– Hay que sacarla de aquí, es blanca, es europea, pasaporte austríaco -escuchó. Oía llantos de bebé, quejidos de adultos, olor a mercromina, vio una inmensa mata de aguacate, con estos brotados de golpe, delante de un cielo infinitamente azul. Pidió un espejo, se sentía deforme, necesitaba verse. Cogió la mano de la persona más próxima, una enfermera, una médico, una superviviente.
– No tiene nada, señorita Patricia -le dijeron-. En el terremoto se golpeó varias veces contra la columna donde se sujetó y se rompió un par de dientes -siguieron informándola.
– ¿Cuál es su nombre? -preguntó, sintiendo que el aire se movía diferente en su boca sin dientes.
– Patricia, como usted -le dijo la mujer dejándola sola. Patricia podía incorporarse, debería abandonar ese sitio, volver a los escombros, ayudar, intentar regresar al hotel y a su ordenador; llamar a Manuela. Encontrar a Alfredo.
Se sintió mal de no anteponer a Alfredo a todas las necesidades. Pero, secretamente, creía en que había una especie de orden literario en esa lista y también que mientras menos pensara en Alfredo más probabilidades tendría de encontrarlo con vida.
No se atrevía a decir nada. Era tal el sufrimiento que observaba, las camillas cubiertas de cuerpos apilados, todos sin vida. La gente tan joven y tan muerta. Los familiares cubriéndose la cara y desfilando delante del otro desfile de cadáveres. Las heridas tan descarnadas, los brazos convertidos en raíces de árboles monstruosos. Había estado en el paraíso y en el purgatorio. Podía cambiarse de nombre, asumir una nueva identidad y ser al fin una mujer altruista, alguien que ayuda, una ex esclava de la sociedad fácil, ex santa flotando en el Támesis suplicando a la virgen de la ayuda. Escuchó su nombre, era un hombre quien la llamaba, pero no era Alfredo. Otra vez la mujer haitiana, atribulada, con otro hombre al lado.
– No podemos tenerla más tiempo aquí. La devolveremos al hotel. Las embajadas europeas están evacuando a sus ciudadanos.
– Quisiera quedarme -dijo.
– Es imposible. Estorbaría más que ayudaría -respondió la mujer, marchándose otra vez.
Patricia viajó en silencio a través de la ciudad. No había siquiera ruinas. Ella había visto ruinas la mañana después de la catástrofe financiera, las columnas suspendidas en la nada de la City londinense tras la caída de los mercados. Aquí veía personas sin extremidades, sin ojos, deambulando entre montañas de fuegos sin apagar, esquinas de casas mal colocadas en techos de otras; gente corriendo entre cristales y dedos rotos con neveras sobre la espalda, perros con las caras hacia atrás, niñas desnudas y gritando, coches antiguos con el color arrastrado hacia un extremo. El mar invadiendo lo que antes fueron iglesias y escuelas, pizarrones desencajados, un cartel de una película de Tom Cruise atrapado en la rama de un árbol, policías escrutando el interior de los vehículos en fila en las puertas de la zona residencial de su hotel. Volkswagen viejos con manchas de sangre, arena en los neumáticos, alas de esos pájaros negros pegadas a la misma arena. Y de pronto, avanzando hacia ella, haciendo caso omiso a los oficiales que le impedían el paso, abriendo la puerta de su coche, entrando, abrazándola, Alfredo.
Lo besó y sintió cómo su lengua entendía la ausencia de sus dientes, se recorrieron buscando heridas pero intentando calmarlas. Se mordieron, se limpiaron las lágrimas, frenaron sus gritos, ignoraron los guardias que al final les dejaban pasar y adentrarse en ese espacio donde las casas seguían siendo blancas, las piscinas parecían haber perdido algo de agua y las palmeras se habían cortado en dos sobre los céspedes semi alterados. Seguían besándose mientras la normalidad volvía a ellos, delegados de las embajadas esperaban cautelosos a las puertas del hotel y empezaban a mirarles como milagros andantes, blancos, europeos, jóvenes, hermosos, sobrevivientes de la mayor destrucción.
