Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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En el colegio, mis compañeros me tomaban por un blandengue. Por mucho que me provocaran, jamás devolvía los golpes. Aunque me negara a poner la otra mejilla, tampoco sacaba los puños de los bolsillos. A la larga, los pilluelos me dejaban en paz, desanimados por mi estoicismo. En realidad, no era un blandengue; me horrorizaba la violencia. Cuando asistía a una refriega, en el patio de recreo, metía el cuello entre los hombros y me disponía a esperar que se me cayera el cielo encima… Quizá fuera eso lo que me había ocurrido en casa de los Haitem: se me había venido el cielo encima. Pensaba que el sortilegio que acababa de torpedear la fiesta, de hacer que los yuyús se convirtieran en gritos aterradores de agonía, jamás me iba a abandonar. Que nuestros destinos estaban sellados, unidos por el dolor hasta que algo peor los separara. Una voz me repetía, golpeándome las sienes, que la muerte que infestaba las huertas viciaba a la vez mi alma, que yo también había muerto…

Si el azar había decidido que fuese a la huerta de los Haitem -esto es, a la tierra de los afortunados, a la propiedad de los ricachones que no reparaban en nosotros- para ver con mis propios ojos la total incongruencia de la existencia, para medir al milímetro la inconsistencia de nuestras certidumbres, para abdicar en cuerpo y alma ante la precariedad de las conquistas, era porque, de algún modo, ya iba siendo hora de que despertase.

No puede uno alimentar su barbacoa sobre una tierra quemada sin achicharrarse los dedos o los pies.

Yo, que no recordaba haberle deseado ningún daño a nadie, me sentía de repente dispuesto a morder incluso la mano que hubiese intentado consolarme… Pero me contenía. Estaba indignado, enfermo, cubierto de espinas de pies a cabeza. Era una acacia errando por el limbo, Cristo en el paroxismo de su martirio, y mi vía crucis no tenía fin porque no era capaz de entender. Lo que había ocurrido en casa de los Haitem no tenía sentido. No se pasa del alborozo al duelo chasqueando sin más los dedos. La vida no es un juego de manos, aunque a menudo penda de un hilo. La gente no muere a granel entre baile y baile; no, lo que había ocurrido en casa de los Haitem era inaudito…

El parte informativo de la noche mencionó un avión no tripulado norteamericano que, al parecer, detectó señales sospechosas en torno a la sala de fiestas. No precisaron cuáles. Se limitó a mencionar que unos movimientos terroristas habían sido detectados anteriormente en el sector, una tesis que los autóctonos rechazaron de plano. No obstante, la jerarquía norteamericana intentó justificarse esgrimiendo otros argumentos relativos a la seguridad hasta que, ya cansada de hacer el ridículo, acabó deplorando el error y presentando sus excusas a las familias de las víctimas.

Ahí quedó todo…

Otro suceso que iba a dar la vuelta al mundo antes de caer en el olvido, sustituido por otras barbaridades.

Pero en Kafr Karam la ira acababa de desenterrar el hacha de guerra: seis jóvenes pidieron a los creyentes que rezaran por ellos. Prometieron vengar a sus muertos y no regresar al hogar hasta que el último boy fuese enviado de vuelta a su casa en un saco de lona… Tras los abrazos de rigor, los guerreros se fueron hasta perderse en la noche.

Algunas semanas después, el comisario de la circunscripción fue asesinado dentro de su coche oficial. El mismo día, un vehículo militar saltó sobre una mina artesanal.

Kafr Karam lloró a sus primeros chahid – seis de un golpe, sorprendidos por una patrulla cuando se disponían a atacar un puesto de control.

En el pueblo, la tensión alcanzaba proporciones demenciales. Todos los días se volatilizaban jóvenes. Dejé de salir a la calle. No soportaba la mirada de los Ancianos, sorprendidos de verme todavía por allí cuando los valientes de mi edad se habían unido a la resistencia, ni la sonrisa sardónica de los adolescentes que me recordaba la de mis compañeros de clase cuando me trataban de blandengue. Me encerraba en mi casa y me refugiaba en los libros o en las casetes que Kadem me mandaba. Sin duda, estaba muy enfadado, sentía inquina hacia la coalición, pero no me imaginaba tiroteando sin ton ni son a los transeúntes. La guerra no era lo mío. No estaba hecho para ejercer la violencia; iba más conmigo padecerla todo un año que practicarla un solo un día.

