Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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No recuerdo lo que ocurrió después. Me daba igual. Las olas me llevaban a la deriva como el resto de un naufragio. Ya no quedaba nada que salvar. Los berridos de los soldados habían dejado de afectarme. Sus fusiles, su celo apenas me impresionaban. Ya podían poner patas arriba el mundo, meter fuego a todos los volcanes, tronar como una tormenta; nada me afectaba. Los veía agitarse tras una cristalera, en un microcosmos de sombras y de silencio.

Registraron la casa de arriba abajo. Ningún arma; ni la más pequeña navaja…

Unos brazos me propulsaron hacia la calle, donde había unos muchachos acuclillados con las manos sobre la cabeza.

Kadem también estaba allí. Le sangraba el brazo.

Los gritos de intimidación provocaban el delirio en las casas de los alrededores.

Unos soldados iraquíes nos inspeccionaban, listas en mano con fotos impresas en las hojas. Alguien me levantó la barbilla, paseó su antorcha por mi cara, comprobó sus fichas y se fue para mi vecino. Apartados, entre militares sobreexcitados, unos sospechosos esperaban que se los llevaran; estaban tumbados boca abajo sobre el polvo, con los puños atados y la cabeza dentro de un saco.

Dos helicópteros sobrevolaron el pueblo, barriéndonos con sus proyectores. El fragor de sus hélices tenía algo de apocalíptico.

Amanecía. Los soldados nos condujeron detrás de la mezquita, donde acababan de montar una tienda de campaña. Nos interrogaron por separado, uno tras otro. Unos oficiales iraquíes me enseñaron fotos; en algunas, rostros de cadáveres tomadas en depósitos o en el lugar de las matanzas. Reconocí a Malik, el «blasfemo» de aquel día en el Safir; tenía los ojos desorbitados y la boca completamente abierta, y de la nariz le fluía un chorro de sangre que se ramificaba por la barbilla. Luego reconocí a un primo lejano, encogido al pie de una farola, con la mandíbula desencajada.

El oficial me pidió que diera mi filiación completa; su secretario registró mis declaraciones, y luego me soltaron.

Kadem me esperaba en la esquina de la calle. Tenía en el brazo un corte bastante feo que se extendía de la punta del hombro a la muñeca. Tenía la camiseta empapada de sudor y de sangre. Me contó que los soldados norteamericanos habían destrozado el laúd de su abuelo de una patada -un laúd fabuloso de inestimable valor; un patrimonio tribal, por no decir nacional-. Lo escuchaba a medias. Kadem estaba abatido. Las lágrimas le velaban la mirada. El tono de su voz me asqueaba.

Permanecimos durante varios minutos al pie de una tapia, exhaustos, jadeantes, con la cabeza entre las manos. El cielo se iba aclarando lentamente mientras en el horizonte, como si surgiera de una fractura abierta, el sol se disponía a inmolarse en sus propias llamas. Los primeros pilluelos empezaron a corretear tras las vallas; pronto tomarían por asalto la plaza y los descampados. El rugido de los camiones anunciaba la retirada de las tropas. Algunos ancianos salían de sus patios y se dirigían apresuradamente a la mezquita. Iban a informarse: ¿a quién han detenido y quién se ha librado? Unas mujeres mugían ante las puertas cocheras, llamaban a sus retoños o a sus esposos, a los que los soldados se habían llevado. Poco a poco, al tiempo que la desesperanza corría de casa en casa y los lamentos se desflecaban por los tejados, Kafr Karam me produjo hiel suficiente como para arrastrarla como si fuera una crecida.

– Tengo que irme de aquí -dije.

Kadem me miró, pasmado.

– ¿Dónde quieres ir?

– A Bagdad.

– ¿Para hacer qué?

– En la vida hay algo más que la música.

Ladeó la cabeza y meditó mis palabras.

No llevaba nada puesto, aparte de una camiseta desgastada y un viejo pantalón de pijama. También iba descalzo.

– ¿Me puedes hacer un favor, Kadem?

– Depende…

– Necesito recuperar algunas cosas de mi casa.

– ¿Y dónde está el problema?

– El problema está en que no puedo regresar a mi casa.

Frunció el ceño.

– ¿Por qué?

