Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Sayed me llevó a un pequeño y coqueto inmueble, en un barrio residencial. Los vigilantes levantaron la barrera nada más reconocer el Mercedes. Al parecer, a Sayed lo respetaban mucho los guardias. Aparcó su coche en un garaje y me llevó a un piso de lujo. No era aquel al que nos había invitado a Yacín, a los gemelos y a mí. Un anciano, secreto y obsequioso, hacía las veces de factótum en aquel lugar. Sayed me aconsejó que tomara una ducha y fuera luego a verlo al salón de ventanas nimbadas por cortinas de tafetán.

Me desnudé y me metí en la bañera regada por un grifo cromado y redondo como una tetera. El agua ardía. No tardé en sentir su efecto balsámico.

El anciano nos sirvió la cena en un pequeño salón rutilante de platería. Sayed iba ceñido con una bata granate que le daba aspecto de nabab. Cenamos en silencio. Sólo se oía el choque de las cucharas, de cuando en cuando perturbado por una llamada al móvil.

Sayed miraba primero la pantalla de su aparato y luego decidía si debía contestar o no. El ingeniero llamó a su vez por lo de ambos cadáveres. Sayed lo escuchó limitándose a pronunciar algún que otro «hum»; cuando cerró la tapa de su teléfono, por fin me dirigió una mirada y comprendí que Rachid y Amr habían hecho un buen trabajo.

El anciano nos trajo una cesta de fruta. Sayed siguió escrutándome en silencio. Quizá esperara que le diera conversación. No veía qué tema podíamos compartir. Sayed era un tipo taciturno, cuando no altivo. Tenía una manera de dirigirse a sus empleados que me desagradaba. Se le obedecía sin rechistar y sus decisiones eran incuestionables. Paradójicamente, su autoridad me tranquilizaba. Con un tío de su nivel no necesitaba hacerme preguntas; él pensaba en todo y parecía estar preparado para afrontar cualquier situación imprevista.

El anciano me enseñó mi habitación y una campanita sobre la mesilla de noche por si necesitara sus servicios. Verificó ostensiblemente que todo estaba en orden y se retiró de puntillas.

Me metí en la cama y apagué la lámpara.

Sayed vino a verme por si necesitaba algo. Sin encender. Se detuvo en la misma puerta, con una mano sobre el pomo.

– ¿Todo bien? -me preguntó.

– Muy bien.

Asintió con la cabeza, cerró a medias la puerta y la volvió a abrir.

– He apreciado mucho tu sangre fría en el almacén -me dijo.

Al día siguiente, volví a la tienda y a mi cuarto del primer piso. La actividad comercial siguió su curso. Nadie vino a preguntarnos si habíamos visto a dos oficiales de la policía por los alrededores. Unos días después, la foto del capitán y de su inspector salió en primera plana de un diario que anunciaba su secuestro y el rescate que exigían los captores para su liberación.

Rachid y Amr dejaron de darme de lado o con la puerta en las narices. A partir de entonces fui uno de ellos. El ingeniero siguió instalando bombas en los tubos catódicos. Por supuesto, sólo manipulaba uno de cada diez televisores, y no todos los clientes eran portadores de la muerte. Pero sí me fijé en que los destinatarios de los paquetes-bomba eran los mismos, tres jóvenes vestidos con monos de mecánico; acudían en unas furgonetas con un gran logotipo en el lateral y, escritas en árabe y en inglés, las palabras «Reparto a domicilio». Aparcaban su vehículo detrás del almacén, firmaban la entrega y se marchaban.

