Yasmina Khadra - La parte del muerto

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La parte del muerto: краткое содержание, описание и аннотация

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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Me doy la vuelta y le miro de frente durante un momento.

Se le ha ido la sonrisa de la cara.

No sé cómo valorar esta primera confesión, pero, tal como están las cosas, algo es algo.

Capítulo 9

Hocine El-Uahch, conocido como la Esfinge, jamás ha pisado un colegio. Aprendió en el tajo y sigue convencido de que para ser experto hay que trabajárselo, lo que explica su manía por los parlanchines académicos. Para él, el hombre no se hace con la cabeza sino con las manos. Si maña viene de mano, es porque nada se puede hacer sin ellas, y porque todo se supera a pulso. Como prueba, y sin necesidad de consultar ningún manual, ejerció de artificiero durante la guerra de liberación e hizo volar por los aires tantos raíles y puentes que la red ferroviaria argelina jamás consiguió recuperarse. Cuando la independencia, se conformó con el grado de cabo primera en una unidad del cuerpo de Ingenieros y se pasó la mayor parte del tiempo galleando en el pueblo, con un pitillo Bastos en la boca, el cinturón de combate en bandolera y la guerrera abierta sobre su panza de borracho chulesco y peleón. Por aquel entonces no pululaban las golfillas por las calles y los reclutas iban directamente a los burdeles, donde se cultivaban en cantidades industriales las blenorragias y las ladillas. Hocine no era un tacaño. Se llevaba bien con la patrona y a veces la ayudaba a calmar a los soldados con eyaculación precoz que acusaban a las chicas de incumplimiento. Eso sí que era vida. De día puteaba a los pelapatatas y de noche le daba al alpiste a cuenta de las candorosas chicas del Caméléa contándoles cómo, él solito y sin que nadie se lo mandase, les daba caña a los paracas franceses. Después empezó a llegar al cuartel material sofisticado, y el asunto empezó a complicarse. Ya no se trataba sólo de chapucear artefactos explosivos para hacerlos saltar al paso de un camión enemigo. Los instructores soviéticos manejaban unos manuales de cojones e insistían en la necesidad de atenerse estrictamente a las instrucciones de uso. Hocine ni se enteraba. Era demasiado para él. Le mandaron a una escuela especializada a que se chupara un curso de reciclaje. Allá, con las neuronas fundidas por tanta fórmula sabia y tanto cálculo esotérico, comprendió que debía rendirse a la evidencia, por lo que devolvió su casco, sus botas y su petate para incorporarse a la vida civil. Fue aparcacoches, repartidor y prestamista antes de alquilar un pequeño vapor. Le enchironaron por abuso de dinamita en sus incursiones pesqueras. Las alarmantes condiciones de su detención llegaron a oídos de su antiguo jefe de partida -ya convertido en dios interino-, que acudió a toda mecha, puso patas arriba el penal y declaró a quien quisiera escucharle que eso de meter en el trullo a un héroe de la revolución era el colmo de la ingratitud y de la ignominia. Hocine El-Uahch quedó libre de inmediato. Se alistó al punto en la policía para vengarse de sus carceleros. Primero se le vio, hacia finales de los años sesenta, regular el tráfico de carretas en la plaza del Primero de Mayo, y luego repartir leña a los seguidores del Muludia en la entrada del estadio Bologhine. Su fama de matón no tardó en extenderse por los barrios bajos. Madero durante el día, proxeneta de noche, sus trapicheos prosperaban a la vista de todos sin que se le opusiera la menor objeción. En la policía, el espíritu de cuerpo primaba sobre cualquier otra consideración. Eso le animó a superarse. Con un gran talento. Conocía su margen de actuación, jamás se pasaba y se cuidaba mucho de profanar los cortijos ajenos… Un día, sin previo aviso, se le vio de chófer de un alto ejecutivo de la nación -famoso por despotricar contra el buró político-, que desapareció del mapa de manera tan sospechosa que muchos nababs estimaron prudente conducir ellos mismos su vehículo oficial. Hay que decir que durante aquel periodo de lucha contra el desviacionismo antirrevolucionario, las desapariciones de este tipo eran casi un fenómeno social: tras la fuga de cerebros vino la fuga de capitales, y un montón de aparatchiks, perjudicados o beneficiados, prefirieron ahuecar el ala antes de enredarse en conspiraciones. Las huidas en masa generaron puestos vacantes y los oportunistas se pusieron las botas. Así fue como Hocine El-Uahch, conocido como la Esfinge, llegó como okupa a la Oficina de Investigación, tras la trágica desaparición de su director. Curiosamente, ningún ujier ordenó el desalojo. En realidad, en el mercado negro nacional, Hocine El-Uahch era el candidato ideal para el puesto. La jerarquía se empleaba a fondo en todo tipo de especulaciones y qué mejor, para el buen funcionamiento del chanchulleo, que confiar la Oficina de Investigación a un cretino fiel a la vez que emérito fullero. No es que fuera tonto: era sólo analfabeto. Cumplió como nadie, firmando a diestra y siniestra, para enorme satisfacción de sus superiores, facturas falsas, cerrando casos, reteniendo expedientes, cambiando fechas de informes, proporcionando falsos testimonios, etc. De la noche a la mañana no podía dar un paso sin verse rodeado por los efluvios sulfurosos de un séquito de cortesanos. Se hizo muy rico, lo que le valió la absolución de sus pecados, y muy influyente, por lo que quedó elevado al rango de las deidades locales. Hoy en día, Hocine El-Uahch es un zaím con todas las de la ley. Sigue sin saber leer un periódico, pero cada vez que un licenciado le exhibe sus títulos pidiendo un mínimo de consideración, Hocine le vuelve a bajar los humos levantándose la camisa para enseñarle sus heridas de guerra y desgranando con su rosario de falso devoto sus incontables hazañas bélicas, sin las cuales Argelia seguiría hoy viviendo bajo la bota francesa.

