Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Pedí la cuenta para poner término a esto.

– ¿Hay un hotel por aquí? -pregunté al cajero mientras me daba la vuelta.

Arqueó una ceja y me miró de soslayo:

– Hay una mezquita al final de la calle, detrás de la placeta. Saliendo de aquí a la izquierda. Alojan por una noche a la gente de paso. Allí, al menos, puedes dormir tranquilo.

– Quiero ir a un hotel.

– Se nota que no eres de aquí. Todos los hoteles están vigilados. Y a sus gerentes les da tanto la lata la policía que la mayoría de ellos han echado el cerrojo… Ve a la mezquita. Allí apenas hay redadas, y además es gratis.

– Yo que tú le haría caso -me susurró el camarero al pasar detrás de mí.

Recogí mi bolsa y salí a la calle.

En realidad, la mezquita era un almacén convertido en sala de oraciones en la planta baja de un edificio de dos pisos, encajonado entre un gran bazar abandonado y un inmueble. La calle estaba escasamente alumbrada por una farola; en ambas aceras, tiendas de comestibles con sus escaparates blindados. El lugar me disgustó de entrada. Era una ratonera. Eran las once de la noche y, aparte de los gatos callejeros removiendo la basura en las aceras, no se veía un alma. Habían evacuado la sala de oraciones y reagrupado a los sin techo en otra sala suficientemente amplia para acoger a unas cincuenta personas. Unas mantas descoloridas cubrían el suelo. Una lámpara de araña clavaba sus luces en las masas informes que se acurrucaban aquí y allá. Ocupaban el lugar una veintena de miserables, tumbados completamente vestidos, unos boquiabiertos, otros en posición fetal; olía a pies y a harapos.

Elegí un rincón para tumbarme, al lado de un anciano. Usando la bolsa a modo de almohada, miré fijamente el techo y esperé.

La araña se apagó. Los ronquidos prorrumpieron, se intensificaron y luego se espaciaron. Notaba cómo la sangre me latía en las sienes, mi respiración se embalaba; me venían arcadas del estómago que se traducían en eructos ahogados. Una sola vez, la imagen de mi padre cayendo de espaldas fulguró en mi cabeza; la expulsé de inmediato de mi mente. No me encontraba en condiciones de cargar además con recuerdos turbadores.

Soñé que una jauría de perros me perseguía por un bosque oscuro repleto de aullidos y de ramas picudas. Estaba desnudo, con las piernas y los brazos ensangrentados y la cabeza cubierta de excrementos. De repente, la maleza se abrió a un precipicio. Iba a caer en el vacío cuando la llamada del muecín me despertó.

La mayoría de los durmientes se había largado de la sala. También se había ido el anciano. Sólo seguían tumbados cuatro miserables pingajos. Mi bolsa ya no estaba allí. Me llevé la mano al bolsillo trasero de mi pantalón; mi dinero había desaparecido.

Sentado en el borde de la acera, con la barbilla apoyada en las manos, observaba a unos policías uniformados controlando los coches. Pedían la documentación a los conductores, verificaban la de sus pasajeros, a veces hacían bajar a todo el mundo y procedían a efectuar un registro sistemático. Miraban a fondo los maleteros, también bajo el capó y bajo el chasis. La víspera, en ese mismo lugar, la interceptación de una ambulancia acabó derivando en drama. El médico intentó explicar que se trataba de una urgencia. Los policías hicieron oídos sordos. El médico acabó enfadándose y un cabo le dio un puñetazo en plena cara. Se armó la gorda. Los golpes arreciaban por ambas partes, los insultos ahogaban las amenazas. Finalmente, el cabo sacó su pistola y disparó a la pierna del médico.

El barrio tenía mala fama. Dos días antes del incidente de la ambulancia habían matado a un hombre en el preciso lugar donde se encontraba el control de la policía. Se trataba de un cincuentón. Salía de la tienda de enfrente con una bolsa de comida en las manos. Se disponía a subir a su coche cuando una moto se detuvo a su altura. Tres disparos y el hombre se derrumbó, con la cabeza sobre su bolsa.

