– Otra metedura de pata -refunfuñó el chófer-. Los boys disparan primero y comprueban luego. Es uno de los motivos por los que me di de baja.
Tenía los ojos clavados en el retrovisor, incapaz de apartar mi mirada de ambos cadáveres.
– Ocho meses, te digo -prosiguió el chófer-. Ocho meses soportando su arrogancia y sus sarcasmos de tarados. Los boys, pura propaganda hollywoodiense. Un camelo demagógico. Tienen menos escrúpulos que una jauría de hienas sueltas en una majada. Los he visto disparar contra niños y ancianos como si estuvieran entrenando con dianas de cartón…
– He visto eso.
– No lo creo, chico. Si todavía no se te ha ido la olla, es que no has visto gran cosa. A mí se me fundió un plomo. Todas las noches tengo pesadillas. Era intérprete de un batallón del ejército regular. Unos querubines al lado de los marines. O sea, que ya tuve mi dosis. Además, me tomaban el pelo y me trataban como a una mierda. Para ellos, no era sino un traidor a mi patria. Tardé ocho meses en darme cuenta de ello. Una noche, fui a ver al capitán para anunciarle que me iba a casa. Me preguntó si algo iba mal. Le contesté que todo. En realidad, no quería parecerme a esos vaqueros gruñones y cerrados de mollera. Hasta vencido, valgo más que eso.
Policías y soldados nos hacían señales para que espabiláramos. Ocupados como estaban en despejar la carretera, no controlaban a nadie. Mi chófer aceleró.
– Nos toman por retrasados -masculló-. Nosotros, los árabes, los seres más fabulosos de la tierra, que tanto hemos aportado al mundo, al que hemos enseñado a no sonarse los mocos en la mesa, a limpiarse el culo, a cocinar, a calcular, a sanarse… ¿Y con qué se han quedado esos degenerados de la modernidad? ¿Una caravana de dromedarios en lo alto de una duna a la caída del sol? ¿Un enano con traje blanco satinado y kefia despilfarrando sus millones en los casinos de la Costa Azul? Tópicos, caricaturas…
Ofendido por sus propias palabras, encendió un cigarrillo y me ignoró hasta nuestra llegada a Al Hilah. Me llevó directamente a la estación de autobuses, deseoso de desembarazarse de mí, y me tendió la mano:
– Que te vaya bien, chico.
Extraje mi fajo de billetes del bolsillo trasero del pantalón para pagarle.
– ¿Qué haces? -me preguntó.
– Pues, sus cincuenta billetes.
Rechazó mi dinero con el mismo revés de mano que hizo antes en la gasolinera.
– Quédate tu dinero para ti, chico. Y olvida lo que te he dicho. Suelto muchas tonterías desde que se me fundió un plomo. Nunca me has visto, ¿vale?
– Vale.
– Ahora lárgate.
Me ayudó a recuperar mi petate, dio media vuelta allí mismo y salió de la estación sin un gesto de despedida.
El autocar renqueaba. Era un viejo vehículo traqueteante y calenturiento que apestaba a gasolina y a caucho quemado; daba la impresión de estar en las últimas. No rodaba, se arrastraba como un animal herido a punto de palmarla. Cada vez que reducía la velocidad, se me encogía el corazón. ¿Nos iba a dejar tirados en el desierto? Dos pinchazos y una avería nos habían retrasado considerablemente, con un sol implacable. Las ruedas de repuesto tenían muy mal aspecto; estaban tan lisas y eran tan poco fiables como las que habían pinchado.
El conductor estaba extenuado, se tambaleaba cuando recogió el gato. No lo perdía de vista. Con una mano vendada por culpa de una rueda recalcitrante, parecía encontrarse francamente mal; temí que se desmoronara sobre el volante. De cuando en cuando se llevaba una botella de agua a la boca y bebía un largo trago sin preocuparse de la carretera; luego volvía a quitarse el sudor con un trapo que tenía colgado del respaldo de su asiento. Debía de tener unos cincuenta años, aunque aparentaba diez más, con sus ojos hundidos en su cráneo ovoide, sus sienes canosas y su calva en la cresta. No paraba de insultar a los malos conductores que se cruzaba.
En el autocar reinaba el silencio. El aire acondicionado no funcionaba, y dentro el calor era mortal. Todas las ventanas estaban abiertas y los pasajeros derrumbados en sus asientos. La mayoría de ellos dormitaba; los demás veían desfilar el paisaje con mirada ausente. Tres filas detrás de mí, un joven de frente arrugada se empeñaba en toquetear su radio de bolsillo, barriendo sin cesar las emisoras con un enervante chisporroteo de fritura. Cuando captaba una canción, se detenía en ella un minuto y luego, nuevamente, seguía rastreando otras emisoras. Su tejemaneje me tenía al borde de un ataque de nervios.
Estaba deseando salir de ese ataúd itinerante.
