Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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– ¿Qué decía usted, comisario?

– Le estaba escuchando, señor.

Arruga el entrecejo. Con la uña de su pulgar raspa una mancha de la mesa, metódicamente, laboriosamente.

Tras una inacabable meditación, levanta la barbilla y confiesa:

– He perdido el hilo. ¿De qué hablaba?

– De compromiso, señor.

Su labio inferior se mueve. Ya no se acuerda.

Se levanta y me tiende la mano:

– Encantado de conocerle, comisario Brahim Llob.

– Yo también, señor.

– Aprecio su rectitud.

– Gracias, señor.

Da un paso atrás y, sin mirar al profesor, regresa junto a sus rosales y nos olvida. Ya está ahí Joe para acompañarnos.

En el coche, mientras nos alejamos del cortijo, observo que mi pasajero está lívido.

– No entiendo -le digo.

Se agita en el asiento del copiloto, turbado.

– Es imprevisible, sabes. A veces es exquisito, y otras se parapeta tras sus ambigüedades y todo le resulta hostil.

Rodeo un bache antes de gruñirle:

– ¿Por qué me has llevado a su casa?

– Me he enterado de que estás hecho un lío, de que tu investigación sobre SNP no avanza. El otro día, durante una conversación banal, conté a Cherif la historia de nuestro hombre. Comentábamos las torpezas del rais y acabamos hablando del indulto presidencial, que ha puesto a miles de golfos en la calle. Le dije que desaprobaba totalmente esa medida y, como argumento, cité a SNP y la amenaza que supone. Sidi Cherif me escuchó atentamente y luego me dijo que la historia de ese muchacho no le era desconocida.

– ¿Hasta qué punto?

– Lo ignoro. Hoy debía contarnos algo más.

– Y has metido la pata.

– Lo siento.

Subo la ventanilla, enciendo la radio y no añado una palabra más.

Capítulo 11

– Tengo una excelente noticia para ti, Llob -me anuncia el inspector Bliss por teléfono.

– ¿No me digas que me llamas desde el más allá?

– Para eso ya puedes esperar sentado. Yo mismo cavaré tu tumba. Gratis. Sólo por gusto.

– Presumo que el dire está a tu lado.

– Exacto. Sabes perfectamente que, sin su muy cercana protección, ya me habrías cortado los cojones.

Su insolencia me deja pasmado. Pero me sobrepongo, convencido de que uno de estos días se tragará el anzuelo. Ese día se va a enterar de lo que es bueno, y no pienso quedarme corto. Abundan los mierdecillas lameculos como él. Se creen que van a gozar de la baraka de sus jefes hasta el final de los tiempos, y abusan todo lo que pueden. Luego, un buen día caen en la cuenta de que nada dura eternamente para el común de los mortales. El palo que entonces se llevan es capaz de dar un vuelco a la tierra.

– ¿Sigues ahí, Llob?

– Como todos los espíritus, perrito faldero. ¿Qué quieres de mí?

– Hay bronca en el Sultanato Azul.

– ¿Y ésa es la excelente noticia?

– Pues sí, a juzgar por el tiempo que llevas dándonos por saco con tu depresión. ¿Acaso no es lo que esperabas para menear tu barrigón?

Cuelgo. Bliss está en forma y yo no. Plantarle cara sólo lo entonaría, como buen cabrón que es. Lo conozco: al menor síntoma de flaqueza, se envalentona y se abalanza sobre su víctima con el valor de una hiena contra un león moribundo.

Me despego de mi sillón y me encamino al dormitorio para cambiarme.

Mina se me acerca, intrigada.

– ¿Qué ocurre?

– El deber me reclama.

– ¿A las once de la noche?

– El deber es un aguafiestas, querida. Su especialidad es amargar la vida al prójimo. El problema es que no hay imbécil que pueda prescindir de él. Alcánzame mi abrigo, si no te importa.

