Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Al cabo de una semana, constaté que Omar iba perdiendo su locuacidad. Se había replegado sobre sí mismo y ya no atendía lo que le decía. Se sentía desdichado. La precariedad de nuestra situación le enflaquecía las mejillas y le dejaba su poso en el fondo de la mirada. Me sentía responsable de su desánimo.

– ¿Qué opinas de Sayed, el hijo del Halcón? -me preguntó una mañana.

– Nada especial. ¿Por qué?

– Nunca he conseguido calar a ese fulano. Ignoro lo que trapichea, pero lleva una tienda de electrodomésticos en el centro de la ciudad. ¿Qué te parece si vamos a verlo por si pudiera echarte una mano?

– Pues claro. ¿Qué te preocupa de este asunto?

– No quiero que pienses que intento largarte.

– Ni se me ocurriría.

Le di una palmada en la muñeca para tranquilizarlo.

– Vamos a verlo, Omar, y ahora mismo.

Nos metimos en el furgón y volamos hacia el centro. Tuvimos que dar media vuelta por culpa de un atentado que acababa de alcanzar una comisaría del barrio y rodear buena parte de la ciudad hasta desembocar en un gran bulevar muy animado. La tienda de Sayed hacía esquina con una farmacia, en la prolongación de una placeta intacta. Omar aparcó a un centenar de metros del establecimiento. Se le notaba nervioso.

– Bueno, estamos de suerte, Sayed está en la caja -me dijo-. No nos veremos obligados a esperar como tontos por aquí… Ve a verlo. Haz como si pasaras por casualidad por ahí y lo hubieses reconocido a través del cristal. Seguro que te va a preguntar qué estás haciendo en Bagdad. Te limitarás a contarle la verdad, que llevas semanas deambulando por las calles, que no sabes dónde ir y que no te queda dinero. Entonces puede que te eche un cable, o bien que pretexte un montón de problemas para dejarte contra las cuerdas. Si se hace cargo de ti, no se te ocurra venir a verme al almacén. No por ahora, al menos. Deja pasar una o dos semanas. No quiero que Sayed sepa dónde vivo ni lo que hago. Te agradecería que no me mentaras nunca delante de él. Yo regreso al almacén. Si no llegas esta noche, entenderé que te ha acogido.

Me empujó apresuradamente hacia la calzada, alzó el pulgar y se coló con rapidez entre los coches que zigzagueaban entre los peatones.

Sayed garabateaba un libro de contabilidad. Estaba con la camisa remangada, cerca de un pequeño ventilador de zumbantes palas. Se subió las gafas sobre la frente y arrugó los ojos cuando observó mi silueta indecisa en el umbral de la tienda. Tardó un tiempo en ubicarme en su memoria, pues no habíamos tenido mucha relación. El corazón se me desbocó. Luego, el rostro del hijo del Halcón se iluminó y una amplia sonrisa se dibujó en su cara.

– No puede ser -exclamó abriendo los brazos para acogerme.

Me estuvo abrazando un largo rato.

– ¿Pero qué estás haciendo en Bagdad?

Le conté más o menos lo que me había aconsejado Omar. Sayed me escuchó con interés, el rostro impasible. Me costaba averiguar si mi desamparo le conmovía o no. Cuando alzó la mano para interrumpirme, creí que me iba a echar. Para gran alivio mío, la dejó caer sobre mi hombro y me declaró que a partir de ese momento hacía suyas mis preocupaciones y que, si me interesaba, podría trabajar en su tienda y alojarme en el piso de arriba, en un cuchitril.

– Aquí vendo televisores, antenas parabólicas, microondas, etc. Lo único que tendrás que hacer es llevar al día la contabilidad de las entradas y salidas. Estuviste en la facu, si no me falla la memoria.

– En primer curso de Letras.

– ¡Enhorabuena! La contabilidad es asunto de honradez, y tú eres un chico honrado. Lo demás, lo irás aprendiendo sobre la marcha. No es nada del otro mundo, ya verás… Estoy muy contento de tenerte aquí, de verdad.