Está claro que en algunos sitios la Historia es el peor enemigo del Porvenir.

No me las he tenido que ver personalmente con la Esfinge. Hace mucho que nos conocemos y mantenemos relaciones normales. Eso no significa que le tenga respeto, pero opino que no tengo por qué avergonzarme del oprobio de mis compañeros. Para mí, la Esfinge tiene una bala de cañón en vez de cabeza, y no tengo ningún motivo para esperar de él el menor atisbo de inteligencia. Por ello, cuando vi su nombre entre los de los miembros de la comisión para el indulto presidencial, casi se me atragantó la nuez. Primero pregunté a Serdj si se trataba efectivamente de Hocine El-Uahch, alias la Esfinge. Serdj hizo algunas llamadas y me lo confirmó. Estuve dándole vueltas toda la tarde tratando de entender qué pintaba ese necio en un equipo de afamados psiquiatras. Por la noche no hubo manera de pegar ojo. Por la mañana, incapaz de hacerme a la idea de que un país pueda estar jodido hasta el punto de que un panel de eruditos se halle bajo la tutela de un ignorante, decidí acercarme a verle. Quién sabe, quizá haya cambiado desde entonces.

Llego a la Oficina de Investigación sobre las nueve y media. Me indican que la Esfinge sólo empieza a espabilar tras tomarse una decena de tazas de café y montar tres buenas broncas. Así que me lo tomo con calma. Comisqueo un bollo en un cafetucho, echo una ojeada al periódico, que no aporta novedades, y, tras un segundo pitillo, voy a lo serio. El edificio administrativo que gestiona Hocine El-Uahch parece una fortaleza fantasmal. Ni un solo ordenanza por los pasillos. Los funcionarios se ocultan tras sus papeles y hacen como si no existieran. Sólo rompe ese penoso silencio el intermitente carraspeo que la Esfinge emite para hundir aún más a su servidumbre tras sus máquinas de escribir. A mi paso se alzan algunas cabezas, todas con cara de perro apaleado. Sin embargo, cualquiera de esos perritos falderos con categoría de patéticas acémilas se convierten en bestias inmundas cuando los sueltan contra el pobre contribuyente. De repente, sus colmillos de vampiros rivalizan en agresividad con sus cuernos de demonios, tan abyectos que ni con el más eficaz lanzallamas se podría purificar sus almas.

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