar las pruebas de control, primero cada tres meses y después cada seis. Iba al Instituto Curie al salir de las clases de derecho en el Panteón. La sala de espera estaba llena de cancerosos a los que miraba con verdadero asco. Se acuerda de que un día llevaron en una camilla a una mujer en un estado espantoso. Debía de pesar treinta y cinco kilos y tenía la cara como si se la hubiesen encogido los jíbaros. Le hicieron entrar antes y él pensó, furioso: ¿por qué ella pasa antes que yo, que tengo tantas cosas que hacer en la vida, mientras que a ella sólo le queda palmar? No se avergonzaba de esta dureza, al contrario: estaba orgulloso. La enfermedad le repugnaba, así como los enfermos; ya no era asunto suyo.Tenía veintidós años cuando recayó. Un dolor tan intenso en la misma pierna que no podía dormir y caminaba con dificultad. Me cuesta creerle cuando me asegura que ni él ni su familia pensaron al instante en una recidiva, porque le consideraban tan bien curado que un dolor en la pierna, incluso muy vivo, no podía ser nada grave: una lesión muscular, una tendinitis. En todo caso, no reconoció aquel dolor. Le enviaron de nuevo al Curie para una radiografía y cuando le dijeron que volviera tres días más tarde a buscar los resultados, la naturaleza de los mismos estaba clara esta vez: se pronunciaron las palabras cáncer y amputación.

La cita en el Instituto era a la una de la tarde y a las nueve de la mañana tenía un examen oral de licenciatura en el Panteón. El examinador se retrasó y a las once todavía le estaban esperando. Étienne fue a la secretaría a explicar su situación: tenía que estar a la una en el Instituto Curie de la calle Ulm. Era importante, iban a decidir si le cortaban o no la pierna izquierda. No es enemigo del teatro y no se privó de disfrutar la turbación que esta noticia suscitaba en la secretaria. Esta propuso que en vista de las circunstancias se pospusiera el examen, sólo para él, pero Étienne se negó y ella se las arregló para encontrar otro examinador. Étienne considera que hizo bien el oral y, habida cuenta a la vez de su mérito y de la compasión que debió de inspirar su estado, aún hoy se asombra de no haber obtenido más que 12 puntos. [5]

En el Curie recibió el veredicto: cáncer de peroné, había que amputar, y lo más rápidamente posible. Los médicos proponían, al igual que cuatro años antes, hospitalizarle de inmediato para operarle al día siguiente, pero Étienne se mantuvo firme: tenía una fiesta el domingo siguiente para celebrar los veinte años de Aurélie, su novia, y quería asistir. Ellos cedieron: ingresaría en el hospital la noche del domingo y la operación se realizaría la mañana del lunes.

Trato de imaginar no sólo su estado al salir de la consulta, sino el de su padre, que le había acompañado. Si hay una pesadilla peor que la de saber que van a cortarte la pierna es saber que se la van a cortar a tu hijo de veintidós años. Su padre, por añadidura, había sufrido en su juventud una tuberculosis ósea y se preguntaba si el cáncer de Étienne no tendría algo que ver con aquello. Esta hipótesis más que dudosa añadía culpabilidad al atroz sentimiento de impotencia que experimentaba. Loco de dolor, pedía en serio que le amputasen la pierna a él para después injertársela a su hijo. Étienne se rió y dijo: no quiero tu vieja pierna, quédatela.

Le pidió que le llevara en coche a casa de Aurélie, que también vivía en Sceaux, y que pasara a recogerle más tarde. Salía con Aurélie desde hacía dos años y habían tenido juntos su primera experiencia sexual. Ella era muy bonita, muy fina, y él todavía piensa hoy que muy bien podrían haberse casado. Se acostaron en la cama y él le dijo: el lunes van a cortarme la pierna, y por fin rompió a llorar. Mientras iba anocheciendo, se quedaron horas abrazados, o más bien él permaneció en los brazos de ella, que le estrechaba con todas sus fuerzas y le acariciaba el pelo, la cara, el cuerpo entero, quizá hasta la pierna que pronto ya no existiría. Ella le decía en voz baja palabras tiernas, pero cuando él le preguntó si le seguiría queriendo con una sola pierna, ella fue honesta: no lo sé.

