Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Pensé que, tras esa hazaña, se confiaría más en mí y se me asignaría una segunda misión. Nada de eso. Pasaron tres semanas sin que Yacín recurriera a mí. Venía de cuando en cuando a visitarnos, charlaba largo y tendido con Hasán y Lliz; a veces comía con nosotros; luego, Salah el yerno del ferretero pasaba a recogerlo, y yo me quedaba igual que antes.

15

Había dormido mal. Creía haber soñado con Kafr Karam, pero no estaba seguro. Perdí el hilo justo cuando abrí los ojos. Tenía la cabeza repleta de imágenes indefinidas, fijas en una pantalla que olía a chamusquina, y me levanté con el relente de mi pueblo metido en la nariz.

Sólo me había quedado de mi sueño, profundo y sin eco, el dolor punzante que me atenazaba las articulaciones. No me sentí encantado al reconocer la habitación donde me marchitaba desde hacía semanas esperando no se sabe qué. Tenía la impresión de ser la más pequeña de las muñecas rusas, de que mi habitación era la siguiente, la casa la mayor, y el fétido barrio la tapadera. Estaba atrapado en mi cuerpo como un ratón en una trampa. Mi mente corría enloquecida sin hallar escapatoria. ¿Era esto la claustrofobia?… Necesitaba salirme de mis casillas, explotar como una bomba, ser útil para algo, asemejarme a la desgracia.

Fui tambaleándome hasta el cuarto de baño. La toalla colgada de un clavo estaba negra de mugre. Al cristal no le habían pasado un trapo desde hacía lustros. Apestaba a orina estancada y a moho; me daban ganas de vomitar.

Sobre el lavabo mancillado, un trozo de jabón abollado junto a un tubo de dentífrico intacto. El espejo me devolvió el rostro ajado de un joven en las últimas. Me miré como se mira a un extraño.

No había agua corriente. Fui a la planta baja. Hundido en su sillón, Hossein veía una película animada en la tele. Se reía ahogadamente a la vez que picoteaba en un plato de almendras tostadas. En la pantalla, una pandilla de gatos callejeros, recién salidos de sus cubos de basura, se metían con un gatito aterrado. Hossein disfrutaba viendo el miedo que estaba pasando el animalillo extraviado en la jungla de asfalto.

– ¿Dónde están los demás? -le pregunté.

No me oyó.

Me dirigí a la cocina, me hice café y regresé al salón. Hossein había zapeado; ahora estaba pendiente de un combate de lucha libre.

– ¿Dónde están Hasán y Lliz?

– No tengo por qué saberlo -refunfuñó-. Debían regresar antes del anochecer, pero aún no han vuelto.

– ¿Nadie ha llamado?

– Nadie.

– ¿Piensas que puede haberles ocurrido algo?

– Si mi gemelo tuviese problemas, lo notaría.

– Quizá deberíamos llamar a Yacín para saber algo más.

– Está prohibido. Siempre llama él.

Eché una ojeada por la ventana. Fuera, las calles rebosaban de claridad matutina. Pronto la gente saldría de sus cuchitriles y los chavales invadirían la zona como langostas.

Hossein manipuló el mando a distancia e hizo desfilar distintas cadenas por la pantalla. Ningún programa retuvo su interés. Se meneó en el sillón, sin apagar la tele.

Me dijo bruscamente:

– ¿Te puedo hacer una pregunta, primo?

– Claro.

– ¿De verdad de la buena? ¿Me contestarás sin rodeos?

– ¿Por qué no?

Echó la cabeza hacia atrás con esa risa que me crispaba y que ya estaba empezando a odiar. Era una risa absurda, que soltaba sin ton ni son. No paraba de oírlo, de día y de noche. Porque Hossein no dormía nunca. Se pasaba el día y la noche en el sillón, con el mando en la mano a modo de varita mágica, cambiando de mundo y de idioma cada cinco minutos.

– ¿Me contestarías con franqueza?

– Lo intentaría.

Sus ojos brillaron de una manera extraña, y sentí lástima por él.

– ¿Piensas que estoy… chalado?

La garganta se le encogió con la última palabra. Parecía tan desgraciado que me sentía turbado.

