El Innombrable ya no estaba, en su lugar le miraban los ojos muy grandes de Fernando Casas.
– Nunca te perdonaré que me hayas arrebatado la única cosa que me hacía feliz, hijo de puta -le decía.
Le escuchaba perfectamente. Solo que le veía recuperando juventud, adelgazando repentinamente, mejorando la flacidez de esa cara que en efecto parecía haberse poblado de algo no cumplido, un deseo arrebatado.
– Patricia era la única alegría de mi vida. -Seguía hablándole y él entendiéndolo perfectamente. Quería responderle pero no podía, Fernando se hacía súper joven, parecía como si en cualquier momento empezaran a imitar los Milli Vanilli.
– Podías tirarte a quien quisieras y me hiciste daño, el peor daño posible.
Seguía sin poder responderle hasta que Brígida, la valkiria medio alemana y medio latina que Patricia había entrenado para ser maestra de ceremonias en su ausencia, se materializó con absoluta profesionalidad. Alfredo recuperó el habla y en el poco alemán que había aprendido con Patricia ordenó a Brígida que llevara a sus invitados, en especial Fernando, hacia la habitación de arriba. Brígida respondió con un rápido movimiento de su fuerte cuello y supo enderezar la inicial rebeldía de Fernando, que continuaba reclamando una alegría deshecha.
Alfredo reunió al Innombrable y a sus seis imitadores y al hermano de Fernando, que intentaba decirle algo y de nuevo tampoco podía entenderle. Subió con ellos la escalera de caracol hacia el cuarto de arriba. La mesa larga contra la pared de ladrillo con el corazón roto pintado como graffiti, los muebles de escay azul marino y las luces muy bajas. Brígida había acomodado a Fernando al lado de una rubia pechugona y cariñosa, y parecía sacar mujeres con poca ropa y mucho perfume de entre las paredes. Una morena tan solo vestida con su permanente afro, que se movía como un faisán suspendido, acercaba una bandeja donde había rayas de cocaína del tamaño de pequeñas colinitas y chupitos de tequila o vodka diferenciadas por una rodajita casi imperceptible de lima fluorescente. El Innombrable desdeñó la droga pero dejó que sus imitadores hicieran al fin lo que quisieran. Fernando lloraba, amargamente, mirándole e intentando mover sus labios pero rápidamente recordando que Alfredo los leía.
Durante la mañana abrió la puerta del Claws y la ciudad era fría, limpia, la cercanía de Charing Cross poblándose de mujeres jóvenes y uniformadas con sus faldas de variados grises y bolsos enormes, sosteniendo altos envases de cartón con falso café dentro. Alfredo no podía entender si le habían drogado o si su encuentro con aquellas personas que le impulsaron a ser cocinero había terminado por ser una naturaleza muerta desdibujada. Jamás bebía de más en el Claws, solo Patricia tenía la habilidad para resolver un cruel resacón.
Él prefería subirse al metro de la línea Picadilly en dirección este. Cualquiera que haya sido la noche, estar allí, sentado o de pie, al lado de la gente real que nunca sería, que nunca alcanzaría a ser, le mareaba, le asustaba, y le tranquilizaba. La línea cruza todo el oeste sumergida bajo los imponentes monumentos de la ciudad imperial. Cuando empieza a acercarse al este, proletario, duro, de casas repetidas y jardines cubiertos por muebles rotos y desechos de una vida rutinaria, emerge para enseñar un día sin nubes o un cielo cubierto con cuervos y patos devorándose en el aire. Debajo, aplastados por el cilindro del tren, las personas tienen rostros como el de Fernando reconociéndole que Patricia fue su única alegría. Tienen rostro de trabajar en las cosas que Alfredo jamás conoció, atendiendo turistas en tiendas caras, deseando escribir un artículo que cambie el mundo, asistiendo a un diseñador enloquecido, esperando una llamada al móvil que anuncie un premio o la muerte de alguien a quien sustituir. El tren se mueve con la misma musicalidad, seca, cortante, y las estaciones se parecen todas a refugios de una guerra que no se atreve a estallar. De pronto la oscuridad le devuelve su reflejo en el cristal y es él, el bello Alfredo, salvado de toda esa mediocridad por una mujer con un plan perfectamente llevado a cabo. Continúan las estaciones y suben rusos que parecen hablar polaco, italianos que se apoyan en mujeres indias, enanos que siguen un gigante, gays que gritan nombres de estrellas pop en sus móviles, mujeres solas que se suenan la nariz o restriegan ketchup en sus patatas fritas. Nadie es bello, solamente él, dejándose llevar, como siempre, una vez más.
