Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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– Es exacto al que atesoraba todos estos años. Usted dejó de hacer cócteles en el año 2000 -le recordó, con esa precisión de inspector. Alfredo no paraba de imaginárselo quitándose la ropa, acercándose arrodillado hacia él e implorándole que le dejara hacer solo un momento, solo un momento, como había oído a su hermano relatar que sucedían estas cosas.

– Solo un momento -dijo en efecto el inspector, y Alfredo sintió una repulsión recorrerle el estómago, se oyeron sus tripas, tragó pesadamente y la nuez se le pronunció más.

– Solo un momento -repitió el inspector y Alfredo tomó velozmente casi la mitad de su copa-. Solo un momento, sí, para atesorar el recuerdo de este combinado, y unirlo al de ese verano en Barcelona cuando usted trabajaba en aquel jardín y probé aquel maravilloso cocktail.

Alfredo estuvo a punto de decir que no podía, que era superior a sus fuerzas, que jamás conseguiría ir un paso más allá.

– Podemos mejorar el recuerdo… -comenzó a decir como si fuera otra persona- con un poco de queso.

– ¡Queso! -exclamó Ogilvy. Alfredo sintió sudor frío en sus sienes, estaba metiendo la pata, el queso tiene connotaciones eróticas complicadas en la cultura anglosajona.

Puede significar ganas, ganas reprimidas durante largo tiempo-. Soy alérgico al queso, mister Raventós.

Alfredo recuperó de un golpe su confianza. De pronto era una persona capaz de algo peor que entregarse contra su voluntad. Era un cocinero capaz de engendrar un alimento donde camuflar un ingrediente venenoso. Se reanimó, se incorporó y sintió cómo en sus movimientos se desplazaba una renovada capacidad de seducción. Mejoró la música, el inspector apuró la bebida y Alfredo, sin preguntarle si quería más, avanzó de nuevo hacia la cocina a servirle otra. Abrió el refrigerador y la puerta le devolvió la instantánea del Ovington ya completamente vacío y la calle poblándose de transeúntes hacia ninguna parte. Hizo un segundo combinado y vio en la primera bandeja de la nevera los quesos, muy cerca entre ellos, como si fueran munición para un ataque. Sonrió y al cerrar la puerta se vio, vestido de blanco, el pelo tan negro, y pensó que cuando al fin pintara canas debería cambiar el color del uniforme. Quizás un azul oscuro, como el interior de una ola. Se rió y Ogilvy se incorporó algo más en el sofá, con la curiosidad propia del inspector.

– Me imaginaba… -dijo Alfredo asumiendo que debía una explicación por su inesperada risa- con canas, y que seguramente ya este tipo de uniforme debería también sufrir una alteración. Quizás hacerlo de un color más oscuro.

– Alfredo Raventós siempre será el mismo en cualquier color -soltó el inspector, acentuando cada palabra de mayor cursilería. Alfredo volvió a abrir la nevera y vio de nuevo los quesos, cada vez más juntos, como si quisieran volverse una masa.

– Ha hecho usted tantas cosas innovadoras en la cocina que cambiar el color del uniforme de los cocineros sería considerado una boutade fantástica -continuó Ogilvy, seguramente más borracho y por ello cada vez más desinhibido y cursi. Alfredo sacó los quesos, ingleses a la izquierda, españoles a la derecha, encima de una tabla de mármol amarillento. La dejó en la encimera, protegida de la vista del inspector por la puerta abierta.

– Aunque no comamos nada necesito dejar la puerta abierta para combinar temperaturas para unas gelatinas -explicó, siempre profesional, Alfredo.

– Qué fascinante compartir estos secretos juntos -relamió con ese acento metálico Ogilvy.

Alfredo regresó hacia el sofá, la puerta del refrigerador convertida en un muro que les reflejaba como un cuadro. En un principio Alfredo temió girarse y enfrentarse al reflejo, mientras el inspector cada vez estaba más acomodado en el sofá y su impermeable más arrugado debajo de su cuerpo. Por eso, Alfredo lo tomó por una de las puntas, el inspector se separó un poco, sonriéndole, sorbiendo más del trago. Alfredo dobló rápidamente la prenda y la dejó sobre la silla del escritorio. Volvió a sentir el control, escuchando débilmente la voz, el aliento de Patricia recordándole que estaba bien, que hacía lo correcto, que debía seguir adelante.

