Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Amr y Rachid bajaron el cierre metálico, y Sayed me llevó de inmediato al otro lado del Tigris. De camino, telefoneó varias veces a unos «socios» y los invitó a reunirse con él urgentemente en el «número dos». Usaba un lenguaje codificado que parecía una conversación intrascendente entre comerciantes. Llegamos a un barrio periférico erizado de edificios decrépitos donde se pudría un populacho entregado a sí mismo, y luego entramos en el patio de una casa donde dos coches acababan de aparcar. Sus ocupantes, dos hombres trajeados, nos acompañaron hasta el interior de la casa. Yacín se unió a nosotros unos minutos después. Era el que estaba esperando Sayed para abrir la sesión. La reunión duró apenas un cuarto de hora. Trató básicamente del atentado que acababa de producirse en el bulevar. Los tres hombres se consultaron con la mirada, incapaces de adelantar una hipótesis. No sabían quién estaba detrás del atentado. Adiviné que Yacín y los dos desconocidos eran jefes de grupos que operaban en los barrios colindantes con el bulevar y que el atentado de la mañana los había pillado desprevenidos a los tres. Sayed dedujo que un nuevo grupo, desconocido y lógicamente disidente, intentaba inmiscuirse en su sector y que había que identificarlo imperativamente para evitar que echara a perder sus planes de acción y, consecuentemente, desbaratara la demarcación operacional vigente. Se levantó la sesión. Los dos primeros en llegar se fueron, y luego lo hizo Sayed, que, antes de meterse en su coche, me confió a Yacín «hasta nueva orden».

Yacín no estaba encantado de incorporarme a su grupo, sobre todo ahora que unos desconocidos se habían puesto a pisarle los callos. Se limitó a llevarme a un escondite, al norte de Bagdad; una ratonera apenas más ancha que una cabina con dos literas y un armario enano. La ocupaba un joven filiforme, con el rostro afilado y la ganchuda nariz suavizada por un fino bigote rubio. Estaba durmiendo cuando llegamos. Yacín le explicó que debía alojarme dos o tres días. El joven asintió con la cabeza. Cuando se fue Yacín, me ofreció la cama de abajo.

– ¿Te persigue la pasma? -me preguntó.

– No.

– ¿Acabas de llegar?

– No.

Pensó que no me apetecía entablar una conversación con él y no insistió.

Permanecimos sentados el uno al lado del otro hasta mediodía. Estaba furioso con Yacín, y con todo lo que me ocurría. Tenía la sensación de ser paseado de aquí para allá como una vulgar maleta.

– Bueno -dijo el joven-, voy a comprar unos bocadillos. ¿Pollo o pinchitos de cordero?

– Tráeme lo que quieras.

Se puso la chaqueta y salió al descansillo. Lo oí bajar corriendo las escaleras, y luego nada. Agucé el oído. Ni un ruido. El edificio parecía abandonado. Me acerqué a la ventana y vi al joven apresurarse hacia la plaza. Un sol velado clavaba sus luces sobre el barrio. Tenía ganas de abrir la ventana y vomitar al vacío.

El joven me trajo un bocadillo de pollo envuelto en periódico. Le di un par de bocados y lo dejé sobre el armario, con el vientre encogido.

– Me llamo Obid -me dijo el joven.

– ¿Qué pinto yo aquí?

– No lo sé. Yo sólo llevo una semana. Antes vivía en el centro de la ciudad. Allí era donde actuaba. Luego escapé por los pelos de una redada de la policía, así que estoy esperando que se me asigne otro sector, o puede que otra ciudad… ¿Y tú?

Fingí no haber oído la pregunta.

Por la noche, me quedé aliviado al ver llegar a uno de los gemelos, Hossein. Anunció a Obid que un coche lo recogería el día siguiente. Obid dio un bote de alegría.

– ¿Y yo?

Hossein me gratificó con una amplia sonrisa:

– Tú te vienes ahora mismo conmigo.

Hossein conducía un cochecito destartalado. Era torpe y no paraba de tropezar con las aceras. Conducía tan mal que la gente se apartaba instintivamente de él. Él se reía: le divertía provocar pánico y volcar cosas. Pensé que estaba borracho o drogado. Ni lo uno ni lo otro; no sabía conducir, y su permiso era tan falso como los papeles del coche.

– ¿No temes que te detengan? -le pregunté.