Me acompañó al piso para enseñarme mi cuarto. El cuchitril lo ocupaba un vigilante nocturno al que le vino bien que le asignaran otras tareas para poder así regresar a su casa tras el cierre de la tienda. El lugar me gustó. Había un catre de tijera, un televisor, una mesa y un armario para colocar mis cosas. Sayed me adelantó dinero para que fuera a tomar un baño y me comprara una bolsa de aseo y ropa nueva. También me invitó a comer en un auténtico restaurante.

Dormí como un ángel.

Al día siguiente, a las ocho y media, alcé el cierre metálico de la tienda. Los primeros empleados -eran tres- ya estaban esperando en la acera. Sayed se unió a nosotros unos minutos después y nos presentó. Los empleados no se mostraron muy entusiasmados al darme la mano. Eran jóvenes de la ciudad poco comunicativos y desconfiados. El más alto, Rachid, atendía la trastienda, a la cual nadie más tenía acceso. Su tarea consistía en almacenar la mercancía y en garantizar su entrega. El mayor, Amr, era el repartidor. El tercero, Ismaíl, se encargaba del servicio posventa, era ingeniero electrónico.

El despacho de Sayed hacía las veces de sala de recepción. Se hallaba frente al ventanal y también servía de sala de exposición de sus productos. Sus paredes estaban repletas de estanterías metálicas. Casi todo el espacio disponible estaba ocupado por televisores de marca asiática, de pequeña o gran pantalla, aureolados con antenas parabólicas y todo tipo de accesorios sofisticados. También había cafeteras eléctricas, robots, parrillas y utensilios de cocina. Al contrario que la del vendedor de muebles, la tienda de Sayed, ubicada en una avenida importante, estaba siempre llena. La clientela se aglutinaba allí dentro a lo largo del día. Sin duda, la mayoría iba para comprar con los ojos, pero las salidas eran constantes.

Me sentí a gusto hasta el día en que Sayed me comunicó que unos «muy queridos amigos» me esperaban en mi cuarto del piso de arriba. Yo regresaba de comer en un garito. Sayed se me adelantó. Abrió la puerta, y vi a Yacín y a los gemelos Hasán y Hossein sentados en mi catre de tijera. Algo se estremeció en todo mi ser. Los gemelos estaban encantados de volver a verme. Se me echaron encima y me vapulearon entre manifestaciones de afecto y risas. En cuanto a Yacín, no se levantó. Permanecía inmóvil sobre el catre, muy tieso, como una cobra. Carraspeó para pedir a ambos hermanos que se dejaran de pitorreo y me dirigió esa mirada que nadie en Kafr Karam se atrevía a sostener.

– Has tardado lo tuyo en darte cuenta y despertar -me dijo.

No pillé lo que pretendía decirme.

Los gemelos se apoyaron en la pared y me dejaron solo en medio del cuchitril, frente a Yacín.

– ¿Todo bien? -preguntó.

– No me quejo.

– Pues yo en cambio te compadezco.

Se meneó para liberar un pico de su chaqueta que tenía pillado bajo el trasero. Yacín había cambiado. Le habría echado diez años más. Unos pocos meses habían bastado para endurecer sus rasgos. Su mirada seguía siendo intimidatoria, pero las comisuras de sus labios se habían arrugado como si el rictus que las aplastaba hubiese acabado hundiéndolas.

Decidí no dejarme impresionar.

– ¿Puedo saber por qué me compadeces?

Asintió con la cabeza.

– ¿Piensas que no hay motivo para ello?

– Te escucho.

– Me escucha… Por fin, nuestro querido hijo de pocero oye. ¿Con qué historia lo vamos a incordiar ahora?

Me miró fijamente.

– Me pregunto, buen hombre, cómo te funciona la cabeza. Hay que ser autista para no ver lo que está ocurriendo. El país está en guerra, y millones de cretinos hacen como si la cosa no fuera con ellos. Cuando suenan petardos en la calle, se meten en su casa y cierran los postigos, pensando así librarse del asunto. Salvo que las cosas no funcionan de ese modo. Antes o después, la guerra echará abajo su hipotético refugio y los pillará en la cama… ¿Cuántas veces lo he repetido en Kafr Karam? Os lo decía: si no acudes al incendio, éste te acaba pillando. ¿Quién me hizo caso? ¿Eh, Hasán, quién me hizo caso?

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