Ella es del norte y está harta del norte, y él también. Además hace poco que uno de sus colegas penalistas, con la expresión sagaz del que ve sobre ti más lejos que tú, le repite a Étienne que está hecho para el tribunal de instancia. El colega es mucho mayor, de derechas, católico, un auténtico magistrado a la vieja usanza, hay muchas cosas en las que disienten, pero se aprecian, y Étienne no aborrece la idea de recurrir a la opinión de otra persona, al igual que, sin tener él mismo una inclinación clara, se entregaría al azar o, como en un caso parecido, yo mismo me someto a los consejos sibilinos del I King. Étienne considera que está bien decidir, pero puedes decidir que decidan otros, aceptar por las buenas un consejo o una propuesta, no coagular el curso de la vida obcecándose con algo tan contingente como la voluntad propia. A priori yo no me veía realmente como juez de primera instancia, pero si Bussières me ve tan bien en esa función, ¿por qué no? ¿Por qué no presentar mi candidatura a esa vacante en el tribunal de primera instancia de Vienne? Vienne está muy cerca de Lyon, Nathalie puede inscribirse en el colegio de abogados de Lyon, y además hará más calor que en Béthune.
Vienne, subprefectura del Isère, es una ciudad de 30.000 habitantes que tiene vestigios galo-romanos, un barrio antiguo, un paseo bordeado de cafés, un festival de jazz en julio. Es, por lo demás, una ciudad tan burguesa como desheredada es Béthune. Círculo de notables, dinastías de comerciantes o de togados, fachadas severas tras las cuales se dirimen a puerta cerrada las querellas por herencias: a Étienne más bien le divertía verse catapultado a esta provincia de las películas de Chabrol, sobre todo porque no se trataba de vivir en Vienne, sino sólo de ir tres veces por semana, media hora de coche desde el barrio de Perrache, donde acababan de encontrar el apartamento en que residen hoy. Le divertía, sí, sus relatos hacían reír a Nathalie, el centro de gravedad de su vida estaba en otra parte, en el hermoso apartamento que se complacían en decorar y donde acababa de nacer su segundo hijo. No obstante, cuando el abogado llegó con media hora de retraso, sin disculparse, a la primera audiencia que Étienne presidía, comprendió que se libraba una prueba de fuerza a la que no le convenía doblegarse. Los abogados del colegio de Vienne llevan allí veinte años, sus padres les han precedido, sus hijos les sucederán, y cuando ven aparecer a un juez nuevo, lo primero que hacen es darle a entender que son los propietarios de la casa y él un simple inquilino del que se espera que acate las normas. Étienne convocó al abogado y le dijo, amablemente: es la primera vez, no lo he registrado como un incidente de audiencia, pero, por favor, no vuelva a hacerlo o las cosas irán mal.
Dio resultado.
Cuando era juez de aplicación de penas, su trabajo consistía en recibir a gente cara a cara en su despacho. En vaqueros y camiseta, les escuchaba, hablaba, para ayudarles encontraba soluciones concretas que la mayoría de las veces no tenían nada de jurídico. Las relaciones con estas personas podían prolongarse años. Ahora, en el tribunal de primera instancia, lo presidía con toga en un estrado, rodeado de una secretaria judicial y un ujier también vestidos con toga y que le profesaban un respeto jerárquico un poco demasiado envarado para su gusto. También en la primera audiencia hubo un suceso burlesco: al salir de la sala de deliberaciones, cedió galantemente el paso a la secretaria, a la cual esta excentricidad pilló desprevenida. Ella rechazó el gesto, tan azorada como si sospechara que él pretendiera aprovecharse para sodomizarla, y Étienne observó que en lo sucesivo ella se cuidaba mucho de encontrarse lejos de él, a su espalda, hasta que había cruzado el umbral. Hasta el último instante, fingía que estaba ordenando expedientes en la mesa, con las manos un tanto temblorosas. Esta solemnidad suscitaba una sonrisa de Étienne, pero echaba en falta las relaciones personales con los encausados. Las decisiones que tomaba recaían sobre la vida de personas a las que, en el mejor de los casos, sólo había visto cinco o diez minutos. Ya no se ocupaba de individuos, sino de expedientes. Además, tenía que apresurarse. La acumulación de casos impulsa a practicar una justicia mecánica, tal infracción exige tal multa, tal vicio contractual desencadena tal jurisprudencia, y hay que darse prisa porque la productividad, es decir, el número de sentencias dictadas, es un criterio decisivo en la calificación de un juez para su ascenso. A Étienne no le molestaba ser rápido; al contrario, le gusta, pero se ha prometido no ceder a la tentación de la criba y seguir viendo cada expediente como una historia singular, única, que requiere una solución jurídica particular.