La víspera de la fiesta sucedió algo extraño. Étienne tomó prestado el coche de su padre, sin decir para qué, y fue a una sauna de la calle Sainte-Anne a tirarse a un tío. Nunca le había ocurrido esto ni le volvió a ocurrir después, no se siente en absoluto homosexual, pero aquella noche lo hizo. Es una de las últimas cosas que hizo en posesión de las dos piernas. ¿Hizo qué, exactamente? Como en algunas escenas de sueño, no se acuerda de nada, o sólo recuerda detalles periféricos. El trayecto de ida. Dejar el coche en un aparcamiento de la avenida de la Ópera, y después buscar aquella calle donde nunca había estado, pagar la entrada en la caja, desvestirse, entrar desnudo en el baño de vapor donde otros hombres desnudos se rozaban, se chupaban, se enculaban. ¿Chupó él, le chuparon? ¿Enculó, le encularon? ¿Cómo era el tío? Todo esto, el corazón de la escena, se ha borrado de su memoria. Sabe solamente que tuvo lugar. Después volvió a Sceaux, se reunió con sus padres, que aún no se habían acostado, y habló con ellos con ese tono neutro que se adopta cuando se produce una catástrofe y, de hecho, no hay nada que decir.

Ignoro si el párrafo anterior figurará en el libro. Étienne ha sido claro: puedes escribir todo lo que te digo, no quiero ejercer ningún control. Sin embargo, yo comprendería muy bien que al leer el texto antes de su publicación, me pidiese que no mencionara este episodio. Más por consideración hacia los suyos que por vergüenza, ya que estoy seguro de que no le avergüenza: es un acto extraño, que él mismo se explica mal, pero no se trata de una mala acción. Dicho esto, creo que tampoco se avergonzaría aunque se tratase de una mala acción. O bien sí, sentiría vergüenza, pero la juzgaría también digna de contarse. Diría simplemente: lo he hecho, me avergüenzo, esta vergüenza forma parte de mí, no voy a renegar de ella. Creo que la frase: «Humano soy y nada de lo humano me es ajeno» es, si no la forma suprema de la sabiduría, en cualquier caso una de las más profundas, y lo que me gusta de Étienne es que se la toma al pie de la letra, es incluso lo que según él le confiere el derecho a ser juez. No quiere suprimir nada de lo que le hace humano, pobre, falible, magnífico, y por la misma razón yo no quiero cortar nada en el relato de su vida.

(Nota de Étienne, en el margen del manuscrito: «No hay problema, déjalo.»)

La fiesta de cumpleaños de Aurélie no era sólo una fiesta de jóvenes. Estaban sus amigos, pero también sus padres, y todas las edades mezcladas. No fue por la noche, sino por la tarde, en el jardín florecido. Habían ensayado un espectáculo, Étienne iba a cantar. Cantó. El dolor era tan fuerte que se apoyaba en muletas. Todos los que le rodeaban sabían que ingresaría en la clínica esa misma noche y que al día siguiente le amputarían la pierna.

Hacia las seis, estaba tendido debajo de un árbol, con la cabeza sobre las rodillas de Aurélie, que le acariciaba el pelo. A veces levantaba los ojos hacia su rostro. Ella le sonreía, le decía en voz muy baja: estoy aquí, Étienne. Estoy aquí. Él volvía a cerrar los ojos, había bebido un poco, no mucho, escuchaba el rumor de las conversaciones alrededor de ellos, el zumbido de una avispa, portezuelas de coches que se cerraban de golpe en la calle. Se encontraba bien, habría querido que aquel momento durase para siempre, o que la muerte le sorprendiera así, sin darse cuenta. Después su padre vino a buscarle y le dijo: Étienne, es la hora. Aún hoy se imagina lo que representó para su padre decir: Étienne, es la hora. Parece algo insuperable, y sin embargo lo hizo. Estas palabras se pronunciaron y estos gestos se ejecutaron con calma; pero en el fondo, dice Étienne, podría haberse puesto a gritar, a discutir, a decir que no, no quiero, como algunos condenados a muerte cuando van a buscarles a su celda y les dicen exactamente lo mismo: es la hora. Pero no, le ayudaron a levantarse y él se levantó.

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