Debí preguntar tres veces para llegar a un aduar podrido, tras un forúnculo de colina donde uno no se llevaría ni a su cuñado para darle un susto. Sin duda, el culo del mundo. Cuando uno encalla por allí, le inunda un insondable sentimiento de frustración. Esto no tiene nombre. Casuchas pegadas a sus corrales, callejuelas retorcidas, arroyos fétidos y una enorme sensación de descomposición mental. Si la gente no tomó en marcha el tren de la revolución, fue porque ni siquiera pasó por aquellos parajes. Una vez que se fue el colono, ya considerablemente a mantener la aldea en la indigencia y el estancamiento. Los escasos testarudos que descartaron la huida siguen consumiendo sus últimas convicciones en una política de espera sin porvenir. Como se tomaron en serio las promesas, sobreviven de ilusiones y de un agua sospechosa. A eso se le llama ingenuidad. Su longevidad no se debe a la ineficacia de los tratamientos sino a una enconada propensión a la asistencia providencial. Sin duda, los discursos oficiales son contundentes; pero, a pesar de la demagogia chillona y de haber experimentado tantas decepciones, el pueblo llano se niega a admitir que sus representantes puedan tomarle el pelo.
Existen mentalidades así concebidas, tan desoladoras que dan ganas de tirarse por un acantilado. El problema es que ese sacrificio no cambiaría en nada las cosas.
Escupo por superstición dentro de mi camisa antes de internarme con mi cacharro en el gueto. Aquí y allá, amontonados a la entrada de las chozas, unos ancianos en las últimas me miran pasar como si fuera una incongruencia que se les acabara de ocurrir. Los saludo y mi gesto no hace sino intrigarlos aún más.
La plaza es lúgubre, apenas una lengua arcillosa delimitada por aceras medio invadidas por regueros de barro. De no ser por una vieja furgoneta desguazada y un chasis de tractor que semejan desechos acarreados por una especie de cataclismo itinerante, se podría jurar que la civilización se tomó a pecho no darse a conocer por aquellos lares.
El café Lassifa está cerca de una tienda de comestibles acordonada por una pandilla de gatos famélicos. El mocoso que sustituye a su padre junto al cajón de las monedas se aburre como una ostra. Ni un cliente a la vista. El cafetín está sitiado por una caterva de mozos mortalmente aburridos.
Llevan allí desde la noche de los tiempos, mirando el edificio de enfrente y acechando a ese Mahdí del que hablan las profecías y que vendrá a poner patas arriba el revolcadero de los prevaricadores.
Bajo del coche.
Miro de frente los alrededores.
En la pared, un cartel milagrosamente intacto propone una jeta de timador para el cargo municipal. No hay más candidatos potenciales, a no ser que se hayan destrozado sus carteles. Empiezo a entender por qué el pueblo está tan de capa caída. Pero lo que me apena no es la miseria de un pueblo bueno y valiente, traicionado por sus santos patronos. Esta vez, no cabe duda, mi reverenciado psiquiatra me demuestra a las claras que no tiene mucho que envidiar a sus pensionistas. Hay que tener la perola hecha polvo para elegir como lugar de encuentro un poblacho tan traumatizante.
El profesor está acodado al mostrador, absorto en las historias del cafetero. Sigue con su bata, y tampoco se ha quitado las zapatillas. Con las mejillas metidas en el hueco de las manos, escucha al pobre diablo, que le cuenta las perrerías de su vida. Al lado, dos campesinos con turbante se compadecen y rezan en silencio para que recuerde que han pedido algo de beber.
El cafetero levanta la cabeza y me ve en medio de la sala. De inmediato, intuye al poli tras mi placidez de buen padre de familia y se pone a sacar brillo a su alrededor.
El profesor me ve a su vez y suelta un ¡ah!, como si no esperara encontrarme allí. Luego echa una ojeada a su reloj para comprobar que he sido puntual.
– Por una vez, caes a pique.
– Depende sobre qué.
– ¿Tienes tiempo de tomar una taza de café?
– Acabo de salir de una disentería.
– ¿Qué significa tu insinuación? -truena una voz a mi espalda.
Me doy la vuelta.