– ¿Por qué? Todavía no he atropellado a nadie.

Empecé a relajarme cuando salimos indemnes de los barrios populosos. Hossein soltaba risotadas por cualquier cosa. Nunca lo había visto así. En Kafr Karam, era ciertamente amable, aunque un tanto cerrado de mollera.

Hossein detuvo su cacharro a la entrada de un barrio que había sido duramente castigado por disparos de misiles. Las casuchas parecían abandonadas. Sólo al cruzar una especie de línea de demarcación me di cuenta de que la población se escondía. Más adelante, me enteraría de que era una señal para indicar la presencia de un fedayín. Para evitar llamar la atención de los militares y de la policía, la gente tenía orden de mantenerse a raya.

Caminamos por una callejuela pestilente hasta una casa grotesca de tres pisos. Nos abrieron el otro gemelo, Hasán, y un desconocido. Hossein me lo presentó. Se llamaba Lliz y era el inquilino, un treintañero demacrado que parecía recién escapado de un quirófano. Nos sentamos de inmediato a comer. La comida estaba buena, pero no le hice los honores. Al caer la noche, se oyó el lejano eructo de una bomba. Hasán miró su reloj y dijo: «¡Adiós, Marwan! Nos veremos en el cielo». Marwan debía de ser el kamikaze que acababa de saltarse por el aire.

Luego Hasán se dio la vuelta hacia mí:

– No sabes cuánto me alegra volver a verte, primo.

– ¿Sólo estáis vosotros tres en el grupo de Yacín?

– ¿No te parece bastante?

– ¿Dónde están los demás?

Hossein soltó una carcajada.

Su hermano le dio una palmada en la rodilla para que se calmara.

– ¿Qué entiendes por «los demás»?

– El resto de vuestra banda de Kafr Karam: Adel el Ingenuo, Salah el yerno del ferretero y Bilal el hijo del barbero.

Hasán asintió:

– Salah está ahora mismo con Yacín. Parece ser que un grupo disidente pretende tomarnos la delantera… En cuanto a Adel, murió. Debía suicidarse con bomba en un centro de reclutamiento de la policía. Yo no estaba de acuerdo con que le confiaran una misión como ésa. Adel no estaba muy bien de la cabeza. Yacín dijo que era capaz de hacerlo. Así que le colocaron un cinturón con explosivos. Cuando llegó al centro, Adel había olvidado cómo activar el detonador. Y eso que era sencillo. Bastaba con pulsar un botón. Se lió y se cabreó. Entonces se quitó la chaqueta y se puso a golpear su cinturón. Los jóvenes que hacían cola para ser reclutados vieron lo que Adel llevaba alrededor del cuerpo y se largaron. En el patio sólo quedó Adel, empeñado en recordar cómo activar el detonante. Por supuesto, los polis le dispararon y Adel se desintegró sin herir a nadie.

Hossein se carcajeó haciendo contorsiones:

– Sólo a Adel se le podía ocurrir acabar así.

– ¿Y Bilal?

– Nadie sabe qué ha sido de él. Debía recoger a un responsable de la resistencia en Kirkuk. El responsable se quedó esperando en el punto de encuentro, y Bilal nunca se presentó. Seguimos sin saber lo que le ha ocurrido… Hemos buscado en los depósitos de cadáveres, en los hospitales, en todas partes, hasta en la policía y los cuarteles donde tenemos a gente nuestra, nada… Tampoco ningún rastro del coche.

Me quedé una semana en casa de Lliz. Soportando las risas tontas de Hossein. Hossein estaba medio tocado. Algo se había quebrado en su mente. Su hermano ya sólo le encargaba hacer las compras. El resto del tiempo, Hossein se quedaba apalancado en un sillón viendo la tele hasta que alguien lo mandara a comprar comida o a buscar a alguien.

Yacín me permitió una sola vez apoyar a Hasán y a Lliz. Nuestra misión consistía en trasladar a un rehén desde Bagdad hasta una cooperativa agrícola. Salimos a plena luz del día. Lliz conocía todos los atajos que permitían sortear los puestos de control. Se trataba de una europea, miembro de una ONG, raptada en el dispensario donde trabajaba como médico. Estaba encerrada en el sótano de un chalé, cerca de una comisaría. La transferimos sin problema, ante las narices de la policía, y la entregamos a otro grupo recluido en una granja, a unos veinte kilómetros al sur de la ciudad.

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