Cuando, a principios de otoño, decidí ir a Vienne para dar una vuelta por el juzgado y ver en qué consiste el trabajo de un juez de primera instancia, comprendí que había llegado el momento de llamar a Patrice. Como todavía no le había hablado de mi proyecto, del que sólo Étienne y Hélène estaban informados, me daba un poco de aprensión llamarle. Pareció un poco extrañado, pero en absoluto receloso. Me dijo: pásate por casa.
Me esperaba en el andén de la estación, con Diane en brazos, y me preguntó si no me importaba que fuéramos a hacer las compras a Intermarché. Las niñas no se quedan a comer en la escuela, hay que alimentarlas tres veces al día, tres comidas para tres niñas, la más pequeña de las cuales sólo tiene un año y medio, y él no se pone nervioso, apenas alza la voz algunas veces en que hacen demasiadas travesuras. Yo me puse enseguida a echarle una mano, a sacar las compras del maletero, a poner y recoger la mesa, a vaciar y a llenar el lavavajillas, a pasar la esponja por la mesa de formica amarilla, a recoger del suelo el arroz y los yogures que tiraba Diane desde lo alto de su silla, con lo que al cabo de una hora yo era uno más en la casa. Patrice acogía mi presencia con placidez, no le creaba problemas, y tampoco a las niñas. Después de comer acostó a Diane para la siesta, Amélie y Clara cruzaron la plaza para ir a la escuela y nosotros salimos al jardín para tomar el café debajo de la catalpa. Hablamos de todo un poco, de la organización de la vida cotidiana desde que faltaba Juliette. Patrice no parecía ni curioso ni impaciente por ir al grano, y daba aún menos la impresión de alguien que espera antes de actuar para que el otro se descubra primero. Era algo muy sencillo: yo había ido a pasar unos días con ellos y hablábamos delante de un café. En el tren que me llevaba a Vienne me había preguntado ansiosamente cómo le hablaría, qué argumentos podrían predisponerle a mi favor, pero ahora ya no me preguntaba nada parecido. Acabado el café, saqué mi libreta, como en la cocina de Étienne, y dije: ahora me gustaría que me hablases de Juliette. Y, para empezar, de ti.
Su padre, un hombretón seco, austero, con una barba corta, es profesor de matemáticas. Su madre, maestra, dejó de trabajar para educar a sus hijos. El amor a la montaña les empujó a establecerse primero en Albertville y después en un pueblo cerca de Bourg-Saint-Maurice, donde compraron una casa. Militante ecologista desde el principio, el padre es un enemigo feroz de las estaciones de esquí gigantescas, de la publicidad, de la televisión que siempre se negó a tener, de la sociedad de consumo en general. Aunque le admiraban, sus hijos le temían un poco. Su madre, por su parte, les mimaba. Quería que fuesen niños alegres y confiados, y Patrice piensa, sin amargura, que les protegió un poco demasiado, por lo menos a él. Por ejemplo, le hizo repetir un curso, considerando que no estaba preparado para entrar en sexto porque Patrice tenía miedo de que le molestaran en el patio de recreo. Todo fue bien cuando él y sus hermanos eran niños: tenían un grupo de amigos con los que jugaban a vaqueros en las calles del pueblo. Las cosas cambiaron en la adolescencia. Los amigos dejaron los estudios después de la enseñanza secundaria, estaba descartado que los tres hermanos hicieran lo mismo. Los amigos tenían mobilettes, fumaban, ligaban con chicas; los tres hermanos no tenían mobilettes, no fumaban, no ligaban: habían asimilado los valores familiares lo bastante bien para que las tres cosas les pareciesen insulsas, y en vez de ir al baile la noche del sábado, escuchaban en su cuarto, con las luces apagadas, sus discos de Graeme Allwright y de Pink Floyd. No se sentían superiores, pero sí diferentes. Los amigos, con los que siguen viéndose hoy día, son mecánicos, albañiles, alquilan esquís o trabajan aplanando las pistas de Bourg-Saint-Maurice; los dos hermanos de Patrice se hicieron maestros como su madre y no han abandonado Saboya, él es dibujante en Isère: nadie se ha alejado demasiado del terruño, nadie ha tenido un éxito ni un fracaso espectaculares, pero las diferencias subsisten. Cuando después de su siesta, llevamos a Diane a casa de la señora que la cuida unas horas por la tarde, Patrice me habló de ella y de su marido diciendo que no pertenecían en absoluto al mismo medio que ellos: se refería a que viven con la televisión encendida, son hinchas de equipos de fútbol y políticamente se inclinan por la derecha y hasta por la extrema derecha. Dicho esto, añadió que eran gente estupenda y yo, al escucharle, estaba seguro de que lo pensaba, de que en la constatación que hacía de su diferencia de valores no había ningún desdén, ninguno de los esnobismos que pueden ser tanto más virulentos porque, vistos desde el exterior, la distancia parece ínfima. No obstante, Patrice habla a sus vecinos de Attac y de la tasa Tobin [8] sin gran éxito, sin la menor duda sobre la verdad de sus convicciones y también sin desprecio por quienes no las comparten y deploran que haya demasiados extranjeros en Francia.
