– Que no tengas hijos. Que con nosotras muera todo lo que aprendimos.
DEL INVIERNO A LA ISLA
Hace frío en diciembre, como es de esperar, pero unos días radiantes. Desde que Alfredo y Patricia viven en Londres y son millonarios el tiempo no se cansa de sonreírles. Cordelia, madre de la Modelo, ha conseguido una larga lista de expertos y coleccionistas que pueden facilitarle a Patricia una exposición de la colección de Graziella fuera de Edimburgo, incluso llegar hasta la Feria de Maastricht, el súmmum, el no va más de los millonarios de verdad y sus increíbles obras de arte.
– Pero antes quiero que vengas a casa a cenar con un queridísimo amigo, os va a encantar, es el sobrino-nieto de Oskar Schlemmer, uno de los fundadores de la Bauhaus.
Fueron. Alfredo incluso trajo una bandeja de sus langostinos tigre rellenos con trocitos de jamón y huevo cocido, una receta que probarían en la primavera de 2010 y llamarían prawls new decade. La galerista los adoró, es más, los tragaba y en alguna ocasión continuaba hablando con la boca llena de huevo y langostino.
– Christian es tan tímido que no se atreve a deciros nada, pero creo que sois la pareja perfecta para nuestra nueva acción benéfica.
Patricia sonrió a Christian, un caballero evidentemente gay, de unos bien disimulados sesenta años, cincuenta de los mismos vividos escudados en el insólito soniquete de ser el sobrino-nieto del fundador de la Bauhaus. Seguramente existía una sociedad de sobrinos-nietos célebres en Londres. Los sobrinos-nietos de Freud, de Marx, de Einstein y de Greta Garbo (no recordaba si tenía hermanas la mítica actriz sueca), de Pancho Villa, de los Hermanos Marx, de García Lorca, se embalaba Patricia y la sonrisa de su humor afloraba en su rostro al tiempo que Alfredo le daba una patada para que se concentrara en la conversación.
– Hemos hecho campamentos de este tipo en lugares en reclamación como el Sahara, no sé si se dice así, pero es lo mismo, ¿no? -Hablaba la galerista muy deprisa, de nuevo con ese ahogamiento de palabras y letras que enloquece a los muy ingleses-. Pero creemos que este año el gran evento tiene que ser Haití -afirmó.
– ¿Haití? -dijo Patricia-. ¿Hay construcciones de Bauhaus en Haití?
– Oh, no -empezó a hablar por fin Christian-, pero mi tío tenía una gran admiración por esa isla. Decía que tenía la forma de un escarabajo nadando en el mar.
– Oh, sí -continuó Alfredo, tomando la mano de su novia-. Igual que Cuba la de un dinosaurio en la misma agua.
– Sería maravilloso si ustedes prepararan algo como lo que hicisteis en Nueva York el diciembre pasado -dijo al galerista.
– Fue noviembre -corrigió Patricia, y Alfredo soltó su mano y se negó a volver a cogerla el resto de la noche.
– Alfredo -empezó Patricia en la oficina del Ovington-. Alfredo…
– No. No voy a hacer ninguna cena benéfica.
– Pero piensa que de salir bien, que de seguro saldrá, cambiará mucho tu perfil con respecto a esas cenas. Aquí se trata de apoyar una causa que quiere recoger dinero y centrar la mirada del mundo en una zona que nadie ve.
– Es una isla de muertos, Patricia. Es la pobreza extrema. ¿Cómo vamos a presentarnos allí con los langostinos tigre y los jamones y el cuscús de cordero y miel, aterrizando en los aviones privados, llamando la atención delante de gente que bebe agua de la calle?
– Iremos a la parte norte de la isla, más cercana de Santo Domingo.
– No, Patricia.
– Donde van los cruceros de lujo -siguió esta. Tenía razón, a pesar de que Haití es, en efecto, el emblema de la miseria mundial, una parte de la isla siempre está incluida en los cruceros más caros inimaginables. Aguas muy azules, arenas muy blancas, la pobreza, las enfermedades, el horror mantenidos a raya detrás de inmensas rejas eléctricas.
Patricia siguió viendo a Cordelia, la madre de la Modelo, galerista. Y también al sobrino-nieto. Parecían vivir juntos en Marylebone, cerca de Regent's Park y Madame Tussauds. Nunca había entrado al museo de cera y Christian decidió acompañarla.
– ¿Qué quieres ver, la antigüedad, Marilyn Monroe y Elizabeth Taylor, o Angelina Jolie y los Beckham? -preguntó Christian.
– ¿Sarah Bernhardt? -expuso ella con su sonrisa Patricia.