Patricia se abalanzó sobre la caja de seguridad de la habitación para extraer su portátil. Estaba allí, sano, perfecto. Alfredo la observaba.
– Dicen que Borja pudo salir del templo. Pasarán muchos días antes de que puedan dar datos oficiales pero…
– ¿Qué ha pasado con Christian y Cordelia?
– También desaparecidos -dijo Alfredo.
Patricia comprobó que tenía poca batería. Fue hacia el enchufe y miró hacia Alfredo. No había electricidad, pero tampoco tiempo para activar lo que necesitaba hacer.
Respiraba fuerte, como si recuperara aire y al mismo tiempo ese oxígeno la fortaleciera para explicarse ante Alfredo.
– Tengo dinero para crear una asociación benéfica para ayudar a la reconstrucción -empezó a decir.
– Espera a que estés en Europa, Patricia.
– No, tiene que ser ahora. Mi sistema es fácil, Alfredo. Se trata de mover dinero de un sitio a otro. No puedo explicarlo ahora, no quiero que lo sepas. No es por desconfianza, es para no pringarte. Venía aquí con esa idea en la cabeza. Crear una fundación a través de la de Christian para que algo de ese dinero que conocemos sirva de… ayuda.
Alfredo no dijo nada. Patricia tecleó sus contraseñas. Sonó el aria de Popea-Chanel y también «Picture this». Siguió tecleando, creando una nueva carpeta en sus servidores. Fundación Bauhaus, escribió, fue lo primero que se le vino a la mente. Pondrían cien mil dólares, una aportación de Graziella van der Garde y Two Monsters Together. Sintió un nuevo temblor, a lo mejor en verdad era otro movimiento sísmico pero lo que sentía era por dentro, el darse cuenta de que esa fundación ampararía todos sus movimientos a partir de ahora. Al convertirse en una benefactora de la reconstrucción de un país, el más pobre del mundo, podría movilizar cualquier cantidad de dinero en aras de un fin humanitario. La jugada perfecta. Mejor que el Velázquez 101.
– Fácil -escuchó decir a Alfredo-. Fácil final feliz. Incluso tienes wi-fi. No hay luz, no saben cuántos muertos se contarán, pero hay wi-fi.
– Entonces quedémonos -dijo, el acento austríaco creciendo.
– Nos desalojan, Patricia. Somos prioridad internacional.
– ¿Y no sientes nada por ellos, por los centenares, los miles que vivían aquí, subsistiendo en la nada y ahora convertidos en más nada?
Alfredo calló. Patricia se imaginó desprendiéndose de ropa en el vestíbulo del hotel, pulseras, zapatos, pendientes, collares, reloj, sí, aunque no hubiera traído el bueno, zapatos, maletas, el propio ordenador, darlo todo, subirse a los convoys donde les devolverían a los aeropuertos en el norte o en Santo Domingo, a su avión privado, aunque fuera alquilado… Era demasiado.
Accionó los chips, creó la fundación, dispuso que los primeros cien mil dólares estuvieran en la cuenta que Marrero había abierto en esa isla cuando viajó junto a Alfredo.
– ¿Estás robando dinero? -exclamó Alfredo.
– No, estoy creando esa fundación.
– Patricia, por dios.
– Estoy creando una fundación que recuperará dinero para reconstruir lo que no se puede reconstruir. Sí, y detrás de esa fundación estará todo el dinero que necesitamos limpiar. Ahora lo sabes todo, ahora no queda nada más que ocultar. Ahora sabes que puedo convertir estas muertes en más dinero, más gloria, más tapaderas, más engaño.
Y empezó a llorar, a aullar aferrada al ordenador, pulsando enter una y otra vez.
Fue así, pulsando, que accionó una canción. «Como un lobo, paso a paso, voy detrás de ti», escucharon los dos. Bosé, el movimiento líquido de la canción y el sol oscureciéndose sobre la ciudad devastada. «Voy detrás de ti, paso a paso.» Patricia se hacía tan pequeña, se encogía, no dejaba de temblar y sudar, de pedir perdón, de intentar ofrecer una explicación.
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