Un relámpago raya el cielo justo cuando saco mi coche del garaje. En pocos minutos grandes nubarrones cubren la ciudad, empujados por la ventolera. Las primeras gotas de lluvia caen sobre mi parabrisas, como constelaciones abriéndose en las reverberaciones de las farolas. Hay poca gente por las calles. Las tiendas han bajado sus cierres metálicos, así como los figones y los cafés. Las aceras quedan a merced de pandillas de desocupados a la deriva. Cruzo las avenidas a toda mecha, saltándome los semáforos uno tras otro.

Llego al Sultanato Azul. Ya están ahí dos coches de la policía, y un corro de gente gesticula en la calle. Reconozco al cabo Lazhar entre el gentío. Está tomando notas en su cuadernillo, exageradamente atento a los testimonios que prorrumpen aquí y allá. Me acerco a él con las manos en los bolsillos para que quede claro que aquí el que manda soy yo.

– No se queden fuera, por favor -suelto para hacerme con la situación-. Aparte del gerente del local, no quiero ver a nadie.

El gerente finge alivio al enterarse de quien soy. Dispersa con deferencia a la gente y me lleva hasta su despacho.

– Por poco se arma una gorda -me dice de entrada mientras se enjuga delicadamente el sudor con un pañuelo de seda-. Sacó su arma, señor comisario. Cuando vieron la pistola, las mujeres se pusieron histéricas y se volcaron las mesas. Algunos se tiraron al suelo y otros a la piscina. Indescriptible. La gente corría por todas partes. ¿Se da usted cuenta, señor comisario? Gente bien que había venido a pasar un rato agradable con nosotros y, sin previo aviso, el horror… Ese oficial ha ido demasiado lejos. No tiene ni idea de lo que va a caerle encima. Aquí sólo vienen ejecutivos de renombre, hombres de negocios y dignatarios del régimen; gente que está en las antípodas de la violencia y que no va a perdonar que se les moleste de esa manera. El Sultanato es algo así como su microcosmos. Muy selecto y muy caro, para espantar a los indeseables. Y ¡catapún!, en pleno espectáculo, un oficial de la policía nos monta su numerito. Estoy avergonzado -me confiesa contoneándose-. Si supiera usted el apuro que he pasado. Sólo deseaba que me tragara la tierra. ¡Dios mío, qué escándalo! Ya nadie querrá volver por aquí. Creo que me va a dar algo…

El señor gerente está hundido. Como una auténtica señorona que descubre una miga de pan negro en su bollo.

Casi me dan ganas de ofrecerle mi hombro para que se alivie sollozando.

– Siéntese e intente calmarse -le recomiendo.

Se derrumba en un sillón y se seca con su pañuelo la comisura de los labios.

– Le ruego que perdone mi emoción, señor comisario. Es la primera vez que veo un comportamiento tan deplorable en un lugar tenido por el más prestigioso del país. Hay sitios para los gamberros y otros para la crema de la sociedad. Me resulta imperdonable que alguien frecuente un ambiente distinto del que por su propio rango social le corresponde.

– Tiene usted razón -amaga el cabo Lazhar para significarse.

Lo detengo con la mano y le ruego que se esfume. El cabo se siente ofendido. Masculla su descontento y se va protestando por el pasillo. Cierro la puerta y pido al gerente que desembuche de una vez.

– ¿Por qué no me lo cuenta desde el principio?

El gerente traga saliva, sin saber por dónde empezar, y, siempre con el pañuelo pegado a su boca afilada como la de una morena, me dice con voz chillona:

– Desde que lo vi por primera vez, aprecié en él una evidente falta de clase. Iba limpio, pero nada más. Ropa barata, una mezcla de imitación y de ingenuidad. El típico guaperas salido del pueblo llano que se empeña en escalar peldaños sociales por su cara bonita, no sé si me entiende. Me opuse a que se adhiriera al club. En el Sultanato somos muy mirados con estas cosas. Elegimos a nuestra clientela con mucho esmero. Ni siquiera se admite a los nuevos ricos. El dinero por sí solo no basta. Aquí aspiramos a proteger a las grandes familias de los peligros de la promiscuidad y la falta de respeto de los arribistas. Por desgracia, nuestro hombre es oficial de la policía. Y nosotros sentimos un respeto reverencial por nuestras instituciones, señor comisario.

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