Florès había salido de la Escuela Nacional de la Magistratura al mismo tiempo que Étienne, pero había ejercido enseguida como juez de primera instancia en un momento en que se estaban creando las comisiones de sobreendeudamiento. A él también le habían impresionado, a pesar o a causa de que procede de una familia pobre. Aquello iba contra todo lo que durante largos estudios le habían enseñado sobre el respeto de los contratos y el derecho que no está pensado para los idiotas. No tardó en cambiar de opinión sobre este punto: el derecho también sirve a los idiotas, a los ignorantes, a todas las personas que, en efecto, han firmado un contrato, pero a las que en definitiva han estafado.
Sin embargo, existe una ley encaminada a limitar estas estafas: la ley Scrivener, aprobada en 1978 bajo el mandato de Giscard, pero de inspiración más socialdemócrata que liberal, en el sentido de que limita la libertad a priori sacrosanta de los contratos.
En pura lógica liberal, las personas son libres, iguales y lo bastante adultas para entenderse sin que el Estado se inmiscuya. En pura lógica liberal, un propietario tiene el perfecto derecho de proponer a su arrendatario un alquiler a cuyo vencimiento puede echarle o duplicar a su antojo la suma acordada, exigirle que apague la luz a las siete de la tarde o que use un camisón en lugar de un pijama: todo va bien desde el momento en que el inquilino tiene el derecho simétrico de no aceptar ese alquiler. La ley, no obstante, tiene en cuenta la realidad y el hecho de que en la realidad las partes no son tan libres e iguales como en la teoría liberal. Uno posee, el otro pide, uno puede elegir, el otro menos, y por eso los alquileres están regulados, así como el crédito.
Por un lado hay que alentarlos porque estimulan la economía, por el otro hay que impedir que se time demasiado a la gente, porque esto degrada a la sociedad. En consecuencia, la ley Scrivener declara abusivas las cláusulas que convertirían el contrato en demasiado leonino e impone al prestamista, puesto que es quien lo redacta, cierto número de exigencias formales, formularios modelo, menciones obligatorias, exigencias de legibilidad, en suma, algunas reglas encaminadas a que al menos el prestatario sepa a qué se compromete.
El problema de la ley Scrivener es que las entidades de crédito a las que supuestamente regula no la respetan, y que los consumidores a los que supuestamente protege no la conocen. Florès la conocía a conciencia y puso todo su empeño, sin ayuda de nadie, en hacerla respetar. Nada más, pero también nada menos.
La mayoría de sus colegas, al abrir un expediente como el de Cofinoga contra Fulanita, se limitaban a comprobar: efectivamente, Fulanita no paga las mensualidades estipuladas por el contrato; efectivamente, según las cláusulas del mismo, Cofinoga está en su derecho de reclamarle el capital, los intereses y las penalizaciones; en efecto, Fulanita no tiene un céntimo, pero la ley es la ley, los contratos son los contratos, y aunque a mí me parezca desolador, no tengo otra alternativa, yo, como juez, que tomar una decisión ejecutoria, es decir, embargar a Fulanita o bien remitir su caso a la comisión de sobreendeudamiento.
Florès, por su parte, apenas miraba lo que debía Fulanita; iba derecho al contrato. A menudo encontraba cláusulas abusivas y casi siempre irregularidades formales. La ley exige, por ejemplo, que esté redactado en letra de cuerpo ocho, y no lo estaba. Exige que su renovación se proponga por carta, y no se hacía. Florès había confeccionado un pequeño cuadro de las irregularidades más frecuentes, marcaba las casillas y en la audiencia declaraba: el contrato es inválido. El abogado de Cofinoga se quedaba boquiabierto. Si se podía recurrir, decía: señor presidente, no es de su incumbencia. La que debe formular esas objeciones es la parte incumplidora, o su abogado, pero usted no puede actuar en su nombre. Recurra, se limitaba a decir Florès.
