Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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– Vamos, vamos, piérdete…

No sé cuántas horas llevaba sentado en el borde de la acera, frente al puesto de control. Me levanté, un poco mareado por el hambre que me atenazaba. Mi mano tanteó el aire en busca de apoyo y sólo encontró el vacío. Me alejé titubeando.

Caminé y caminé… Tenía la impresión de avanzar por un mundo paralelo. Los bulevares se apartaban a mi paso, como si fueran fauces gigantes. Me tambaleaba en medio del gentío, con la mirada turbia y un fuerte dolor en las pantorrillas. De cuando en cuando, un brazo enojado me repelía. Me incorporaba y seguía caminando sin rumbo.

En un puente, un grupo de gente rodeaba un vehículo incendiado. Me abrí paso entre el gentío con la facilidad de un rompehielos en el mar helado.

El agua chapoteaba en las orillas del río, sordo a los clamores de los malditos. Un viento arenoso me azotaba la cara. No sabía qué hacer con mi sombra, ni qué hacer con mis pasos.

– ¡Eh!

No me di la vuelta. No me quedaban fuerzas para darme la vuelta; si daba un paso en falso, me caería.

Me parecía que la única manera de sostenerme de pie era caminar, con las orejeras puestas, y sobre todo no permitir que nada me distrajera.

Oí un fuerte bocinazo, y otro… Luego, un ruido de pasos me alcanzó y una mano me agarró por el hombro.

– ¿Estás sordo o qué?

Un tipo regordete se interpuso en mi camino. No lo reconocí de inmediato, porque veía borroso. Apartó los brazos, liberando su tripón, que le cayó hasta las rodillas. Su risa parecía una desolladura.

– Soy yo…

Fue como si un oasis emergiera de mi delirio. Todo mi ser se estremeció. No creo haber vivido anteriormente tal sensación de liberación, tal felicidad. El hombre que me estaba sonriendo me devolvía a tierra, me resucitaba. Se convertía de golpe en mi único recurso, mi última salvación posible. Era Omar el Cabo.

– ¿A que alucinas conmigo, eh? -exclamó, encantado-. Mira cómo voy maqueado -dijo girando sobre sí mismo-. ¿Una auténtica estrella, eh?

Se alisó la delantera de la chaqueta y el pantalón tieso…

– Ni la menor mancha de grasa, ni una sola arruga -añadió-. Impecable, tu primo. De riguroso estreno. ¿Recuerdas en Kafr Karam? Siempre con un manchón de aceite o de grasa en la ropa. Pues eso se acabó desde que llegué a Bagdad.

Su entusiasmo se vino repentinamente abajo. Acababa de darse cuenta de que no me encontraba bien, de que me costaba mantenerme de pie, que estaba a punto de desmayarme.

– ¡Dios mío! ¿De dónde sales?

Me agarré a su mirada como lo haría a una rama un damnificado arrastrado por una crecida y le dije:

– Tengo hambre.

11

Omar me llevó a una tasca. No dijo esta boca es mía mientras estuve comiendo. Comprendía que no estaba en condiciones de oír nada. Yo estaba clavado a mi plato como a mi propio destino. Sólo tenía ojos para mirar las patatas fritas reblandecidas que me iba tragando a puñados y para el pan que partía con ferocidad. Tenía la impresión de que ni siquiera perdía el tiempo masticando. Tenía la garganta irritada por los bocados desenfrenados, los dedos pringados, salsa por toda la barbilla. Unos clientes sentados cerca me miraban con horror. Omar tuvo que fruncir el ceño para que apartaran la mirada.

Cuando acabé de atiborrarme, me llevó a una tienda para comprarme ropa. Luego, me llevó a unos baños públicos. Al salir, me encontraba algo mejor.

– Supongo que no tienes dónde ir -me dijo Omar algo apurado.

– No.

Se rascó la barbilla.

– No tienes obligación -le dije, susceptible.

– No es eso, primo. Estás en buenas manos, salvo que no están del todo libres. Comparto un estudio con un socio.

– No pasa nada. Me las arreglaré.

– No te estoy dando esquinazo. Sólo intento pensar. De ningún modo voy a abandonarte a tu suerte. Bagdad no perdona a los extraviados.

