Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Llegaron a Puerto Príncipe a las dos de la tarde del 12 de enero. Entre todas las cosas que sintió, esas horas eternas de asfalto lombriz y gente avanzando sin rumbo, tenía el olor de Alfredo dormido, la ventana del coche abierta y el salitre mezclado con las pocas ramas verdes que parecían unir el aroma del limón con el de la ruda. Y recordar un jardín que había olvidado por completo, el de la casa de su madre en Caracas y ella y Manuela, muy niñas, asustadas de la gente cacareando alrededor de ellas. «Qué bonitas, qué europeas, ¡qué primer mundo!», les decían, y ellas veían esos adultos, ese maquillaje que no resbalaba, las joyas y dientes que brillaban igual y el olor del helado de vainilla que llamaban mantecado y la brisa del limón colándose en los salones junto a la ruda, siempre más áspero, recordando el orín de un gato.

Abrieron las maletas en la habitación de muebles blancos y art déco en el Grand Hotel Suisse, sobre una de las poquísimas colinas de Puerto Príncipe. Las ventanas estaban cerradas con un candado. «Por el olor», había advertido el camarero, que tenía el pelo teñido de un amarillo chocante. Se veía un trozo de mar y otras casas con céspedes que parecían pintados y piscinas de fondo muy azul. Si te movías un pelín fuera del cuadro de la ventana alcanzabas a ver el desastre, las antenas parabólicas inclinadas a favor del viento, las casas que no eran sino tres paredes, el agua sucia derramándose por las laderas cubiertas de basura, la gente subiendo y bajando como papeles abandonados. Alfredo se echó sobre la cama, seguía mirándola agotado y lejos. Patricia esperó los ronquidos y abrió su ordenador. Vigiló las cuentas, alguien había entrado en las de Marrero.

Sintió frío, luego fuego en el cuerpo y el chorretón recorriéndole la espalda. Cerró el ordenador, pero no lo apagó. Lo introdujo en la caja fuerte.

Salió al pasillo, bajó al vestíbulo, hacía tanto calor, creyó que podía desnudarse y empaparse de su propio sudor. Borja se lo había dicho en el Museo de Cera: también iría al Caribe. Se notaba sin aire, por el calor. Nervioso.

– Van a liberar a Marrero. Los jueces no encuentran relación entre la factura, las escuchas y los sobornos a los consejeros. Nadie puede entender lo que pone en la famosa factura.

– Era de esperar.

– Dará una rueda de prensa, creo que terminará por anunciar que desea formar parte de las listas del President para las nuevas elecciones.

– Las ganarán -sentenció Patricia.

– No te va a recibir con una sonrisa, Patricia.

– Necesito que aceleremos la fundación, Borja. -Se rió, podría llamarla así, «Fundación Borja».

– Tú sabes hacerlo mejor que nadie.

– Cuando lo haya hecho dejo todo esto. Se acabó, ya no siento nada. Solo creo que guardo algo de amor hacia Alfredo, pero no me atrevo a vivirlo para no desperdiciarlo. Para no convertirlo en explicación, en realidad.

– Ojalá el calor decidiera incendiarme y morir aquí, escuchándote escupir tu amor por él.

Patricia no podía añadir nada más. Borja consiguió levantarse y avanzar hacia los ascensores.

– ¿Dónde estabas? -le preguntó Alfredo cuando regresó.

– Aquí, cerca de ti y asociando olores. -Estaba desnuda, recién duchada y mezclando agua con sudor.

– ¿Por qué seguimos juntos, Patricia?

– Porque tengo miedo, porque te quiero, porque te pido disculpas.

– Porque el amor es una putada -dijo él.

Christian y la galerista merodeaban en la puerta del hotel. Les esperaban en el Consulado Británico a las 14:45, era prácticamente al lado, pero antes debían ir a visitar la iglesia de Notre-Dame de San Claotel donde Christian quería dedicar un mural en homenaje a su tío-abuelo. Miraban las casas con jardín y flores quemadas y gente, personas vestidas con trajes de colores estridentes y de alguna manera detenidas en los setenta, cuando Patricia a lo mejor ni había nacido. Un hombre muy gordo la miraba fijamente sosteniendo un diminuto ventilador a pilas. Sus labios eran tan gordos como él y apenas podían hablar.