No era muy bueno en los estudios y él mismo dice que era perezoso. Le gustaba soñar a solas, contarse vidas imaginarias en mundos poblados de caballeros, gigantes y princesas. Daba forma a estos ensueños componiendo «Libros de los que eres el héroe». Cuando suspendió el bachillerato, se negó a repetir curso: no le atraía nada de lo que enseñaban en el instituto. El problema era que no le atraía ninguna otra cosa, ningún oficio salvo el de dibujante de historietas. A la incómoda pregunta de qué quieres ser de mayor, había encontrado una respuesta. Reconoce que era un refugio más que una verdadera vocación: una manera de mantener a distancia el mundo real, donde había que ser fuerte y luchar para imponerse. Sus padres accedieron a enviarle a París, donde compartía una buhardilla con un primo y trabajaba en las láminas que le abrirían las puertas de los editores. Retrospectivamente, lamenta no haber pasado por la escuela de dibujo, donde habría adquirido fundamentos técnicos. Era totalmente autodidacta, dibujaba con bolígrafo en hojas de papel cuadriculadas, e ignoraba casi todo lo que se hacía en el campo que había elegido. Conocía a Johan y Pirlouit, Spirou, Tintín, Blueberry, y no iba más allá. A veces, en Gibert Jeune, examinaba L'Echo des Savanes, Fluide glacial, historietas para adultos, pero las desechaba, como si nada más mirar aquellas imágenes agresivas, sofisticadas, chirriantes, traicionara el universo infantil al que se mantenía fiel. Se paseaba por las calles de París con su primo, que estudiaba viola y era tan romántico como él. Algunas veces iban al parque de Sceaux y trepaban a un árbol. Se quedaban allí todo el día, encaramados en las ramas, soñando con la princesa que algún día encontrarían. Con todo, a finales de año, Patrice puso la palabra «fin» en la parte inferior de la última lámina de su historieta, y a continuación intentó venderla. El hombre que le recibió en Casterman le dijo amablemente que no estaba mal, pero que era demasiado naif, demasiado sentimental. Patrice salió de allí con su cartapacio de dibujo debajo del brazo, decepcionado pero no realmente sorprendido. No llamó a otras puertas. El mundo de las tiras ilustradas era más duro que las historietas que //dibujaba.
Al llegar a la edad del servicio militar, no pensó ni en el servicio social sustitutorio, como los jóvenes burgueses espabilados, ni en intentar que le declarasen inútil, como los jóvenes burgueses rebeldes: estaba contra la guerra y el ejército, y por lo tanto le parecía normal ser objetor de conciencia. De este modo terminó haciendo una animación vagamente medieval en un castillo cerca de Clermont-Ferrand, lo que habría podido gustarle si sus compañeros no hubiesen resultado ser tan soeces y obscenos como los reclutas, y más tarde en un centro de documentación pedagógica donde utilizaban sus aptitudes para dibujar sainetes destinados a la enseñanza de idiomas. Licenciado del ejército al cabo de dos años, fue a inscribirse en la oficina de empleo, que le encontró un trabajo de repartidor. Se mudó a un pequeño estudio en Cachan. Objetivamente, tenía motivos para preocuparse por su futuro, pero él no se inquietaba. Preocuparse no es su fuerte, como tampoco los planes de carrera o el miedo al mañana.
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