Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Me dejó beber y comer en paz. Un velo de pena oscurecía su rostro demacrado.

– No me tengas en cuenta que haya registrado tus cosas. No quiero tener follones. Hay tanta gente armada que vaga suelta por los caminos…

No dije nada.

Recorrimos muchos kilómetros en silencio.

– Oye, tú, no eres muy parlanchín -dijo el conductor, que quizá deseara un poco de cháchara.

– No.

Se encogió de hombros y me olvidó.

Alcanzamos una carretera asfaltada, nos cruzamos con unos cuantos camiones que iban a toda velocidad en dirección opuesta, con unos pocos taxis Toyota descuajeringados, de color naranja y blanco, repletos de pasajeros. El conductor golpeteaba su volante, pensando en sus cosas. El viento le revolvía sobre la frente su mechón canoso.

En un puesto de control, unos soldados nos obligaron a dejar el asfalto y a tomar una pista recién trazada con bulldozer. El camino estaba lleno de baches, bastante mal acondicionado, a veces con desvíos tan estrechos que no era posible ir a más de diez kilómetros por hora. El camión se tambaleaba en las grietas y estuvo a punto de romper sus amortiguadores. No tardamos en alcanzar a otros coches desviados por el puesto de control. Un furgón jadeaba en el arcén, con el capó abierto; sus pasajeros, mujeres veladas de negro y niños, se habían apeado para ver cómo el conductor se las apañaba con su motor. Nadie se detuvo para echarles una mano.

– ¿Piensas que ha habido follón en la nacional?

– No estaríamos circulando tan tranquilamente -me dijo el conductor-. Primero nos habrían registrado a fondo, luego nos habrían dejado tostarnos al sol y puede que hasta pasar la noche bajo las estrellas. Debe de tratarse de un convoy militar. Para evitar que los coches kamikaze se les echen encima, los militares desvían a todo el mundo por pistas, incluso a las ambulancias.

– ¿Esto va a suponer mucho desvío?

– No tanto. Llegaremos a Basil antes del anochecer…

– Espero encontrar un taxi para Bagdad.

– ¿Un taxi, de noche?… Hay toque de queda, y está en vigor. Cuando el sol se pone, todo Irak debe meterse en su madriguera. ¡Llevarás al menos papeles!

– Sí.

Se pasó el brazo por la boca y me soltó:

– Más te vale.

Desembocamos en una antigua pista, más ancha y nivelada. Los coches se embalaron para recuperar el retraso. Levantaron polvaredas a su paso y se alejaron muy pronto de nosotros.

– Es la compañía a la que yo abastecía antes de productos alimentarios -me dijo el conductor señalándome con la barbilla un acantonamiento militar en lo alto de una colina.

El cuartel estaba abierto por los cuatro costados, con sus murallas derrumbadas; podía verse un barracón cuyas puertas y ventanas habían sido robadas por los saqueadores. El bloque blindado, que debió de albergar la comandancia y la administración de la unidad, parecía haber padecido un seísmo. Las techumbres ya no eran sino un fárrago de vigas ennegrecidas. Las fachadas reventadas mostraban la mordedura de los misiles antiblindaje. Una avalancha de papeles se había volatilizado de los despachos y se retorcía contra las alambradas, detrás de los hangares. Unos vehículos bombardeados exponían sus chasis en el aparcamiento mientras un depósito de agua montado sobre un andamiaje metálico, probablemente segado por un obús en su base, había caído aplastando un mirador carbonizado. En el frontón de lo que fue un cuartel moderno, el retrato de un Sadam Husein mofletudo, con sonrisa de predador, había quedado desconchado por la furia de la metralla.

– Al parecer, los nuestros no dispararon un solo tiro. Se escaquearon como conejos antes de la llegada de las tropas norteamericanas. ¡Una vergüenza!

Contemplé el amasijo de desolación sobre la colina que la arena iba cubriendo solapadamente. Un perro salió de la garita de la entrada principal del cuartel, pardo y famélico, se estiró y desapareció tras un amasijo de escombros, hociqueando el suelo.