Caminaron rodeados de agentes de una seguridad privada pero con ridículo uniforme de alguna serie de televisión americana, sus escudos como alas de mercurios cosidos a los hombros, una musculatura desigual en todos ellos, brazos fuertes pero piernas enclenques. El calor era brutal, seco, sólido, una suerte de piscina de sal en la que jamás te ahogarías. Vieron la iglesia con su cúpula de celestes descascarados y los coches oficiales aparcando, dos, tres de ellos, y señoras con las mismas modas de los setenta pero planchadas, algunas con sombrero. Cordelia iba recitando nombres con el poquísimo aire que le permitía hablar. Damas de organizaciones benéficas de Francia y el Caribe, miembros del Blue Merlin Girls Club. Con la pobreza asediándolas, todas estas señoras formaban parte del golpe final de su plan. Todo el viaje le permitiría crear una gran tapadera. En este sitio rodeado de mar, cubierto de suciedad, oliendo a limoneros que se mezclaban con la ruda. Se sintió desmayar, pero se recuperó ipso facto viendo cómo una bandada de pájaros negros cubría el cielo sin emitir un solo graznido.

– Pasa algo -dijo Christian-, la naturaleza siempre alerta -susurró.

Patricia y Alfredo se acercaron. Los pájaros no terminaban jamás, el cielo era un retrato negro dentro de un marco azul. Los gatos se quedaban quietos en mitad de las calles, las mujeres se espantaban y querían correr, pero el calor casi los convertía en estatuas de sal. Se acababa la brisa, el mar se quedaba sin olas. Patricia vio a Borja entrando a la iglesia, vestido aún con la misma ropa del encuentro en el vestíbulo del hotel. Alfredo también lo vio, y por eso fue hacia la iglesia, luchando contra la inmovilidad del aire, extremándose en conseguir llegar hasta la pequeña escalinata y avanzar hacia la puerta. Alguien le decía a Patricia que no le siguiera, que no podían moverse, pero aunó todas las fuerzas y enfiló hacia la iglesia. Miró hacia Alfredo y Borja y luego hacia los pájaros, sus alas convertidas en un artesonado macizo, oscuro, encima de ella. Tocó la columna de la entrada de la iglesia, ardiendo, como si hubiera estallado una caldera en su interior. Y se sostuvo a la mano de Alfredo, que deseaba decirle algo acerca de Borja, otra vez acerca del amor, que era una putada, que Haití le arrancaba ya todo el aire para ofrecerle una explicación.

Y entonces sucedió el terremoto. Un ruido, un grito más que estrépito, como de calma rota. Y después el rugido de las rocas, de todo lo que estuviera construido derrumbándose y de los pájaros abandonando ese cielo oscuro y agitándose en el resquebrajamiento. Patricia vio que su mano se separaba de la de Alfredo, que la columna se hacía líquida, que Borja se esfumaba detrás de una nube y que personas enteras se arrojaban a ella y cerraba los ojos y sentía polvo entrándole por los párpados cerrados, por las orejas, por la garganta que intentaba cerrar pero que al final deseaba abrir para que la asfixiaran esas arenas, esos polvos, esas muertes. Sintió golpes, de brazos, de manos, de cabezas, de dientes pequeños que no la mordían sino que se encontraban con su cuerpo como si fuera un saco de arena en medio del mar. Sintió el mar callando mientras todo se volvía aullidos y pájaros que caían, consiguió abrir los ojos y observó la inmensa talla de la virgen francesa pasar delante de ella, los brazos abiertos en cruz antes de que la nube, la tierra abriéndose, la tragara.

Esperó a sentir que esperaba, que seguía allí, que encima de ella había una persona muerta, hombre, mujer o niño, que tuvo que moverla a un lado y avanzar, primero sin ver, luego cerciorándose de que no hiciera más daño con sus pisadas. Había olor a fuego, pequeños incendios que iban generando otros pequeños incendios y poco a poco, a medida que la nube se disipaba y el olor de sal y sangre crecía, empezó a recibir el ulular de las primeras sirenas. Estaba rodeada de dos montañas nuevas de destrozo. No estaba Alfredo. Su ropa estaba hecha jirones y delante de ella un hombre calavera la miraba con los ojos cubiertos de sangre y un crucifijo en el cuello moviéndose aún por el terror. El hombre la miraba como para devorarla y Patricia se quedó quieta asumiendo que así sería. El hombre a la vez se desplomó, la mano aferrada al trozo de madera con el Cristo. La caída desató más polvo. Patricia aguardó, los ruidos empezaban a crecer, gente, auxilios, móviles que nadie respondía. Los pájaros caían muertos. Y de repente un claro de luz, un boquete y gente encontrándose brazos, cabezas, maletas abiertas, papeles flotando en el aire que recuperaba fuerza, una mujer desnuda gritando sin cesar el nombre de alguien. Patricia deseó hacer lo mismo, gritar Alfredo, pero no podía abrir la boca, sentía que estaba muerta porque su aliento era sangriento, se había roto los dientes, sí, varios de ellos, apretándolos durante el terremoto o zarandeada de tal forma por él. Se cubrió la boca, y vio la chaqueta de Borja debajo de un brazo de alguien, intentó cogerla cuando sintió que la tocaban por la espalda. Era un guardia, uno de esos de uniforme televisivo diciéndole algo que su cabeza ya no podía percibir.

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