Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Alfredo intentaba descifrar lo que había escrito Patricia, siempre con esa pésima, hasta desagradable caligrafía: «Grandma Graziella solo pone una fundición», parecía leer. Fundación. Alfredo dejó la carta encima del escritorio de su novia en el despacho del Ovington. Era uno de los sitios más ordenados del mundo, solo afeado por esa horrorosa letra de persona enferma, mujer desorientada. Sí, Patricia era las tres cosas. La estratega con el escritorio impecable, la enferma y, si no totalmente desorientada, había conseguido que él sí lo estuviera.

En su ausencia, había más Patricia que nunca. Alfredo atendía el restaurante vigilante de que en cualquier mesa se levantara alguien y se identificara como inspector de Hacienda norteamericano, español o inglés. Ansioso por que la Higgins reapareciera con el negro y David y Pedro le informaran de que los tribunales españoles habían liberado a Marrero porque no había indicios de ninguna cosa rara en su más que válido deseo de traer los Grammy Latinos a Valencia. ¿Por qué estaban tan metidos en algo tan complicado? ¿Por qué era imposible detenerlo?

Porque el mundo se había vuelto complicado. Cuando fuimos ricos -se decía a sí mismo-, fuimos invencibles, todo nos estaba permitido. Él y Patricia se habían hecho adultos en esa sociedad, en esa Europa. Nueva York y Madrid parecían una sola. Londres creció hacia todos sus confines, hizo renacer Hong-Kong, la superó con Shanghái, aceptó que Bombay era multinacional, inmensamente pobre y al mismo tiempo inmensamente rica. Era todo tan millonario que se puso de moda un oficio como el suyo, cocinar. Convertir lo olvidable en un pecado mil veces multiplicado y aceptado.

El Innombrable daba una conferencia en Londres esa tarde. Lo había descubierto al azar leyendo The Guardian, el periódico progresista que, sin embargo, seguía muy de cerca las andanzas de los grandes cocineros, seguramente porque no sabía del lodazal en que podían encontrarse al equivocarse de clientes. Decidió acudir. Somerset House es un edificio imponente en el centro de Londres. Se celebra cualquier tipo de evento, respondiendo a la tradición democrática de los ingleses. Es, de hecho, una especie de palacio para que la gente opine, aprenda, deambule o descubra los portentos del Innombrable una tarde de verano.

Cuando llegó al recinto todas las alarmas se activaron. El embajador español fue el primero en reconocerle y ofrecerle profusas disculpas por no haberle invitado.

– Imperdonable, imperdonable, uno de nuestros más célebres niños prodigio en el panorama gastronómico de la ciudad. Imperdonable, siéntese en primera fila, por favor, se lo suplico -desgranaba el diplomático. Alfredo se vio avanzando en el salón repleto de gente, de columnas y de largas mesas con manteles no muy blancos donde o bien se exponían fotos de los platos del Innombrable o estaban aquellos artilugios que le habían ganado su inmensa y poderosa celebridad. Un grupo de fotógrafos cortó su paso al asiento y Alfredo lamentó la ausencia de Patricia. Con ella al lado la foto es siempre mejor.

El discurso del Innombrable fue idéntico al vertido en lo alto de la Torre Gherkin, hacía ya casi dos años. «Celebramos una fiesta en el momento equivocado, o el momento equivocado se emperra en arruinarnos el instante en que al fin nuestra vida es una fiesta -repetía el Innombrable, y Alfredo hubiera querido subtitular que el célebre cocinero quizá repetía discursos porque él mismo ya ni se entendía-. «¿Qué más puedo decirles? Que si hoy es el fin del mundo, Londres sea entonces, al fin, la fiesta. La última fiesta. Pero la vida es una fiesta y fiesta es comer. Aun en las peores etapas de la humanidad, un plato de comida ha significado paz, esperanza, confianza en la vida.»

Tras la ovación, Alfredo se percató de media docena de hombres vestidos como el Innombrable e intentando imitarle en gestualidad y tartamudez. Él habría sido uno de ellos, si no fuera por la idea de los hermanos Casas y porque Patricia apareciera en el taller aquella tarde de junio. Alguien le empujó por detrás con supuesta camaradería y apartó también el recuerdo. Era Miguel Casas y, detrás, Fernando.