– Oh, dios mío, tendremos que comprar la entrada general y ver a Churchill y al coronel Montgomery -zanjó Christian.
Fue divertido, era prácticamente Nochebuena y no había muchos niños sino japoneses y australianos moviéndose desorientados entre personalidades blancas y occidentales. Patricia se detuvo ante Elvis y pensó en Alfredo. El Alfredo que había conocido en el taller de los Casas, el que la llevó al orgasmo en el avión a Londres. No lo pudo evitar, empezó a llorar, largo, hondo, toda su cara convertida en un desahogo. Se cubrió y alguien apartó las manos de su rostro. Era Borja. Delgado, marcado, pero el fondo de sus ojos igual de enamorado. Christian parecía esconderse detrás de los Rolling Stones para dejarlos solos.
– Somos amigos también de la galerista. Lo sé todo, y necesitaba verte una vez más -empezó Borja.
– ¿Por qué estás libre? -soltó Patricia.
– Porque mi familia ha reunido la fianza.
– ¿Qué quieres de mí?
– Verte. Yo no te quiero matar, Patricia. Ni pedir explicaciones.
– Hubiera preferido que la última vez de verdad fueras tú corriendo detrás de mí en la nieve.
– Ahora está nevando otra vez. Marrero sabe que has conseguido desviar el dinero.
– No podrá hacer nada, no mientras esté asociado a los Grammy Latinos.
– Me ha pedido que te busque para decirte que Higgins irá a un programa de televisión. Sí, lo han pactado, quieren que lo diga todo. Nombres, direcciones, lugares…
– No me asusta.
– No podrás pasarte toda la vida utilizando a personas, Patricia.
– ¿Volverás a España o aprovecharás que estás aquí para irte hacia otra parte? -preguntó ella.
– Me iré al Caribe.
– Christian te ha hecho venir para que me convenzas de lo de Haití -entendió, siempre rápida, Patricia.
– Sí. Si no lo haces no te dará tiempo a evitar que investiguen todo lo de Marrero y estarás desprotegida. Pueden abrir una investigación a tus cuentas.
– No existen esas cuentas -insistió Patricia. ¿Cómo iba a creer que Borja quisiera ayudarla, rodeada de monstruos de cera?
– No soy la policía, Patricia. Soy el prófugo en que me convertiste. No te hablo desde la ley, sino desde el otro lado, del que no quiero que nunca conozcas.
Patricia se dio cuenta de que cerraban, se iban quedando solos, Elvis, Beatles, Tina Turner, Michael Jackson rodeado de flores. Se acercó más a Borja y aceptó el beso que sabía a cárcel y a huida, a Haití y a más barro, más abismo, más peligros abriéndose a su paso.
Tardó en llegar al Ovington, celebraban la Navidad a quinientas libras el menú y había gente esperando en la calle, rusos con la guía Louis Vuitton en las manos. Cuando bajó del taxi sintió que la miraban como si fueran a aplaudirla. Alfredo la recibió con un beso y la mirada escrutadora.
– Mira tu correo. Higgins ha ido a un programa de ex cotillas que se hacen pasar por periodistas serios. Han subido una parte a Youtube.
Patricia saludó al personal, habían crecido para esa noche, Joanie había traído nuevos adeptos a Alfredo y todos miraban estupefactos el desmesurado cerdo que presentarían como en los festines de antes, lacado y decorado con una manzana verde. Le ardía ver a la Higgins. Pulsó el enter y allí estaba, en un programa todo blanco, una especie de decorado trampa, sin puertas, sin público, un confesionario penitencial, Higgins vestida con un traje acartonado, mucho más delgada y nerviosa, intentando demostrar su inocencia. «Creo que hay intereses ocultos empeñados en empañar la ciudad de Valencia.» «Nunca hemos tenido reuniones con nadie de la trama de los Grammy», decía mientras el entrevistador, amanerado y autosuficiente, harto de su entrevistada, se empeñaba en preguntarle quiénes eran los artistas españoles que habían aceptado participar de esos Grammy Latinos. «Por dios, no se participa, uno es convocado a través de nominaciones», insistía Higgins. Y el entrevistador, histérico, arrojando papeles, «Usted está aquí para testimoniar que vio cómo hijos de cantantes célebres de este país habían aceptado estar en ese entramado de actuaciones en Valencia». Y Lucía Higgins se horrorizaba. «No, no, no tiene nada que ver. He ido a la cárcel por una falsa acusación de corrupción pública.» «Pues está en el programa equivocado, la corrupción pública no es un tema que nos interese en la televisión», gritaba el mariquita, y Higgins miraba anonadada a la cámara. Fin del vídeo.
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