Un viejo campesino se pavonea sobre una silla de mimbre, bajo un orificio dentado que pretende pasar por una claraboya. Lleva un vestido reluciente y tiene las mejillas rosadas y la barba cuidada. Sobre las rodillas, un garrote a modo de cetro. Debe de ser el amo del lugar.
Viendo que me callo, sigue dando caña.
– ¿Has probado mi café?
– Estoy tieso -le digo para guardar la cara porque lo que veo ante mí es un auténtico beduino, modelo de época, orgulloso y susceptible, de puño rápido, listo para romperle a uno la cara por poco que se pase.
– Entonces, que te zurzan en otra parte.
Lo calmo con la mano, agarro con la otra al profesor y me apresuro a quitarme de en medio.
La voz del viejo me sigue acosando por la calle:
– Porque vienen de la ciudad se toman por colonos. ¿Acaso ha probado mi café?
– No, Hach -contesta en coro la clientela.
Y el viejo, sentencioso:
– En mis tiempos, por menos que esto se cargaban a una tribu entera.
– Desde luego, Hach…
Me meto en mi trasto con ruedas y salgo pitando del pueblo.
– Podías haber propuesto algo mejor como punto de encuentro -digo a mi pasajero.
El profesor mira a un pastorcillo corretear tras una oveja extraviada y, con los labios muy apretados, me confía:
– Hace cuatro años que no pongo los pies en una ciudad.
– Quizá hoy habría sido una oportunidad.
Suspira, y su mano transparente se crispa.
– En vuestra infecta y caótica ciudad, no las veis venir. Demasiado ruido y demasiado bullicio. Estáis atrapados en la marabunta de los días y de las preocupaciones, y os empeñáis en dar un sentido a lo que os supera. Aquí, en el campo, no se necesita un pergamino para saber adónde llevan los caminos trillados. Lo que descubro cada día del Señor me hiere el alma. Me basta con mirar a un adolescente sentado sobre la acera, con echar una ojeada a la espuerta de un ama de casa, observar durante un par de segundos a un pobre diablo encerrado en sí mismo en el fondo de un café para entender lo que les da vueltas en la cabeza. Estoy preocupado, Brahim.
– Deberías acudir a la consulta de algún colega.
Se suena en un pedazo de papel cebolla. Las lágrimas le arrasan los ojos.
– Lo mismo opinan algunos altos cargos. Me encierran en el asilo y piensan que el asunto está resuelto… Las cosas no son así. No basta con ignorar el drama para mantenerlo a distancia. Tú mismo solías decir que cuando se le da siempre la espalda a la desgracia, ésta te la acaba metiendo por detrás.
Delante de mí, un bache lleno de agua me corta el camino y me obliga a desviarme por la derecha. Subo por un terraplén, choco con un pedrusco y vuelvo a caer sobre la pista, esparciendo agua embarrada alrededor del capó.
– Ésos que has visto en el aduar no son mendigos ni malditos -prosigue-. Son sólo hombres normales, que soñaban con una vida decente. Llevan años haciendo de tripas corazón, convencidos de que recuperarán algún destello del sol que les fue confiscado. Hace un decenio venía por aquí los fines de semana para verlos disfrutar hasta hartarse. Estaban contentos y sus risas tronaban en kilómetros a la redonda. Ni siquiera necesitaba presentarme. Me llamaban h akim [4] y me profesaban un respeto religioso. No eran ricos, pero eso no les impedía invitarme a unos festines memorables. Por entonces se consideraba una vergüenza ver pasar a un forastero y no brindarle hospitalidad. Pero hoy la mirada que escruta al forastero ha cambiado. Y la gente también. Por culpa de la miseria. Juzgan toda intrusión en su intimidad como una profanación. Por ello se encierran en su silencio y en su hostilidad, para preservar las migajas de pudor que les quedan. Y allí, recluidos en su mala vida, se hacen unas preguntas espantosas. ¿Qué han hecho para caer tan bajo? ¿En qué han fallado, a qué santo han ofendido? A menos respuestas, menos cordura. Están perdiendo los estribos. Dentro de muy poco, irán hasta el infierno en busca de una explicación. Una vez que hayan dado ese paso, no veo cómo será posible aplacarlos. Entonces, Argelia conocerá la pesadilla dentro del horror más absoluto.
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