En el mismo lugar, tres días antes, habían abatido a un joven diputado. Se encontraba a bordo de su automóvil cuando una moto lo alcanzó. Una ráfaga, y el parabrisas se cubrió de telarañas. El vehículo dio un bandazo sobre la acera y atropelló a una peatona antes de estrellarse contra una farola. El matón, que llevaba un pasamontañas, abrió apresuradamente la portezuela. Sacó fuera al joven diputado, lo soltó en el suelo y lo acribilló a quemarropa. Luego, sin prisas, cabalgó su moto y desapareció zumbando.

Sin duda la policía había tomado posesión del lugar para paliar las matanzas. Pero Bagdad era un coladero. Hacía agua por todas partes. Los atentados eran el pan nuestro de cada día. Cuando se tapaba un agujero, se abrían otros, más mortíferos. Esto ya no era una ciudad; era un campo de batalla, una barraca de tiro al blanco, una gigantesca carnicería. Había dejado una ciudad coqueta y me encontraba de vuelta con una hidra encogida, apalancada en su locura. Unas semanas antes de los bombardeos aliados la gente creía que el milagro era posible. En todas partes del mundo, tanto en Roma como en Tokio, en Madrid y en París, en El Cairo y en Berlín, millones de desconocidos convergían hacia el centro de sus ciudades para decir no a la guerra. ¿Quién les hizo caso?

Una vez abierta la caja de Pandora, la bestia inmunda se superó a sí misma. Ya nada parecía poder aplacarla. Bagdad se desintegraba. Hecha desde muy atrás a la sujeción represora, ahora se zafaba de sus ataduras de ajusticiada para entregarse a la deriva, fascinada por su cólera suicida y por el vértigo de la impunidad. Una vez caído el tirano, recuperaba por entero sus silencios forzosos, su cobardía revanchista, su mal de tamaño natural, y conjuraba con fórceps sus viejos demonios. No habiendo conseguido en ningún momento suscitar la compasión de sus verdugos, no veía modo de compadecerse de sí misma ahora que todas las prohibiciones habían quedado abolidas. Abrevaba en la fuente de sus heridas, allí donde la huella de la infamia había quedado impresa: en su rencor. Ebria de su sufrimiento y del asco que producía, pretendía ser la encarnación de todo lo que no soportaba, incluida la imagen que tenían de ella y que rechazaba de pleno; y extraía de la desesperanza más crasa los ingredientes de su propio martirio.

Esta ciudad estaba para que la encerraran.

Como las camisas de fuerza no le sentaban nada bien, optó por los cinturones cargados de explosivos y los estandartes hechos con sudarios.

Dos semanas… Llevaba dos semanas vagabundeando entre escombros, sin una moneda suelta y sin asidero. Dormía en cualquier sitio, comía lo que pillaba, sobresaltándome tras cada deflagración. Esto parecía el frente, con esas interminables alambradas que delimitaban los barrios de alta seguridad, esas barricadas improvisadas, esos obstáculos anticarro contra los que se desintegraban los vehículos kamikaze, esos miradores en lo alto de las fachadas, esas hileras de pinchos en medio de las calzadas y esa gente sonámbula que ya no sabía a qué santo encomendarse y que nada más producirse un atentado acudía en masa al lugar de la tragedia como moscas a una gota de sangre.

Estaba a la vez cansado, abatido, indignado y asqueado. Cada día, mi desprecio y mi cólera iban en aumento. Bagdad me inyectaba su propia locura. Quería golpearla con todas mis ganas.

Aquella mañana, al detenerme delante de un escaparate, no me reconocí. Tenía el pelo revuelto, el rostro ajado, con dos ojos incandescentes que lo hacían aún más repelente, los labios agrietados; mi ropa no lucía mejor; me había convertido en un vagabundo.

– No te quedes ahí -me soltó un policía.

Tardé un momento en darme cuenta de que se dirigía a mí.

Me hizo una señal despectiva con la mano para que me largara.

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