Llevábamos tres horas de camino, sin escala. Estaba previsto que nos detuviéramos en un figón para comer algo, pero la sustitución de las dos ruedas y el remiendo de los manguitos habían alterado el programa del cobrador.
La víspera, después de que mi bienhechor me dejara en la estación de autobuses de Al Hilah, perdí el autocar por pocos minutos. Tuve que esperar, pues, el siguiente, anunciado para cuatro horas después. Llegó a tiempo, pero sólo llevaba una veintena de pasajeros. El cobrador nos explicó que su autocar no saldría sin al menos cuarenta pasajeros a bordo, pues de lo contrario no cubriría gastos. Esperamos y rezamos para que otros pasajeros se apuntaran. El conductor daba vueltas a su autocar y voceaba: «¡Bagdad! ¡Bagdad!». A veces, se acercaba a la gente cargada de maletas y les preguntaba si iban a Bagdad. Cuando negaban con la cabeza, se volvía hacia otro grupo. Ya bien avanzada la tarde, el conductor nos rogó que bajásemos y recuperásemos nuestras maletas del portaequipajes. Hubo algunas protestas y luego todo el mundo se reunió en la acera mientras el autocar regresaba a su cochera. Los que vivían en la ciudad volvieron a sus casas; los que estaban de paso se concentraron bajo las marquesinas para pasar la noche. ¡Y qué noche! Unos ladrones intentaron robar a uno que dormía. La víctima, armada con un garrote, no dejó que se le acercaran. Los agresores se replegaron una vez para regresar en mayor número, y, como la policía se había esfumado, asistimos a una soberana paliza. Nos mantuvimos al margen, parapetados tras nuestras maletas y bolsas, y ninguno se atrevió a socorrer a la víctima. El pobre diablo se defendió valientemente. Devolvía cada golpe. Al final, los ladrones lo derribaron, se ensañaron con él y, tras haberlo aligerado de todas sus pertenencias, se lo llevaron. Eso fue sobre las tres de la mañana, y, desde entonces, ya nadie volvió a pegar ojo.
Otro puesto de control militar. Una larga fila de vehículos avanzaba lentamente, ciñéndose a la derecha. Había paneles de señalización en medio de la calzada, así como piedras gordas para delimitar ambas vías. Los soldados eran iraquíes. Controlaban a todos los pasajeros, verificaban los maleteros de los coches, los portaequipajes, las bolsas, registraban a fondo a los hombres cuya pinta no les gustaba. Subieron a nuestro autocar, nos pidieron los papeles y compararon algunas caras con las fotos de gente en busca y captura que llevaban consigo.
– Vosotros dos, bajad -ordenó un cabo.
Dos jóvenes se levantaron y, resignados, bajaron del autocar. Un soldado se puso a registrarlos, luego les ordenó que recogieran sus trastos y lo siguieran hasta una tienda de campaña que se encontraba a unos veinte metros en la arena.
– Vale -dijo el cabo al conductor-. Puedes irte.
El autocar rateó. Miramos a los dos pasajeros de pie delante de la tienda de campaña. No parecían preocupados. El cabo los metió a empellones dentro de la tienda y los perdimos de vista.
Por fin empezaron a verse los edificios periféricos de Bagdad, arropados por un velo ocre. La tormenta de arena había pasado por allí y el aire estaba cargado de polvo. Mejor así, pensé. No me apetecía encontrarme con una ciudad desfigurada, sucia y entregada a sus demonios. En otros tiempos me había gustado mucho Bagdad. ¿En otros tiempos? Me daba la impresión de que había sido en una vida anterior. Bagdad era una bonita ciudad, con sus grandes arterias, sus bulevares encopetados de rutilantes escaparates y terrazas soleadas. Para el campesino que era, eran unos auténticos Campos Elíseos tal como me los imaginaba desde mi ratonera de Kafr Karam. Me fascinaban los rótulos de neón, la decoración de las tiendas, y me pasaba buena parte de las noches recorriendo sus avenidas refrescadas por la brisa. Viendo a tanta gente deambular por las calles, y a tantas chicas espléndidas contonearse por las explanadas, tenía la sensación de estar permitiéndome todos los viajes que mi condición me impedía realizar. Estaba tieso, pero tenía ojos para contemplar hasta aturdirme y una nariz para bombear a pecho inflado los olores embriagadores de la ciudad más fabulosa de Oriente Próximo, que el Tigris colmaba con sus favores, acarreando en sus meandros la magia de sus leyendas y la de sus romances. Es cierto que la sombra del rais desvirtuaba sus luces, pero a mí no me alcanzaba. Era un joven estudiante deslumbrado que se atiborraba la cabeza de proyectos miríficos. Hacía mía cada belleza que me sugería Bagdad. ¿Cómo no sucumbir a los encantos de la ciudad de las huríes sin identificarse un tanto con ella? Así y todo, me decía Kadem, había que haberla conocido antes del embargo…
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