Basil era una aldea encajada entre dos enormes rocas pulidas por las tormentas de arena. Estaba acurrucada en el fondo de una hondonada que, durante la canícula, recordaba un hammán. Sus casuchas de adobe se aferraban desesperadamente a las laderas de las colinas, separadas unas de otras por un embrollo de callejuelas retorcidas por las que apenas podía pasar una carreta. Su avenida central, abierta en el cauce de un río seco desde la Edad de Piedra, la cruzaba en un instante. La bandera negra de los tejados indicaba que la comunidad era chií, para desmarcarse de las tretas de los suníes y ubicarse del lado de los turiferarios del nuevo régimen.

Desde que los puestos de control jalonaban la carretera nacional, retrasando la circulación y convirtiendo un simple viaje en una interminable expedición, Basil se había convertido en una etapa de descanso obligatorio para los usuarios de la carretera. Tascas y chiringuitos, anunciados kilómetros atrás en la noche por rosarios de lamparillas, habían surgido como hongos en su periferia. Más abajo, el pueblo permanecía oculto en la oscuridad. Ni una farola para alumbrar las callejuelas.

Unos cincuenta vehículos, en su mayoría cisternas para carburante, se apretujaban en un aparcamiento improvisado a la entrada de la aldea. Una familia acampaba un poco más allá, cerca de su furgón. Unos críos dormían a su antojo, envueltos en sus sábanas. En una zona despejada, unos camioneros habían encendido una hoguera y charlaban en torno a una tetera; sus sombras ondulantes se entrecruzaban en una danza reptilesca.

Mi bienhechor consiguió deslizarse en medio de los coches aparcados de cualquier manera y aparcó su camión cerca de un chiringuito que más bien parecía una guarida de malhechores. Había, en un pequeño patio, mesas y sillas desplegadas y ocupadas por un pelotón de viajeros de rostro macilento. En medio del barullo se oía un radiocasete escupitineando viejas canciones del Nilo.

El conductor me pidió que lo siguiera hasta el restaurantucho de al lado, agazapado bajo un ensamblaje de toldos y palmas carcomidas. La sala estaba abarrotada de gente hirsuta y polvorienta arremolinada en torno a mesas sin manteles. Algunos estaban sentados en el mismo suelo, demasiado hambrientos para esperar que una silla quedara libre. Toda esa cofradía de náufragos se apiñaba alrededor de sus platos, con los dedos chorreando de salsa y las mandíbulas activadas; campesinos y camioneros reventados por las pistas y los controles que intentaban reponer fuerzas para afrontar los sinsabores del día siguiente. Todos me recordaban a mi padre, pues llevaban en el rostro una marca que no engaña: el sello de los vencidos.

Mi benefactor me dejó en el umbral del establecimiento y pasó por encima de algunos comensales para acercarse al mostrador, donde un hombre grueso con chilaba tomaba las comandas, devolvía el cambio y abroncaba de pasada a sus camareros. Paseé la mirada por la sala con la esperanza de toparme con alguna cara familiar. No reconocí a nadie.

Mi chófer regresó con el semblante descompuesto: -Bueno, ahora debo dejarte. Mi cliente no llegará hasta mañana por la noche. Vas a tener que apañártelas sin mí.

Estaba durmiendo bajo un árbol cuando el zumbido de los motores me despertó. El cielo aún no había clareado y ya los camioneros maniobraban con vigor para salir del aparcamiento. El primer convoy se lanzó cuesta abajo por el abrupto camino para rodear el pueblo. Corrí de un vehículo a otro en busca de un conductor caritativo. Ninguno aceptó cogerme.

Un sentimiento de frustración y de rabia se fue apoderando de mí a medida que el aparcamiento se iba vaciando. Mi desesperación rozó el pánico cuando sólo quedaron tres vehículos detenidos: un furgón familiar cuyo motor se negaba a arrancar y dos cacharros desocupados; sus pasajeros debían de estar desayunando en la tasca. Esperé su regreso con el vientre arrugado.

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