– Es así, y ya está. ¿Quieres ir a buscar mis cosas? Bahia sabrá qué meter en mi bolsa. Dile que voy a Bagdad, a casa de nuestra hermana Farah.

– No entiendo. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no quieres regresar a tu casa?

– Te lo ruego, Kadem. Limítate a hacer lo que te pido.

Kadem sospechaba que algo muy grave había ocurrido. Seguramente estaba pensando en una violación.

– ¿De verdad quieres saber lo que ha ocurrido, primo? -le grité-. ¿Quieres saberlo de verdad?

– Vale, me he enterado -refunfuñó.

– No te has enterado de nada. De nada en absoluto.

Sus pómulos se sobresaltaron cuando me apuntó con el dedo:

– Cuidado, soy mayor que tú. No te autorizo a hablarme en ese tono.

– Me temo que ya nadie en el mundo tendrá jamás autoridad sobre mí, primo.

Lo miré directamente a los ojos.

– Peor, me importa tres pepinos lo que me pueda ocurrir a partir de este minuto, de este segundo -añadí-. ¿Me vas a traer de una puta vez mis cosas o tendré que irme con lo puesto? Te juro que soy capaz de meterme en el primer autocar llevando sólo esta camiseta encima y este pantalón de pijama. Ya nada me importará, ni la ridiculez ni el perjurio…

– Serénate, hombre.

Kadem intentó agarrarme por las muñecas.

Lo rechacé.

– Escucha -me dijo respirando suavemente para conservar la calma-. Mira lo que vamos a hacer. Vamos a ir a mi casa…

– Quiero irme de aquí.

– Por favor. Escucha, escucha… Sé que estás completamente…

– ¿Completamente qué, Kadem? No tienes ni idea de ello. Es algo que no se puede imaginar.

– De acuerdo, pero vayamos primero a mi casa. Te lo pensarás con más calma, y si sigues estando seguro de querer irte, yo mismo te llevaré hasta la ciudad más cercana.

– Por favor, primo -le dije con voz átona-, ve a buscar mi petate y mi bastón de peregrino. Tengo que contarle un par de cosas a Dios.

Kadem comprendió que ya no estaba en condiciones de escuchar nada.

– Vale -me dijo-. Voy a buscar tus cosas.

– Te espero detrás del cementerio.

– ¿Por qué no aquí?

– Kadem, haces demasiadas preguntas, y me duele la cabeza.

Me pidió con ambas manos que me tranquilizara y se alejó sin darse la vuelta.

Cuando Kadem regresó, estaba acabando de lapidar un arbusto raquítico.

Tras haber vagado por el cementerio, me había sentado sobre un montículo y puesto a desenterrar las piedras de los alrededores para lanzarlas contra un haz de ramas cubierto de polvo y de bolsas de plástico.

Cada vez que mi brazo se distendía, un ¡ah! de rabia me raspaba la garganta. Era como si tumbara montañas, expulsara la nube de malos presagios que se aglutinaba en mi mente y hundiera la mano en el recuerdo de la víspera para arrancarle el corazón.

Allá donde aventuraba la mirada, me la interceptaba esa cosa abominable vislumbrada en el vestíbulo de mi casa.

En un par de ocasiones, una impetuosa resaca me dejó mareado, obligándome a agacharme para vomitar. Mi cuerpo, asaltado por unos espasmos fulgurantes, se tambaleaba sobre mis talones; abría la boca y no devolvía nada, salvo un estertor de fiera.

Los alrededores apestaban con el calor de la mañana. Probablemente era carroña pudriéndose. No me molestaba. No dejaba de exhumar piedras y de lanzarlas contra el arbusto; tenía los dedos heridos.

A mi espalda, el pueblo se levantaba con mal pie; la indignación iba saliendo de madre: un padre regañando a su hijo, un pequeño sublevándose contra su mayor. No me reconocía en esa cólera. Quería algo que fuera mayor que mi pena, más grande que mi vergüenza.

Kadem se coló entre las tumbas, que hinchaban como equimosis el cuadro de los desaparecidos. Me enseñó mi bolsa desde lejos. Bahia iba detrás de él, la cabeza envuelta en un fular de muselina. Llevaba el vestido negro de las despedidas.

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