Aquel otoño fui dos veces a Vienne para dar una vuelta por el juzgado. Es un bello edificio del siglo XVII, que domina la plazuela donde se encuentra el templo de Augusto y Livio, orgullo del casco viejo. Cuando no estaba «en audiencia», tal como un día me sorprendí diciendo, me entrevistaba con jueces, secretarios judiciales y abogados que me había recomendado Étienne. Les interrogaba sobre lo que hace exactamente un juez de primera instancia y sobre la manera en que lo hacían Juliette y Étienne, y ellos me preguntaban cómo pensaba utilizar yo esta información. ¿Como un piadoso homenaje a mi cuñada recientemente fallecida? ¿Como un documento sobre la justicia en Francia? ¿Como un panfleto sobre el endeudamiento excesivo? Yo no sabía qué contestar. Les notaba conmovidos al ver que un escritor se interesaba por los tribunales de primera instancia, que no interesan a mucha gente, pero al mismo tiempo recelosos. El nombre de Étienne no me abría las puertas tan de par en par como había esperado. La magistrada que le sucedió, y a la que llamé para decirle que deseaba presenciar durante una o dos semanas las sesiones del tribunal, me respondió que un stage no se improvisaba de cualquier manera. Yo en ningún momento había hablado de stage, sino que me había limitado a avisarle por cortesía de que tenía la intención de asistir a audiencias que en su mayoría eran públicas, pero, como sucede a menudo cuando cometes la estupidez de pedir una autorización que no es necesaria, el asunto cobró una importancia exagerada; ella no podía asumir la responsabilidad de darme su aprobación, se precisaba la del presidente del tribunal de casación. ¿Y por qué no el del ministro de Justicia?, bromeó Étienne, no tan asombrado. Comprendí que la sombra de su antecesor pesaba sobre la nueva titular del cargo, y que ella debía de verme como un espía a sueldo de Étienne, un emisario del emperador que venía a despertar fantasmas en plena Restauración.
A fin de cuentas, hice algo que se parecía a un stage y comprobé lo que me había dicho Étienne: que el juez de primera instancia es el equivalente judicial del médico de barrio. Impago de alquileres, desalojos, embargos del sueldo, tutela de minusválidos o ancianos, litigios sobre sumas inferiores a 10.000 euros: las superiores a esta cifra competen al tribunal de gran instancia, que ocupa la parte noble del juzgado. Para quien ha frecuentado los juicios penales o los de delitos, lo menos que se puede decir es que la primera instancia ofrece un espectáculo ingrato. Todo es pequeño en ella, las faltas, las reparaciones, las sumas. La miseria está allí, pero no ha degenerado en delincuencia. Se chapotea en la materia pegajosa de lo cotidiano, se trata de personas que se debaten en dificultades tan mediocres como insuperables, y la mayoría de las veces ni siquiera ves a esas personas porque no asisten a la audiencia, ni tampoco su abogado porque no lo tienen, y hay que conformarse con enviarles la decisión judicial mediante una carta certificada que una vez de cada dos ni siquiera se atreven a recoger.
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