Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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El pez escorpión, el libro de Nicolas Bouvier que yo leía en Ceilán, también termina con una frase de Céline: «La peor derrota en todo es olvidar, y es sobre todo lo que te lleva a la tumba.»

Al salir de la Escuela Nacional de la Magistratura, Étienne optó por dos cosas: afiliarse al sindicato de jueces y aceptar un puesto difícil, el de juez de aplicación de penas en Béthune. El sindicato es la guarida de pequeños jueces rojos que se niegan a formar parte del círculo de notables, pisan los talones a los criminales de guante blanco y son acusados de administrar una justicia de clase en versión inversa. El ejemplo clásico de esta tendencia es la historia del notario de Bruay-en-Artois, acusado de violación y asesinato no sobre la base de indicios convincentes, sino debido a su hermosa casa, su hermoso coche y su barriga de rotario. En cuanto a Béthune, precisamente es igual que Bruay, el norte desheredado: desempleo, miseria, residuos mineros abandonados y violaciones, en los aparcamientos, de analfabetas alcohólicas por otros analfabetos alcohólicos. Aunque las dos opciones de Étienne se sostienen, van juntas, no tardaron en contradecirse. Bastante rápido, se sintió apadrinado por algunos de los más mayores del sindicato, que evolucionaban en el mundo político. Esos cuarentones de la generación del 68 habían sabido aprovechar el triunfo de la izquierda para repartirse los puestos importantes. Aún tenían por delante veinte años largos para monopolizarlos y obstruir las carreras de sus colegas más jóvenes, pero un novicio talentoso y flexible podía recoger las migajas. Era el segundo septenato de Mitterrand. Joven promesa de la izquierda judicial, Étienne fue elegido para participar en una comisión de reforma de la aplicación de las penas que habría podido abrirle las puertas de un despacho ministerial. Uno de los componentes de su deseo de ser juez era, según propia confesión, el gusto por el poder y por una vida confortable, y por tanto no podía ignorar, él, que tiene una aguda conciencia de clase, que se estaba desclasando. En otro tiempo, los jueces eran personas importantes, pero el año en que salió de la Escuela Nacional de la Magistratura, en 1989, fueron relegados por el protocolo a una posición inferior a la de los subprefectos, y poco a poco empezaron a no invitarles ya a las recepciones oficiales. A diferencia de la mayoría de altos funcionarios, que sobre todo en provincias tienen coche oficial y alojamiento gratuito, no gozan de ningún privilegio en especie. Trabajan en locales sin calefacción, con viejos teléfonos grises, sin ordenadores y con secretarias judiciales adustas. En una generación, el notable que ostentaba el más alto rango se ha convertido en un don nadie que se desplaza en metro, almuerza el menú de una cafetería, y cada vez más a menudo ese don nadie es una mujer, signo inconfundible de la proletarización de un estamento. Étienne, que ama las comodidades y se considera un burgués, tenía todos los motivos para aprovechar la primera ocasión de emigrar hacia esferas más pudientes. No dice hasta qué punto se lo habían propuesto, pero sé que es demasiado orgulloso para jactarse de ello, y creo que también ha sido el orgullo la causa de que haya elegido, elegido realmente, es decir, pudiendo hacerlo, ser un pequeño juez de a pie entre los mendigos de Pas-de-Calais.

Lo que hace en su despacho de juez de aplicación de penas se parece un poco a lo que ocurre en la consulta de un psicoanalista. Su función es escuchar y tratar de descubrir lo que es capaz de oír el tipo que tiene delante.

Su clientela se compone de gente muy baqueteada: muchos son heroinómanos y seropositivos. Las posibilidades de que se rehabiliten son escasas, las buenas palabras son a priori inútiles. Sin embargo existen esas buenas palabras, es decir, las que son a la vez verdaderas y oportunas, y en ocasiones hasta eficaces.

Lo que Étienne descubre ante estos individuos perdidos, aplastados, en mala situación desde el principio, es que cuanto más difícil es oír lo que le dicen, tanto más sosegado está. Ante los sufrimientos ajenos, recobra instintivamente la postura que le permitió soportar los suyos cuando tenía cáncer. Anclarse en el fondo de sí mismo, en las entrañas. No rebelarse, no luchar, dejar que actúe el medicamento, el curso de la enfermedad, el de la vida. No buscar algo inteligente que decir, dejar que las palabras salgan libremente de la boca: no son necesariamente las buenas, pero sólo así tienen éstas una oportunidad de salir.