Sayed desapareció una semana. Cuando regresó, le comuniqué mi deseo de unirme a Yacín y su banda. Me moría de aburrimiento, y el maldito relente de Bagdad me contaminaba las ideas. Sayed me rogó que tuviera paciencia. Me trajo, para que me entretuviera por las noches, DVD en los que había escrito con rotulador indeleble Bagdad, Basora, Mosul, Safwan, etc., más una fecha y un número. Eran grabaciones tomadas de reportajes para la televisión o por videoaficionados que mostraban las exacciones de los coaligados: el asedio de Faluya, el ensañamiento de soldados ingleses contra chavales iraquíes capturados durante una manifestación popular, la ejecución sumaria por parte de un soldado norteamericano de un civil herido en medio de una mezquita, los disparos nocturnos y sin previo aviso de un helicóptero norteamericano contra campesinos cuyo camión se había averiado en la carretera; en suma, la filmografía de la humillación y de los fallos que se solían banalizar. Me vi todos los DVD sin pestañear. Era como si estuviesen descargando dentro de mí todas las razones posibles e imaginables para poner el mundo patas arriba. Sin duda, también era lo que pretendía Sayed; atiborrarme la cabeza, que acumulara en mi subconsciente un máximo de ira que, en su momento, sabría conferir entusiasmo a mi sevicia, y cierta legitimidad. No me engañaba a mí mismo; estimaba que tenía mi sobredosis de odio y que no era necesario añadir más. Era un beduino, y ningún beduino puede contemporizar con una ofensa sin que medie la sangre. A Sayed probablemente se le había olvidado esa regla inamovible e inflexible que había sobrevivido al tiempo y las generaciones; su vida ciudadana y sus misteriosas peregrinaciones debían de haberlo alejado del alma gregaria de Kafr Karam.

Volví a ver a Omar. Llevaba el día entero ganduleando de tugurio en tugurio. Me invitó a comer algo, y acepté con la condición de que no volviera a poner sobre la mesa temas enojosos. Se mostró comprensivo durante la comida y, de repente, los ojos se le llenaron de lágrimas. Por pudor, no le pregunté lo que le ocurría. Él mismo se desahogó. Me contó las faenas que le gastaba Hany, su compañero de piso. Éste tenía la intención de irse a Líbano, y Omar no estaba de acuerdo. Cuando le pregunté por qué lo apenaba tanto esa decisión, contestó que quería mucho a Hany y que no podría superar que se fuera. Nos despedimos a orillas del Tigris, él completamente borracho y yo sin la menor gana de volver a mi habitación y a mis melancolías.

En la tienda, la rutina se iba convirtiendo en pesadilla. Las semanas me pesaban como si una manada de búfalos no dejara de pisotearme. Me ahogaba. El aburrimiento me hacía añicos. Ni siquiera acudía ya a los lugares de los atentados, y las sirenas de Bagdad me dejaban indiferente. Adelgazaba a ojos vista, no comía casi, me dormía tarde, me calentaba la cabeza. En varias ocasiones, mientras estaba haciendo tiempo tras el escaparate, me sorprendí hablando y gesticulando a solas. Notaba que estaba perdiendo el hilo de mi propia historia, diluyéndome en mis exasperaciones. Al final, decidí volver a hablar con Sayed para decirle que estaba listo y que no necesitaba todo ese circo para seducirme.

Estaba en la mesa de su despacho llenando formularios. Tras haber mirado detenidamente su bolígrafo, lo dejó sobre un montón de folios, se subió las gafas sobre la cabeza y giró su asiento para tenerme de frente.

– No te estoy engatusando, primo. Estoy esperando instrucciones sobre ti. Creo que tenemos algo para ti, algo extraordinario, pero sólo estamos empezando a idearlo.

– Ya estoy harto de esperar.

– Haces mal. Estamos en guerra y no en la entrada de un estadio. Si pierdes la paciencia ahora, no sabrás conservar tu sangre fría cuando la necesites. Vuelve a tu actividad y aprende a sobreponerte a tu angustia.

– No estoy angustiado.

– Sí lo estás.

Dicho esto, me despidió.

Un miércoles por la mañana, un camión explotó al final del bulevar, llevándose por delante dos edificios. Había por lo menos un centenar de cadáveres descoyuntados en el suelo. La explosión había cavado un cráter de dos metros de profundidad y había roto la mayoría de los escaparates de los alrededores. Jamás había visto a Sayed en ese estado. Se agarraba la cabeza con ambas manos y, tambaleándose por la acera, contemplaba los destrozos. Comprendí que las cosas no habían ocurrido como estaba previsto, pues desde el principio de las hostilidades, y hasta entonces, el barrio se había librado.

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