– ¿Por qué dices eso?

– Eso no es una respuesta, primo.

Intenté mirar hacia otra parte, pero sus ojos me lo impidieron.

– No creo que estés… chalado.

– ¡Mentiroso! En el infierno te colgarán por la lengua sobre una barbacoa… Eres como los demás, primo. Dices una cosa y piensas la contraria. Pero desengáñate, no estoy chiflado. Tengo la cabeza en su sitio, y con todos sus accesorios. Sé contar con los dedos, y sé leer en las miradas lo que la gente me oculta. Es cierto que no consigo controlar mi risa, pero no por eso estoy chalado. Me río porque… porque… la verdad es que no sé por qué. Son cosas que no se explican. Pillé el virus cuando vi a Adel el Ingenuo ponerse nervioso al no conseguir dar con el detonador que debía hacer estallar la bomba que llevaba puesta. Yo no andaba lejos, y lo observaba mientras se mezclaba con los aspirantes en el patio de la policía. Al principio, me entró el pánico. Y cuando estalló con los disparos de la policía, creí desintegrarme con él…

Yo le tenía mucho aprecio. Se crió en nuestro patio. Pero luego, pasado el luto, cada vez que lo recuerdo manoseando su cinturón con explosivos y renegando, suelto la carcajada. Resultaba tan descabellado, tan alucinante… Pero no por eso estoy loco. Sé contar con los dedos, y sé apartar el grano de la paja.

– Yo nunca he dicho que estés loco, Hossein.

– Los demás tampoco. Pero lo piensan. ¿Crees que no me he dado cuenta? Antes, me metían en el fregado sobre la marcha. Emboscadas, secuestros, ejecuciones, era el primero de la fila… Ahora, me mandan a la compra o a recoger a alguien en mi trasto viejo. Cuando me presento voluntario para un asunto gordo, me dicen que no merece la pena, que se bastan y que no conviene desproteger los flancos. ¿Qué significa eso de desproteger los flancos?

– A mí tampoco me han confiado todavía ninguna tarea.

– Tienes suerte, primo. Porque te voy a decir yo lo que pienso. Nuestra causa es justa, pero la defendemos muy mal. Si de cuando en cuando me río, también puede que sea por eso.

– Ahora estás diciendo tonterías, Hossein.

– ¿Adónde nos lleva esta guerra? ¿Tú le ves un final?

– Cállate, Hossein.

– Sin embargo, es la verdad. Lo que está ocurriendo no tiene sentido. Matanzas, más y más matanzas. De día y de noche. En la plaza, en la mezquita. Ya no se sabe quién es quién, y todo el mundo está en el punto de mira.

– Estás desvariando…

– ¿Sabes cómo murió Adnán, el hijo del panadero? Cuentan con mucha solemnidad que se abalanzó contra un puesto de control. Es mentira. Estaba harto de tanta carnicería. Se dedicaba a tiempo completo a tirotear a unos y a dinamitar a otros. A disparar en los zocos contra civiles. Hasta que una mañana hizo estallar un autobús escolar, y un crío quedó colgado de la copa de un árbol. Cuando los auxilios llegaron, metieron a los muertos y heridos en ambulancias y los llevaron al hospital. Hasta dos días después no vieron unos transeúntes al crío pudriéndose en el árbol. Y aquel día, Adnán estaba allí, por pura casualidad. Entonces vio a unos voluntarios bajar al niño de su rama. Ni te cuento. Nuestro Adnán se cambió de chaqueta. Se convirtió en su opuesto. Dejó de ser el matón de siempre. Y una noche se puso un cinturón con barras de pan alrededor del cuerpo para simular dinamita y fue a provocar a los militares ante su garita. Abrió de repente su abrigo para mostrarles su atavío y los soldados lo dejaron como un coladero. Lo hicieron papilla. Como el cinturón no explotaba, los soldados seguían disparando. Vaciaron sus cargadores y los de sus compañeros. Luego no hubo manera de distinguir los trozos de carne de los de pan… Ésa es la verdad, primo. Adnán no murió luchando, buscó intencionadamente la muerte, sin armas ni gritos de guerra; simplemente se suicidó.

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