Joanie le llamó, había una persona muy alta y de aspecto demacrado en la puerta del Ovington. El inspector de finanzas internacionales de Scotland Yard, respondiendo a una descripción propia de la mejor agencia de talentos, era alto, delgado y medio musculado, más cerca de los cuarenta que de los treinta, pelo desordenado y color piel de cebolla, impermeable en la mano aunque hubiera sol en la calle. Alfredo comprendió que prefería indicar su cargo antes que su nombre para evitar cualquier interpretación a su presencia. Significaba problemas y prefería anunciarlos a la primera. Los dos tenían la misma altura y en cierta manera un aire de reflejo. Por eso se ofrecieron al mismo tiempo la mano.
– Stuart Ogilvy, Mister Raventós. Para nada relacionado con los Ogilvy del dinero verdadero -agregó.
– Yo tampoco estoy emparentado con los ricos Raventós -alegó Alfredo.
– Ovington es la única historia de éxito en el Londres de la depresión, Mister Raventós -comenzó a decir Ogilvy, y Joanie y el resto del equipo comprendieron que era mejor dejar a Alfredo a solas-. Ya sabe que los agentes de finanzas internacionales tenemos un amplio presupuesto para asistir a estos locales. Conseguimos camuflarnos mejor que los críticos gastronómicos -continuaba hablando sin soltar el impermeable.
Alfredo deseó que Patricia estuviera allí. Tan solo con aparecer, su pelo corto, sus ojos verdes y los dientes tan blancos, se habrían resuelto mejor las tensiones. Ogilvy no dejaba de sonreír como si esperara un almuerzo gratis. «No hay nada en la vida como un almuerzo gratis», decía la madre de Alfredo ya vencida por su locura cuando le permitían ir a la tienda de salchichas de su ex marido. Ogilvy continuaba allí, lanzando exquisitas perlas sobre el restaurante, claramente pidiendo ese privilegio.
– Un restaurante en Londres es una fórmula archiconocida para blanquear dinero, uno que de pronto adquiere este nivel de éxito se hace también más evidente.
Alfredo miraba por encima de su hombro para ver la correcta evolución del restaurante. Todas las mesas llenas, asiáticos, judíos, una pareja de editoras de moda francesas, un armador griego destapando botellas de vino de borgoña junto a otro español.
– Tenemos una oficina de abogados en Grosvenor Crescent -dijo Alfredo.
– Excelente ubicación, Mister Raventós -respondió Ogilvy, el atildado inspector fiscal-. Cuentas impecables, admito. Incluso habéis pedido el permiso para aceptar trabajos en Norteamérica, que no todos los residentes conocen -continuó. Alfredo evitó poner cara de escucharle hablar en chino. Patricia sabía demasiado, ¿un permiso para residentes que ingresaran dinero desde el extranjero?-. Londres, ya sabe, es una ciudad con dinero proveniente de cualquier rincón del mundo. Necesitamos leyes más que nada para saber cuántas personas que mueven tanto dinero y tantas monedas viven en nuestra ciudad.
– Lo comprendo. En este negocio digamos que yo llevo esta parte del entramado y mi novia y socia, Patricia van der Garde, se encarga del resto. Fue idea de ella contratar a los abogados de Grosvenor Crescent -respondió Alfredo.
– Seguramente ella olvidó que necesitábamos una entrevista rutinaria -acotó el inspector. Sí, lo había olvidado, o a lo mejor lo había escrito en esa aterradora misiva de atroz caligrafía-. No son preguntas muy complicadas -dijo Ogilvy, decidiendo colocar su impermeable al fin en el espaldar de la silla de Patricia. Liberado de su peso, su cuerpo se relajó-. De todos sus platos, por cierto, mi favorito es el milhojas de bogavante.
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