Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Y se apresuró a fundirse con las cohortes desorientadas que deambulaban por la orilla del río.

Dos meses después de mi conversación con Omar, mis reflejos no se habían modificado un ápice. Despertar a las seis de la mañana, levantar el cierre metálico dos horas después, apuntar en los libros las entradas y salidas de la mercancía, cerrar la tienda a última hora de la tarde. Cuando los empleados se habían ido, nos encerrábamos, Sayed y yo, en la tienda y hacíamos el balance de las ventas y el inventario de los pedidos. Una vez cuadrada la caja y hechas las previsiones para el día siguiente, Sayed me entregaba el manojo de llaves y se llevaba la bolsa repleta de billetes. La rutina empezaba a pesarme y mi universo se estrechaba como una piel de zapa. Ya no iba al centro de la ciudad, no frecuentaba los bares. Mi itinerario se limitaba a dos puntos distantes un centenar de metros: el restaurante y la tienda. Cenaba temprano, compraba limonada y galletas en la tienda de comestibles cercana y me encerraba en mi habitación. Me pasaba el tiempo pegado a la tele, zapeando sin control, incapaz de concentrarme en un programa o una película. Dicha situación acentuaba mi malestar, me deformaba el carácter. Me volvía cada vez más susceptible, cada vez menos paciente, y mis palabras y gestos empezaron a traslucir una agresividad que desconocía en mí. No soportaba que mis colegas me ignoraran y no perdía la oportunidad de señalárselo. Cuando alguien no contestaba a mi sonrisa, mascullaba «cara de capullo» para que me oyera, y si se atrevía a fruncir el ceño, me encaraba con él y lo provocaba. De ahí no pasaba la cosa, y aquello me sabía a poco.

Una noche, harto ya, pregunté a Sayed qué estaba esperando para mandarme al frente. Me contestó con un tono que me dolió: «¡Cada cosa en su momento!». Tenía la sensación de ser morralla y de no pintar para nada. Ya se enterarán éstos, me prometía a mí mismo. Un día les demostraré de lo que soy capaz. Por entonces, al no tener la iniciativa, me limitaba a rumiar mis frustraciones y concebir, para amueblar mis insomnios, unos descabellados planes de revancha.

Luego, los acontecimientos se precipitaron…

Había despedido al último cliente y bajado la mitad del cierre metálico de la tienda cuando dos hombres me pidieron con un gesto que me echara atrás y los dejara entrar. Los empleados, Amr y Rachid, que estaban recogiendo sus cosas para irse, se quedaron paralizados. Sayed se puso las gafas; cuando reconoció a los dos intrusos, se levantó de su despacho, sacó un sobre de un cajón y lo lanzó sobre la mesa. Los dos hombres se miraron y cruzaron las manos. El más alto, de cincuenta y pico años, tenía un rostro patibulario que descansaba sobre un cuello adiposo como una gárgola de iglesia. Tenía en la mejilla derecha una horrible quemadura cuya extensión lo obligaba a cerrar un poco el párpado. Era un bruto en estado puro, de pérfida mirada y mueca sardónica. Llevaba una chaqueta de cuero desgastada en los codos, y debajo un jersey verde botella constelado de caspa. El otro, de unos treinta años, enseñaba sus colmillos de lobezno tras una sonrisa afectada. Su desenvoltura revelaba al arribista que va quemando etapas, convencido de que sus galones de madero tienen poderes talismánicos. Llevaba su vaquero nuevo remangado hasta los tobillos, dejando al descubierto unos mocasines destaconados. Miraba fijamente a Rachid en lo alto de su escalerilla.

– Muy buenas, dadivoso señor -dijo el cincuentón.

– Muy buenas, capitán -dijo Sayed golpeteando el sobre-. Éste te estaba esperando.

– He estado cumpliendo una misión estos días pasados.

El capitán se acercó a la mesa, lentamente, sopesó el sobre y refunfuñó:

– Ha adelgazado.

– Está todo.

El oficial de policía esbozó una mueca de escepticismo.

– Ya conoces mis problemas familiares, Sayed. Tengo que mantener a toda una tribu, y hace seis meses que no cobramos.