Y una noche, de repente, el cielo volvió a caerme encima. Primero pensé en un misil cuando la puerta de mi habitación saltó tronando. Me alcanzó una andanada de invectivas y de focos deslumbrantes. No me dio tiempo a tender la mano hacia el interruptor. Una cuadrilla de soldados norteamericanos acababa de desflorar mi integridad. ¡Sigue tumbado! No te muevas o te reviento… ¡De pie!… ¡Sigue tumbado! ¡De pie! ¡Las manos sobre la cabeza! ¡Ni te muevas! Unas antorchas me tenían clavado a la cama mientras me apuntaban unos cañones. ¡Ni te muevas o te salto la tapa de los sesos!… ¡Esos gritos! Atroces, demenciales. Devastadores. Como si le astillaran a uno las fibras, como para enajenar a cualquiera… Unos brazos me arrancaron de la cama y me catapultaron por la habitación; otros me interceptaron, me aplastaron contra la pared. ¡Las manos detrás de la espalda!… ¿Qué he hecho? ¿Qué pasa? Los soldados desmantelaron mi armario, volcaron mis cajones, dispersaron mis cosas a patadas. Mi vieja radio se hizo añicos bajo una bota. ¿Qué está ocurriendo? ¿Dónde has metido las armas, escoria? No tengo armas. Aquí no hay armas. Eso lo veremos, canalla. Llevaos a este cabrón con los demás. Un soldado me agarró por la nuca, otro me hundió su rodilla en el bajo vientre. Un ciclón me agarró bruscamente, bamboleándome de un tumulto a otro; estaba viviendo una pesadilla, como un sonámbulo atacado por una jauría de duendes. Tenía la vaga sensación de que me llevaban a rastras por la terraza, de que me hacían bajar a empellones la escalera; ni siquiera sabía si caía rodando o estaba planeando… El alboroto no era menor en el primer piso. Los llantos de mis sobrinos traspasaban el escándalo reinante. Oí a mi gemela Bahia protestar antes de callarse repentinamente, probablemente fulminada por un culatazo o por un ranger… Mis hermanas estaban aparcadas en el fondo del vestíbulo, con la chiquillería, medio desnudas, pálidas. La mayor, Aícha, apretujaba a sus críos contra su falda. Temblaba como una hoja, y no se daba cuenta de que sus pechos desnudos se habían salido de su escote. A su derecha, la segunda, Afaf la costurera, se tambaleaba con los dedos agarrados a su camisa. Como la habían despertado brutalmente, se había dejado la peluca sobre la mesilla de noche; su calva relucía en la oscuridad, lastimosa como un muñón; se sentía tan avergonzada que, por su manera de hundir el cuello entre los hombros, parecía querer refugiarse dentro de su propio cuerpo. Bahia aguantaba, con un sobrino en los brazos. Desmelenada y con el rostro exangüe, afrontaba en silencio el fusil que la estaba apuntando; un hilillo de sangre corría por su nuca…

Me sentí desfallecer. Mi mano buscó en vano un apoyo.

En el fondo del pasillo restallaban unos insultos que dejaban corto al mismísimo diablo. Mi madre salió despedida de su habitación; se levantó y fue de inmediato a socorrer a su inválido esposo. Dejadlo tranquilo. Está enfermo. Los militares norteamericanos sacaron al viejo. Jamás lo había visto en peor estado. Con su calzoncillo ajado cayéndole por las rodillas y su camiseta desgastada hasta la trama, su desamparo era infinito. Era la miseria andante, la ofensa en su más grosera expresión. Dejad que me vista, gemía. Están mis hijos. Esto que hacen no está bien. Su voz temblorosa resonaba por el pasillo con una pena inconcebible. Mi madre intentaba caminar delante de él, ocultarnos su desnudez. Su mirada enloquecida nos suplicaba que mirásemos hacia otra parte. Yo no podía darme la vuelta. Yo estaba hipnotizado por el espectáculo que ambos me ofrecían. Ni siquiera veía a los brutos que los rodeaban. Sólo veía a aquella madre enloquecida, a ese padre enflaquecido con su calzoncillo ajado, con los brazos abatidos, la mirada desamparada, que se tambaleaba ante las embestidas. En un último arranque de energía, se dio la vuelta e intentó regresar a su habitación para vestirse. Y el golpe no se hizo esperar… ¿Culatazo o puñetazo? Qué más da. Con ese golpe, la suerte estaba echada. Mi padre cayó hacia atrás, con su miserable camiseta sobre la cara, el vientre descarnado, arrugado, grisáceo como el de un pez muerto… Y vi, mientras el honor de la familia se desparramaba por el suelo, vi lo que de ningún modo debía ver, lo que un hijo digno, respetable, lo que un auténtico beduino nunca debe ver; esa cosa reblandecida, asquerosa, envilecedora; ese coto vedado, callado, sacrílego: el pene de mi padre cayendo de lado, los testículos por encima del culo… ¡El no va más! Después de eso no queda nada, un vacío infinito, una caída interminable, la nada… Todas las mitologías tribales, todas las leyendas del mundo, todas las estrellas del cielo acababan de perder su brillo. Ya podía seguir levantándose el sol, que yo nunca más podría distinguir el día de la noche… Un occidental no puede comprender, no puede ni imaginar la magnitud del desastre. Para mí, ver el sexo de mi progenitor era como reducir toda mi existencia, mis valores y mis escrúpulos, mi orgullo y mi singularidad a un grosero destello pornográfico. ¡Las puertas del infierno me resultaban más clementes!… Yo estaba acabado. Todo había acabado. Irrecuperable. Irreversible. Acababa de estrenar el yugo de la infamia, de caer en un universo paralelo de donde nunca volvería a salir. Y me sorprendí odiando aquel brazo impotente que no sabía ni devolver los golpes ni ajustarse un vulgar calzoncillo, aquel grotesco brazo, translúcido y feo que simbolizaba mi propia impotencia; odiando mis ojos, que se negaban a desviarse, que reclamaban la ceguera; odiando los aullidos de mi madre, que me descalificaban. Miraba a mi padre, y mi padre me miraba. Debía de estar leyendo en mis ojos el desprecio que sentía por todo lo que había sido importante para nosotros, la lástima que de repente me producía el ser al que, a pesar de los pesares, veneraba por encima de todo. Yo lo miraba como desde lo alto de un acantilado maldito una noche de tormenta y él me miraba desde el fondo del oprobio; ya sabíamos, en aquel preciso instante, que nos estábamos mirando por última vez… Y, en aquel preciso instante, cuando no me atrevía a inmutarme, supe que ya nada volvería a ser como antes, que no volvería a considerar las cosas de la misma manera, que la bestia inmunda acababa de rugir en el fondo de mis entrañas; que, tarde o temprano, ya podía ocurrir lo que fuera, estaba condenado a lavar la afrenta con sangre hasta que los ríos y los océanos se volviesen tan rojos como la rozadura en la nuca de Bahia, como los ojos de mi madre, como el rostro de mi padre, como la brasa que me estaba consumiendo las tripas, iniciándome ya en el infierno que me esperaba…

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