– Todo el mundo nos habla del puto Claws, tío. ¿Cómo es que no nos has dejado invitación? -El Innombrable había decidido abandonar su cohorte de seis aduladores y venía hacia ellos. En lo que estuvieron juntos, Alfredo supo colocarse en el mejor sitio de la foto, al lado del Innombrable, y mantener la más simpática y vacía conversación con él mientras duraran los flashes.

Por supuesto que fueron al Claws. Patricia, alertada por una rápida y entrecortada llamada de Alfredo, había ordenado que en vez del chupe y el club sándwich dispusieran pastel de carne y entrañas, que divertía mucho al Innombrable, y conejo en mostaza para los hermanos Casas. La eterna fila de ansiosos por formar parte de la sofisticación con garras les recibió reconociendo sobre todo a Alfredo y al Innombrable.

– Joder, tío, quién nos iba a decir esto en la Barcelona de los noventa -alcanzaron a decir con incredulidad y envidia española los hermanos.

Dentro todo fueron ooohs, aaahs y joder y hostias. Los hermanos Casas detectaron dos o tres actrices de Hollywood y el Innombrable se encontró con un célebre enemigo de los ochenta. Alfredo no podía desvelar nombres porque era una de las reglas no escritas del Claws, no se decían nombres salvo los que se emplearan en la conversación. En un mundo donde todos se conocían no era necesario destruir el raro juego de si se hablaría con quien creías que conocías o si en realidad lo hacías con un suplantador.

La orquesta tenía una invitada especial esa noche, había acudido en principio como cliente pero estaba como una cuba y no podía resistirse a la cruel interpretación de representarse a sí misma en el club que se había estrenado la noche en que el rey del pop había muerto. Aunque la orquesta la acompañaba perfectamente en sus propias canciones, no siempre le alcanzaba la voz y se olvidaba de sus propias letras, lo que la cantante de la orquesta suplía deliciosamente. Al público, ese Claws a reventar, le daba absolutamente igual, estaban viviendo un típico, emocionante momento Claws.

Alfredo llevó al Innombrable al despacho de la reina Patricia. La música les envolvía, habían bebido demasiado y Alfredo apenas podía entender lo que intentaba decirle el maestro.

– Sé lo que has hecho. Sé dónde has estado. Pero no te arrepientas -creyó Alfredo que le decía, pero los movimientos de sus labios deletreaban otras palabras-. Estamos en el momento equivocado. No podemos aspirar a más importancia, Alfredo. Comer siempre ha sido una cosa de ricos. Cocinamos para ellos, como hicimos ante los reyes de Francia, y dejamos de existir una vez les guillotinaron. Cerraré mi restaurante, no puedo permitir que se convierta en un símbolo del lujo en esta crisis -era lo que pensaba que decían sus labios. Y él intentaba abrazarle, decirle algo pero las palabras no le salían. Seguramente Patricia había ordenado colocar algo especial en los pasteles de carne y entrañas, se miraban y se abrazaban y casi besaban como si estuvieran mucho más colocados de lo que podían recordar.

Alfredo imaginó que empezaba a preparar platos anti cocina, como si fuera una prolongación de sus brotes psicóticos cuando anudaba y anudaba la corbata de lacito, como alguna vez se le escapó a Patricia llamarla, seguramente es como se refiere a las pajaritas en Sudamérica. Sí, preparar un menú de errores. Como pudo fue relatándoselos al Innombrable mientras la orquesta dejaba de tocar y aparecía el disc jockey, recibido como si fuera un césar triunfador.

– Arenques con hinojos pasados por néctar de albaricoques y servidos sobre una tortilla mexicana de maíz. Higadillos apenas cocinados envueltos en espuma de cerveza y buñuelos de bacalao. Un soufflé líquido. -Bueno, eso de hecho ya lo había creado en forma de combinado en sus inicios-. Chocolate imposiblemente amargo.

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