– Se ha abierto del todo la puerta del refrigerador -dijo Ogilvy en castellano, riéndose de su propia destreza en el idioma. Alfredo imitó de inmediato la risa. El reflejo atrapado en la superficie de la puerta le devolvió un ser grotesco, como si fuera un humorista de televisión. Peor, recordándole a la manta-raya exhibiendo toda su dentadura y el interior traslúcido de sus órganos en la gigantesca pecera de la Isla Prima. Ya no era aquel hombre de pelo negro, ojos profundos, mandíbula firme, hablando de cócteles y morenas porteñas que comían sushi de manos de sus enamorados. Ya no era el bello Alfredo imaginándose qué hacer para seducir a Patricia, vestida de boda e inestable sobre la gravilla del estudio de los hermanos Casas. Ya no era él el hombre que vio el precio de su talento en la parte de atrás de una tarjeta de visita. Era un espía sin alma, un narciso sin miedo, un guerrero sin escudo.

El inspector se levantó del sofá y Alfredo lo vio también reflejado en la puerta abierta. Un cuadro moderno, dos personas que necesitan algo. Dos clientes, dos mentiras. Dos monstruos juntos.

– No la cierres -ordenó, y el inspector se acercaba más a él, como si la orden de dejar abierto el frigorífico fuera una clave para iniciar la anhelada acción. Clavaba la mirada, un tren que se adentra en la estación. El cuchillo afincado en la herida. Alfredo seguía todo a través del reflejo. Tenía pelo, el inspector, sí, no aparecía ninguna calva en el cuadro. Buena espalda, buenas piernas, andar masculino. Nunca antes había notado esos valores en un hombre. Ya no pensaba como él, pensaba como Patricia, medía gestos, calculaba pasos, veía omóplatos. Patricia, dibujaron los labios de Alfredo. Patricia le respondió al que veía en la puerta abierta del refrigerador. Patricia volvió a decir sin mover los labios. El inspector estaba cerquísima, esperando el instante en que los brazos de Alfredo le cercaran. Alfredo imaginó productos corrompiéndose en la nevera al permanecer abierta, los quesos despidiendo fetidez, corrupción. ¿Cuánto tiempo más duraría este juego? ¿Veinte minutos, una hora? ¿El tiempo necesario para que el inspector Ogilvy pasara a ser una más de las víctimas de la pareja?

– Esta debe de ser la más extraña de mis visitas de inspección -confesó Ogilvy-. Espero que no sea la última -agregó, cerrando los labios y esperando, sí, definitivamente, la orden final de parte de Alfredo. No hubo ninguna, Alfredo seguía hipnotizado por el cuadro que encerraba la puerta de la nevera y la repentina oscuridad de la pantalla del ordenador. La espalda del inspector y el rostro de Alfredo en la nevera y la espalda de Alfredo y la sumisión de Ogilvy en el negro del ordenador. Cercados, vigilados por aparatos sin voz.

– Hace un poco de calor, ¿no? -dijo Ogilvy, desabotonándose la camisa. Alfredo enseñó sus dientes, otra vez la manta-raya nadando hacia él y estrellándose contra las ventanas del acuario. Alfredo cerró los ojos, los volvió a abrir y el cuadro continuaba igual. Inmóviles los cuerpos sobre la puerta de la nevera abierta. La pared del despacho apoderándose del paso de la luz del blanco al gris, el sofá desarreglado, la litera sumergida por periódicos viejos, el impermeable como una piel desollada en el espaldar de la silla. Los quesos descubiertos por su olor. El inspector, al fin, de rodillas ante Alfredo, que se veía desdibujándose en el reflejo de los refrigeradores. Cerró los ojos y estaba dentro de uno de los funiculares del London Eye, la noria símbolo del Londres del nuevo milenio. Patricia estaba a su lado. Y Marrero, otra vez con una cara que no encajaba. Hablaban de seguir juntos, de continuar en su mafia, circulando sin parar. Alfredo, el Alfredo de la noria, se apartaba e iba hacia el cristal de la cabina. Quería, ese Alfredo, ver Londres como si fuera una última vez. Westminster, el globo terráqueo en el techo del Coliseum, el sombrero del almirante Nelson en Trafalgar, las cúpulas del National Museum, el campanario de Saint Martin, la inmensa bóveda de Saint Paul y el Gherkin, siempre el Gherkin, saludándole desde el otro lado del Támesis. El verde de Saint James y Hyde Park uniéndose y al borde de derramarse sobre la ciudad. Sí, se derramaban. Se derramaban.

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