Señaló con el pulgar a su colega:

– Mi amigo también está jodido. Quiere casarse y no hay manera de que encuentre un puto lugar donde meterse.

Sayed crispó los labios antes de volver a meter la mano en el cajón. Sacó unos cuantos billetes más que el capitán escamoteó con gesto de prestidigitador.

– Eres un hombre generoso, Sayed. Dios te lo tendrá en cuenta.

– Estamos pasando un mal trago, capitán. Tenemos que ayudarnos mutuamente.

El capitán se rascó la mejilla herida, fingió sentirse incómodo y tuvo que arrancar de la mirada de su compañero el valor para cortar por lo sano:

– A decir verdad, no he venido por el sobre. Mi amigo y yo estamos montando un negocio y he pensado que podrías estar interesado, que podrías echarnos una mano.

Sayed se volvió a sentar y se cogió la boca entre el pulgar y el índice.

El capitán se sentó al otro lado de su mesa y cruzó las piernas.

– Estoy montando una pequeña agencia de viajes.

– ¿En Bagdad? ¿Crees que nuestro país es un destino muy solicitado?

– Tengo familia en Ammán. Opinan que debería invertir allá. Yo ya he corrido mundo y, si quieres que te sea sincero, aquí no veo la salida del túnel. Estamos asistiendo a un segundo Vietnam y no quiero palmarla en él. Tengo tres balas en el cuerpo y un cóctel molotov ha estado a punto de desfigurarme. He decidido entregar mi placa y hacer fortuna en Jordania. Mi negocio promete. Cien por cien de beneficios. Y legal. Si quieres, te puedes asociar conmigo.

– Ya tengo bastantes preocupaciones con mi propio negocio.

– Anda ya. Te las apañas muy bien.

– No tanto.

El capitán atornilló un pitillo en sus labios y lo encendió con un mechero desechable. Echó el humo a la cara de Sayed, que se limitó a apartarla levemente.

– Lástima -dijo el policía-, estás dejando escapar un auténtico chollo, amigo mío. ¿De verdad que no te seduce la idea?

– No.

– No pasa nada. Y ahora, ¿qué te parece si hablamos del objeto de mi visita?

– Te escucho.

– ¿Confías en mí?

– ¿A qué te refieres?

– ¿He intentado engañarte desde que cuido de tus asuntos?

– No.

– ¿He demostrado ser codicioso?

– No.

– Y si te pidiera que me adelantaras un poco de dinero para montar mi negocio, ¿confías en que te lo devolvería?

Sayed estaba esperando esa salida. Sonrió y apartó los brazos:

– Eres una persona leal, capitán. Te prestaría millones con los ojos cerrados, pero tengo deudas por un tubo y el negocio anda flojo.

– ¡Eso se lo cuentas a otro! -dijo el capitán aplastando su cigarrillo sobre el cristal de la mesa-. Estás forrado. ¿Qué crees que hago a lo largo del día? Me siento en el café de enfrente y apunto el ir y venir de tus furgonetas de reparto. Vendes dos veces más de lo que recibes. Sólo en el día de hoy -añadió sacando un cuadernillo del bolsillo interior de su chaqueta- has vendido dos frigoríficos grandes, cuatro lavadoras, cuatro televisores y un montón de clientes han salido con distintos paquetes. Y eso que no estamos más que a lunes. Al ritmo con que te deshaces de tu mercancía, deberías montar tu propio banco.

– ¿Me espías, capitán?

– Soy tu estrella, Sayed. Velo por tus chanchullos. ¿Acaso te han dado la lata con los impuestos? ¿Acaso han venido otros maderos a sacarte la pasta? Puedes traficar todo lo que te dé la gana. Sé que tus facturas son tan falsas como tu palabra de honor y cuido de que lo sigan siendo con total impunidad. Tú, a cambio, me das las migajas y crees que me estás cubriendo de seda. No soy un mendigo, Sayed.

Se levantó bruscamente y fue directamente al almacén. A Sayed no le dio tiempo a retenerlo. El capitán se introdujo en la trastienda y con un gesto significativo señaló las incontables cajas que se amontonaban en las tres cuartas partes de la sala.

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