Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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Me llevo la mano a la boca para reprimir un bostezo que amenaza con abrirme la cara de par en par. Al gerente le indigna mi grosería, pero su respeto por las instituciones resulta mayor que el que alberga por la corrección.

– Perdóneme -le digo-, a partir de medianoche me sale la vena hipopotámica. Intente atenerse a los hechos: ¿quién es el oficial, por qué desenfundó la pipa, dónde está ahora?

Me pide con el índice que espere y aprieta un botón. Se presenta un sirviente con esmoquin, la pajarita suelta, el cuello de la camisa sucio y la cara medio tapada por un trapo ensangrentado.

– El señor Tahar es nuestro mayordomo. Le contará mejor que yo lo que ha ocurrido.

– Le escucho, señor Tahar.

El mayordomo advierte que no me voy a compadecer de su dolor. Retira su nariz magullada del trapo, constata que su herida me deja frío y va al grano:

– El teniente llegó hacia las ocho de la tarde, con su novia. Habían reservado la mesa 69. Yo mismo la preparé. El teniente quería festejar debidamente el cumpleaños de su compañera. Estaba muy satisfecho con la decoración de su mesa. Cenaron en plan enamorados, ambos muy apasionados. Hacia las diez, él me hizo una señal, que habíamos acordado la víspera. Su novia no debía darse cuenta. Quería darle una sorpresa. Apagamos las luces y llevamos la tarta hasta su mesa, con los aplausos del personal. Se trataba de una espléndida tarta gigante, hecha por el mejor pastelero del Gran Argel. La novia se emocionó mucho. Sobre todo cuando sus vecinos de mesa se pusieron a ovacionarles. Cortaron la tarta con mucha solemnidad. Cuando volvimos a encender las luces, la sonrisa de los tortolitos se esfumó. El señor Hach Thobane se hallaba en la entrada del restaurante. Espléndido como una deidad. Levemente apoyado sobre su bastón de caoba. Miraba a la novia del teniente con mucho cariño. En la sala se hizo un silencio inaudito. Todos los gestos quedaron en suspenso. Se notaba que algo extraordinario iba a ocurrir. Estaba claro que los tortolitos no se sentían a gusto. Se miraban como si el fin del mundo estuviese llamando a las puertas de su idilio. Entonces fue cuando el señor Hach Thobane apartó sus brazos, que, entre tanta perplejidad, parecían más anchos que el horizonte. Ignoro lo que pudo ocurrir. Estábamos todos en estado de estupor. La novia del teniente dejó caer su trozo de tarta y, movida por una fuerza irresistible, soltó bruscamente la mano de su novio, que intentaba retenerla, y corrió a acurrucarse entre los brazos de Hach Thobane. Fue algo tan increíble que nadie sabía si aplaudir o sentir lástima. Hach Thobane apretó contra él a la joven durante un largo rato y luego se fueron, abrazados, hacia un coche de lujo que los esperaba en la entrada. Aquí estábamos todos alucinados. Nuestros clientes no se atrevían a seguir con su cena. Todas las miradas convergían hacia el teniente. Nadie, por nada en el mundo, se habría puesto en su lugar. Ni siquiera él se daba cuenta de lo que acababa de caérsele encima. Estaba grogui, casi se tambaleaba mirando alelado la puerta por la que su novia acababa de largarse. Estuvimos una eternidad acechando su reacción. Se derrumbó sobre su silla y se agarró las sienes con ambas manos. Aprovechamos ese momento para ordenar a la orquesta que volviera a tocar, pero era imposible hacer como si nada hubiese ocurrido… El teniente mantuvo la cabeza gacha. Se bebió copa tras copa, botella tras botella. Ya borracho, se puso en mitad de la sala y empezó a tratar a la clientela de asquerosos burgueses y de catetos advenedizos. Intentamos calmarlo. Cada intento por nuestra parte lo ponía aún más fuera de sí. Cuando me pegó, mis hombres lo agarraron y lo sacaron fuera. No sé cómo consiguió zafarse de ellos, pero regresó y sembró el pánico con su pistola. Ni siquiera una explosión habría producido tanto espanto, pánico y pesadilla. Luego el teniente se percató de la que estaba armando. Sin enfundar su arma, nos trató de ricachones de mierda y de farsantes y se fue tambaleándose, vaya uno a saber dónde.