– No quiero ocasionarte problemas. Ya has hecho bastante por mí.

Me rogó con la palma de la mano que lo dejara reflexionar. Estábamos en la calle, yo de pie en la acera, él apoyado en su furgoneta, cruzado de brazos y la barbilla sobre el índice, con su barriga interponiéndose como una barrera entre nosotros.

– Qué le vamos a hacer -dijo de repente-. Diré a mi compañero que se meta en otra parte mientras te encuentro algo. Es buena gente. Tiene familia por aquí.

– ¿Estás seguro de que no supone una molestia para ti?

Se enderezó de un golpe y me abrió la portezuela.

– Sube, primo. Habrá que achucharse un poco.

Como yo titubeaba, me agarró por un hombro y me sentó a empellones.

Omar vivía en el primer piso de un edificio de Salman Park, un barrio periférico al sureste de la ciudad. Un bloque cochambroso que daba a una calle infestada por la chiquillería. La escalinata se caía a pedazos y las puertas estaban medio salidas de sus goznes. En el hueco de la escalera, que apestaba a miasma, los buzones estaban reventados, algunos completamente arrancados. Una insana penumbra volcaba su negrura sobre los escalones resquebrajados.

– No hay luz -me avisó Omar-. Por culpa de los ladrones. Cambiamos la bombilla y se la cargan al minuto.

Dos crías muy pequeñas jugaban en el descansillo, la suciedad de su cara repelía.

– Su madre está chiflada -me susurró-. Las deja ahí todo el día y le importa poco lo que estén haciendo. A veces, algunos transeúntes las recogen de la misma calle. Y la madre no se pone nada contenta cuando le piden que cuide de sus hijas… Estamos en un mundo de locos.

Abrió la puerta y se apartó para dejarme entrar. La sala era pequeña, con menos mobiliario que la cueva de un troglodita. Había un colchón de dos plazas en el mismo suelo, un cajón de madera con un pequeño televisor encima y, contra la pared, un taburete. Enfrente de la ventana, un armario empotrado con cierre de candado. Eso era todo. Una mazmorra resultaría más acogedora para un detenido que el estudio de Omar para sus huéspedes.

– Éste es mi reino -exclamó el Cabo con gesto teatral-. En el armario encontrarás mantas, latas de conserva y galletas. No tengo cocina, y, para cagar, tengo que meter la barriga hacia dentro para colarme en el váter.

Señaló con el pulgar el rinconcito.

– El agua está racionada. Una vez por semana, y con cuentagotas. Si estás fuera o te distraes, tienes que esperar hasta el siguiente reparto. No te molestes en protestar. Aparte de los follones, sólo conseguirías incrementar tu sed… Tengo dos bidones en el aseo. Para lavarte la cara, pues el agua no es potable.

Toqueteó el candado y retiró la cadenilla para apartar las hojas y enseñarme el contenido del armario.

– Siéntete como si estuvieras en tu casa… Tengo que largarme si no quiero que me despidan. Estaré de regreso dentro de tres o cuatro horitas. Traeré comida y hablaremos de los viejos tiempos hasta creer en las quimeras.

Antes de irse me recomendó que cerrara la puerta con llave y que durmiera con un ojo abierto.

Cuando Omar regresó, estaba anocheciendo.

Se sentó en el taburete y me miró mientras me estiraba sobre el colchón.

– Has dormido veinticuatro horas seguidas -me anunció.

– ¿No me digas?

– Te aseguro que es verdad. Intenté despertarte esta mañana, pero no reaccionabas. Regresé a mediodía, y seguías sumido en un sueño profundo. Ni siquiera te despertó la explosión que hubo aquí al lado.

– ¿Ha habido un atentado?

– Estamos en Bagdad, primo. Cuando no es una bomba la que estalla, es una bombona de gas. Esta vez fue un accidente. Ha habido muertos, aunque no me he fijado en el número. Me desquitaré la próxima vez.

Seguía pachucho, pero contento de tener un techo, y a Omar conmigo. Mis dos semanas de cursillo acelerado de vagabundeo me habían dejado exhausto. No habría podido aguantar mucho más.

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