En el ínterin, declaraba que Cofinoga tenía derecho a reclamar su capital, pero no los intereses ni las penalizaciones. Ahora bien, lo que el deudor paga primero no es el capital, sino los intereses y el importe del seguro. Si el juez decide que sólo debe devolver el capital, y que lo que ha devuelto era capital, es como si le dijera: usted ya no debe 1.500 euros, pongamos, sino sólo 600, y en ocasiones nada en absoluto, y otras veces es incluso Cofinoga el que le debe dinero. Fulanita se desmayaba de alegría.
Philippe Florès, en Niort, era el pionero de esta técnica jurídica. Étienne, en Vienne, no tardó en seguir sus pasos (yo había escrito «en igualar», pero Étienne, en el manuscrito, había señalado: «¡De eso nada!» Aquí dejo constancia). Lo hacía con gran placer, en la audiencia civil y sobre todo en la comisión de sobreendeudamiento, donde su pasión por denunciar las irregularidades y decretar la pérdida de los intereses cambiaba la situación radicalmente. En primer lugar, desde el punto de vista del desdichado deudor, no es en absoluto lo mismo decirle: usted no puede pagar, su situación no tiene ningún remedio y por lo tanto no tengo alternativa, cancelo la deuda, que decirle: han cometido una injusticia con usted, yo la reparo. Es mucho más agradable, tanto de oír como de decir, y Étienne no se privaba de este gusto. Por otra parte, en cuanto se aligeraba la deuda global, se podían elaborar planes de reintegro que no eran del todo inviables. Aquí también compete al juez decidir quién cobrará primero, quién más tarde y quién no cobrará nada. Es una decisión política. En el caso de los que no cobrarán nada, no se trata solamente de que no existen recursos para pagarles, sino también de que no merecen cobrar. Porque se han portado mal, porque son los malos de la historia, porque es moral que al estafador se le estafe a veces. Por supuesto, Étienne no formula las cosas con tanta crudeza. Prefiere distinguir entre los acreedores a los que la cancelación de la deuda causará un grave quebranto y acreedores que sufrirán un menor daño: por un lado, el pequeño mecánico, el pequeño propietario que alquila, el pequeño concesionario de Saint-Jean-de-Bournay, que, si no cobran, pueden a su vez incurrir en un sobreendeudamiento; y por otro, las grandes entidades de crédito o la gran compañía de seguros que de todas formas han incluido el riesgo de impago en el precio del contrato. Prefiere decir que el pequeño proveedor, el pequeño mecánico, el pequeño concesionario de Saint-Jean-de-Bournay, escarmentados, corren el riesgo de volverse recelosos, de no volver a dejarse enternecer, que el vínculo social se debilitará de este modo y que en esto consiste ante todo su función de juez: en salvaguardar un poco el vínculo social, en actuar de manera que la gente pueda seguir conviviendo.
Aun así, hasta Jean-Pierre empezaba a pensar que se propasaba. Medio bromeando, le decía que era un Robespierre, un pequeño juez rojo. Decía: es demasiado fácil, y sobre todo no es el papel de un juez, dividir el mundo entre grandes empresas cínicas y pobres ingenuos acorralados, y ponerse en cuerpo y alma al servicio de estos últimos. A este reproche, Étienne respondía como Florès: lo único que hago es aplicar la ley. La aplicaba, en efecto, pero a su manera, y acordándose de un texto que le había impresionado cuando estudiaba en la Escuela Nacional de la Magistratura: la arenga de Baudot. Este Baudot, uno de los inspiradores del sindicato de la magistratura en los años setenta, había sido sancionado por el ministro de Justicia, a la sazón Jean Lecanuet, por haber pronunciado ante unos jueces jóvenes el discurso siguiente: «Sed parciales. Para mantener la balanza entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, que no pesan lo mismo, inclinadla hacia un lado. Tened un prejuicio favorable con la mujer contra el hombre, con el deudor contra el acreedor, con el obrero contra el patrono, con el atropellado contra la compañía de seguros del atropellador, con el ladrón contra la policía, con el acusado contra la justicia. La ley se interpreta, dirá lo que quieran ustedes que diga. Entre el ladrón y el robado, no tengáis miedo de castigar al robado.»
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