Muchas veces habla de sí mismo. A alguien que tiene miedo y se desprecia, le habla de su propio miedo, de la imagen degradada que pudo tener de sí mismo. A un enfermo le habla de su enfermedad. No son temas en los que adopta una púdica reserva. Sus dos cánceres y la falta de una pierna impresionan a sus clientes, y él lo sabe. No tiene escrúpulos en utilizarlo, es bueno que sus miserias sirvan para algo.

¿Para qué sirven, de hecho? ¿Para ser más humano? ¿Más sabio? ¿Mejor? Dice que detesta esta idea. Respondo que a mí me parece correcta. Un poco biempensante, un poco catolicona, diría Hélène, pero en definitiva justa, y Étienne constituye la prueba viviente.

¿Qué quieres decir? ¿Que soy un tío majo porque he tenido cáncer y me han cortado una pierna? ¿No exageras un poco?

Digo que no, no, reconozco que es más complicado, que puedes haber tenido un cáncer y seguir siendo un cabrón o un cretino, pero de hecho sí, es eso lo que digo. Y lo que no digo, de la misma forma que no hablo de Fritz Zorn o de Pierre Cazenave, es que en mi opinión su cáncer le ha curado.

Trato de imaginar a ese joven juez que cojea por las aceras de Béthune. No vive allí, no exageremos, alquila un apartamento en Lille. Tiene sus libros, sus discos. Por la noche se quita la prótesis y se acuesta solo en la cama. Siempre solo. Los tratamientos, la degradación física, la caída del pelo y del vello han sometido su libido a una dura prueba. Ahora está mejor, le ha crecido el pelo, tiene ingenio, cabe decir que es un hombre seductor, pero no se puede decir, francamente, que la falta de una pierna no sea un problema en la vida y con las mujeres. Aún no ha encontrado a la que le aceptará tal como es, la que le habría amado con dos piernas pero que va a conocerle y amarle con una sola. ¿Presiente que ocurrirá, que algo va a cambiar y a hacer posible el amor, la confianza? ¿O bien desespera? No, no desespera. Ni siquiera ha desesperado en el fondo del pozo. Siempre ha conservado ese apetito de vivir elemental que, a la salida de las pesadillescas sesiones de quimioterapia, le impulsaba a empujar la puerta del café que había enfrente del Instituto Curie, acodarse en la barra y pedir un bocadillo enorme de salchichón que devoraba diciéndose que, a pesar de todo, era bueno vivir, y vivir en la piel de Étienne Rigai. Esto no obsta para que sea prisionero de lo que los psiquiatras llaman un double bind, un doble impedimento que le hace perder en los dos tableros. Cruz, ganas tú; cara, pierdo yo. Que te rechacen porque sólo tienes una pierna es duro; peor aún es que te deseen por la misma razón. La primera vez, dice, que una chica me dio a entender que no se acostaba conmigo por esto, fue una bofetada en plena jeta. Pero a otra chica le oí por casualidad decir delante de un montón de gente: me excitaría acostarme con Étienne porque tiene una pata de palo, y te aseguro que esto fue todavía más difícil de encajar. Sin embargo, también hay que aprender a hacerlo. Una cosa que me ayudó fue que hacia el final de aquel largo desierto sexual, tuve una relación con una chica que había sido violada por su padre en la infancia y, más tarde, en la adolescencia, por dos desconocidos. Estaba totalmente aterrorizada por el sexo. A mí también, en aquella época, me aterraba el sexo. Los dos estábamos aterrados, y sin duda por eso nos acostamos juntos. Hicimos lo que pudimos para tener menos miedo, y fue algo extraordinario. Sexualmente extraordinario, te digo, de una ternura y un abandono increíbles: una de las grandes experiencias de mi vida. Se la he contado a menudo, en mi despacho de juez, a mujeres violadas, o a muchachos, incluso. Les decía: es verdad, lo que os ha ocurrido pesa sobre la sexualidad, es un trauma terrible, un impedimento, pero debéis saber que hay personas a las que esa discapacidad les hará un bien enorme y, si la aceptáis, a vosotros también.

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