Planchado por lo que acabo de oír, siento a mi vez que las piernas me flaquean y caigo en un sillón.

¡En qué jodido follón acabas de meterte, teniente Lino!

Lo he estado buscando durante toda la noche, y he movilizado a todas las patrullas de la ciudad: aviso a comisarías y registro a fondo de tugurios. Lino se ha volatilizado. Mi preocupación aumenta al máximo cuando el teniente sigue sin dar señales de vida durante todo el día siguiente. Se me ocurren las hipótesis más espantosas. Como los jóvenes argelinos padecen un claro déficit afectivo, y como el teniente, a pesar de sus treinta años, sigue siendo emocionalmente un adolescente, y por tanto frágil e imprevisible, mucho más tras el desengaño de la víspera, es capaz de pegarse un tiro o de arrojarse desde lo alto de una torre sin paracaídas.

Envío a gente a los hospitales, a los depósitos de cadáveres, y cada llamada telefónica me hiela la sangre. Al anochecer, mis sabuesos regresan con el rabo entre las piernas y las manos vacías.

Lino tampoco ha regresado a su casa. Nadie le ha visto en su barrio.

Me quedo en mi despacho hasta muy avanzada la noche, dando vueltas a la cucharilla en mis cafés con la mano temblorosa y haciendo rogativas a los santos patronos de la ciudad. Nada.

Al día siguiente, doy parte al dire de la desaparición de Lino. Propina un puñetazo a la mesa y me tira un periódico a la cara. El incidente del Sultanato Azul está en primera plana.

– El cerdo de tu teniente sale en toda la prensa esta mañana -me anuncia a bocajarro-. Supongo que estarás orgulloso.

– Ni mucho menos, señor.

Está a punto de arrancarse los pelos, se lo piensa, intenta conservar la calma. Tras unos cuantos gruñidos, se le deshilacha la voluntad. De repente, se le desinfla el cuerpo y se tambalea tras su mesa de despacho.

– ¿Por qué, Brahim? ¿Qué pretende demostrar Lino? ¿De qué va? ¿Quiere joderme del todo?

– Lo siento mucho, señor.

Está en mangas de camisa, con la corbata aflojada. Las arrugas surcan su macilento rostro. Mi estoicismo le tiene perplejo. Esperaba que me lo tomase a mal y pensaba aprovechar la oportunidad para pagarla conmigo. Pero no he entrado al trapo y eso le fastidia.

– Te dije que lo llevaras a la perrera, Brahim -prosigue.

– Es cierto, señor.

– A ver cómo manejamos ahora este desastre. ¡Por tus muertos, dímelo! ¿Cómo se le ocurrió montar ese follonazo en el Sultanato? Allí ni siquiera me atrevo a ir yo. Sólo van ricachones y suripantas. ¿Y qué va a ser de mí ahora?

– No lo sé, señor.

– La jerarquía está fuera de sus casillas -me informa, trémulo-. He hablado hace un par de minutos con el w ali * . Me ha dado tal repaso que creí que me faltaba el aire. El ministro en persona ha ordenado que se constituya un consejo disciplinario. Se lo van a comer con patatas, y a nosotros también.

– Lo entiendo, señor.

Menea la cabeza, totalmente destrozado; luego, se da la vuelta y me ruega que me quite de su vista.

Dos días de búsqueda, y Lino sin aparecer.

Y, a la mañana siguiente…

Aparco la tartana en la esquina de la calle Baba Arruj, una callejuela tan estrecha que apenas deja correr el aire. A ambos lados, unos edificios desvencijados defecan en las mismas aceras. Por ahí no ha pasado la sombra de un basurero desde los tiempos del voluntariado estudiantil de los años setenta. Hay que abrirse paso a machetazos para superar el hedor a cloaca. Me topo con una tasca medieval agazapada tras su escaparate, más sospechosa que una guarida de truhanes. En la misma puerta, el patrón dormita sobre una silla. El hotel está justo al lado, apretujado bajo su rótulo luminoso: El Oasis (ya puestos, entre hermanos, ¿por qué no soñar?).

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